Que somos
seres emotivos y racionales a la vez es parte del viejo conocimiento que se
tiene del ser humano. Aun cuando a veces se ha exagerado con respecto a la
razón, y últimamente con respecto a la emoción.
Las emociones,
los sentimientos, los afectos y con éstas el deseo, el desprecio, el gusto y el
disgusto por las cosas son fundamentales para la formación de nuestro carácter,
así como lo es nuestro razonamiento. La razón práctica existe en yunta con los sentimientos,
se da de esta manera. Las emociones, en tanto expresiones humanas, se
construyen socialmente. Por lo que cambiamos de parecer o de opinión en
diferentes situaciones dadas porque cambian nuestros sentimientos.
El lenguaje de
las emociones se ha impuesto actualmente en todos los campos, y pone de relieve
que lo emotivo ha sido un aspecto ignorado u omitido hasta ahora por las
ciencias sociales y humanas. El discurso actual sobre las emociones pretende
corregir esa tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico.
Las emociones nos
mueven a la acción, pero también nos pueden paralizar. Hay emociones que nos
incitan a actuar, otras que nos llevan a escondernos o a huir de nuestra
realidad. Ambas son válidas. De allí que, todas las emociones puedan ser útiles
y contribuir al bienestar o no de la persona que las experimenta. Razón por la cual hay que conocerlas,
y aprender a gobernarlas, es decir, a co-vivir con ellas. El gobierno de las
emociones es el cometido de la ética.
Los griegos
hablaban de virtudes o del conjunto de cualidades que debía adquirir la persona
por medio de la educación para lograr la excelencia, asunto difícil en las
sociedades complejas. Le preocupaban las actitudes de la gente en función de saber cuáles
eran las más favorables para convivir en la ciudad y cuáles entorpecían la vida
en común. Pues la ética es un hecho colectivo, no individual.
Para los helenos
el alma tenía sentimientos, de eso no había dudas. Sin embargo, éstos no
siempre eran ordenados, por lo que debían ser administrados por la facultad
racional. Es decir, debían ser gobernados y administrados, pero nunca suprimidos. Ya
que a fin de cuentas, nuestro carácter, nuestro ethos, nuestra manera de ser se manifiesta
en un conjunto de disposiciones o actitudes, que para ser efectivas han de
estar conformadas necesariamente por el componente emotivo.
Por ello, la
educación moral, para los helenos, estaba destinada a hacer que cada ciudadano
pusiera de manifiesto su capacidad para la justicia, la prudencia, la
generosidad o la valentía, sintiendo estos valores eran suyos, que le eran propios,
constituían parte de su manera de ser, es decir, eran constitutivos de su ser.
Desde este
punto de vista, la moralidad es una sensibilidad. Por la cual uno siente
atracción hacia lo que está bien y rechaza lo que está mal. La moralidad no es sólo un conocimiento de
lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un
conocimiento de lo que es bueno sentir.
En este sentido,
la ética es una inteligencia emocional que dirige lo que es vida correcta; la cual nos permite
conducirnos bien en la vida, es decir, saber discernir; esto significa sentir
las emociones adecuadas en cada caso determinado, más allá de tener una
correcta comprensión racional de la situación. Porque
si el sentimiento ético falta la norma o el deber se me muestra como algo
externo a mí, a la que sólo estoy vinculado por una obligación externa, no como algo que tengo
interiorizado e íntimamente aceptado como bueno o justo.
Quien carece
de afectividad moral es apático. Nada le motiva ni le moraliza porque vive des-moralizado. Carece de
moral, en el sentido de entusiasmarse por lo que merece la pena. Vive en la
indiferencia. Así como son apático quienes son dados al sentimentalismo.
Aprobamos
aquello que nos satisface. El fundamento de la ética es la simpatía o la empatía con los
sentimientos ajenos. El sentimentalismo, por el contrario, es el sentimiento sin la guía de
la razón. En el
razonamiento práctico, las emociones y la razón van de la mano. Las
emociones por sí solas no razonan. Las razones contribuyen a
modificar y reconducen las emociones, en función de evitar un mero sentimentalismo
vacuo. Lo que Michel Lacroix ha criticado duramente en “El elogio de la
emoción”.
Estamos dotados de razón y emociones. De
allí que, debemos desarrollar la parte contemplativa para aprender a admirar lo
admirable y a rechazar lo que no lo es. Debemos tener razones que nos indiquen
qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún aspecto. Debemos
adquirir una capacidad de discernimiento para saber distinguir lo que vale de
lo que no vale. Una capacidad que nunca se debe dar por supuesta, pues es el
resultado de un largo e inacabado proceso de aprendizaje.
Los filósofos,
tal como señala Victoria Camp, no nos distinguimos por resolver los problemas. Pero sí por formularlos en
todas sus dimensiones, y por ayudar a
entender por qué actuamos como actuamos.
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