viernes, 18 de enero de 2013

PLAN MONUMENTAL DE CARACAS: LO DEMOGRÁFICO Y LO URBANO


López señala que las peculiaridades geográficas influyeron “en que la marcha de la Nación no tuviera esa cohesión necesaria para la unidad espiritual; quizá las distancias, la falta de comunicación y de intercambio, crearon pasiones y formaron cierto espíritu de escisión y alejamiento de los hombres de las diversas latitudes venezolanas...”[1]. Podemos considerar dos aspectos en esta cita. Primero, el reconocimiento de una realidad fáctica; en la cual, el modo de ocupación demográfica generó una distribución y ocupación heterogénea caracterizada por grandes diferencias y conflictos urbano-rural[2] agravada por la ausencia de un intercambio eficaz dentro del territorio, lo cual fue propicio para el desarrollo de regionalismos contrarios a la formación de la unidad de la nación.
Segundo, la aceptación de un determinismo geográfico, muy apreciado por los positivistas, que moldea el carácter de los venezolanos dando como resultado la inconsistencia del sistema democrático.
Para Egaña, el determinismo geográfico es un hecho cierto; ya que para él los países de las zonas templadas son más desarrollados que los países de las zonas tórridas. El interés de Egaña consiste en establecer el predominio de la raza blanca llamada a implantar nueva estructura en las relaciones políticas, sociales, económicas y culturales en el país.

Si en verdad es un punto muy discutido el de sí los trópicos, a causa de circunstancias eternas e invencibles no son capaces de sustentar grandes núcleos de población rica, sana y culta, especialmente de población europea; o si son las enfermedades las que se oponen al desarrollo de los pueblos tropicales sobre todo a su colonización por los blancos, puestos que en los trópicos se originaron en la antigüedad grandes civilizaciones y culturas, es un hecho cierto que los países americanos situados en zonas templadas tiene hoy un desarrollo económico y cultural mucho mayor que los países situados en la zona tórrida; y que en Venezuela las regiones elevadas sobre el nivel del mar, son las que han traído mayor población y propiciado mayor riqueza[3].

Tal determinismo quedó atestiguado en la exposición del Plan Monumental de Caracas. En éste se señala:
Si se efectúa un estudio comparativo entre el continente Americano, el Europeo, y el Africano, nos encontramos con que existe una curiosa analogía entre las funciones del Mar Mediterráneo y el de Las Antillas... Ambos mares tienen la misma función. Forman la rótula de dos mundos distintos: uno nórdico, con clima templado, en donde la civilización de la raza blanca se ha venido desarrollando normalmente; el otro, tropical, en el que han venido aclimatándose otras razas. Así como el Mediterráneo fue, el punto en donde se encontraron y mezclaron grandes civilizaciones, el Mar de Las Antillas, con sus aguas templadas, será el centro de unión de las civilizaciones provenientes del norte y del sur del continente Americano[4].

Más adelante se agrega, Venezuela:

Experimentará principalmente la influencia de la nueva civilización, y se beneficiará del intercambio cultural, industrial y comercial que le brindará el Mar Caribe… Y quizá, se producirá en la América del Sur una ruptura de civilizaciones semejante a la constatada, durante el transcurso de los siglos, en África… Fue allí donde prosperaron las civilizaciones egipcias, cartaginesa, romana, árabe, y, más tarde, la francesa. Esa parte de África está orientada definitivamente hacia el norte y en las riberas del Mediterráneo vienen a reunirse las civilizaciones respectivas de Europa y de las tierras africanas[5].

La comparación es una burda falacia fundada en el determinismo geográfico propio del positivismo gomecista. Expone abiertamente la idea colonialista que dicho plan urbano entraña, al equiparar a América del Sur con África[6]. Además, justifica el delirio mercantil para vender dicho plan urbano. El cual reafirma la configuración espacial de Venezuela establecida por la oligarquía colonial, con el objetivo de asegurar, por medio de la cohesión de la clase dominante, la continuidad del régimen oligárquico.
Con la llegada de López Contreras al poder, el centro de la ciudad se transformó y consolidó como área comercial y gubernamental, ya que Caracas fue nuevamente la capital del país. No obstante, la ciudad tradicional presentaba “abigarramiento del tráfico, denso y congestionado, las calles llenas de baches, plagadas de desperfectos, y la presencia de casuchas y edificios ruinosos hasta en el centro mismo de la urbe, es un espectáculo deprimente que hemos presenciado hasta ahora”[7].
Esto traía como resultado la rápida desvalorización de toda la ciudad. Por tanto, las casas viejas, los edificios ruinosos y las calles estrechas de la ciudad colonial debían ceder el paso a la civilización y al progreso que traía en sí el Plan Monumental de Caracas.
El plan urbano prometía crear una ciudad bien construida, hermosa y agradable; en la cual se viviría de manera confortable y plácida; en esta ciudad “desaparecen las dificultades sociales, los trastornos políticos y los odios de clases que tanto entorpecen la economía humana”[8]. Estos objetivos son semejantes a los propuestos en la reforma educativa, los cuales son muy apreciados por el lopecismo.
El Plan Monumental, como proyecto racional, evitaría cualquier error de planificación, pues su acertada proyección produciría una mayor economía[9]. No obstante, éste preserva y consolida el modelo de ocupación territorial existente, al fortalecer a Caracas como centro de la nación, esto terminó por convertir a la capital en la macrocefalia urbana que es en la actualidad.
La realidad urbana, como la reforma educativa, no fue interpretada; a ésta le fue impuesta una realidad urbana extraña que acentuó la contradicción lopecista entre interpretación de la realidad e imposición de la misma. 
La clase alta, después de abandonar el centro de Caracas, se ubicó en los «barrios modernos» de El Paraíso, La Florida, Country Club; la clase media se vio obligada a ocupar viviendas pequeñas ubicadas en San Agustín y El Conde[10] y la mayoría fue segregada al oeste de la ciudad.
El Plan Monumental de Caracas determinó la sectorización de la ciudad y la separación física de la población según los niveles de ingreso, esto dividió la ciudad en dos. En el Oeste, en Catia, San Juan, El Cementerio, y El Valle se ubicó a los sectores más pobres, los barrios de obreros. Desde San Bernardino hacia el Este habitarían los sectores más ricos[11]. Aun cuando en el Este se han ubicado estratos pobres, esto ha ocurrido espontáneamente no porque lo haya previsto el plan urbano.
Martínez Olavarria, señala que quizá fue un gran error del Plan Monumental diferenciar de forma “un poquito arbitraria las diversas clases de residencias, determinando sitios de residencia obrera, sitios de residencia de alta clase con grandes lotes, y solamente un pequeño sector para edificaciones verticales. En realidad, el concepto no era equivocado, era traducir lo que representaba la ciudad en aquel momento”[12]. El concepto no era equivocado siempre y cuando diera cuenta de los postulados positivistas, en eso consistía traducir lo que la ciudad representaba, llevar a cabo la segregación racial y social tan del gusto de los positivistas lopecistas.
El plan urbano de 1939 es la concepción de un urbanismo colonial manifiesto en el uso del suelo, en la diferenciación social y la homogeneización de cada una de las áreas residenciales[13] establecidas en éste. El éxito de la segregación aprendida, por los urbanistas, en París es aplicado en los territorios coloniales, donde desarrollaron la posibilidad de experimentar “la legislación y los organismos de control urbano sobre los territorios sometidos a la mano militar”[14].
La desagregación no era asunto nuevo en el país, ya durante el gobierno de Gómez se habían construido barrios obreros al oeste de la ciudad, los barrios de Propatria y Lídice. El Plan Monumental de Caracas profundizó y legitimó planificadamente tal segregación.

En los centros urbanos subsistieron las viejas categorías sociales, pero con algunas variantes: aumentó el peso específico de la burguesía comercial (importadora, exportadora y negociante   en dinero y valores), que se favoreció ampliamente con el incremento del comercio exterior venezolano… Y también como un nuevo elemento, en algunos centros urbanos, se observa el desarrollo de los primeros elementos de una nueva capa de la burguesía nacional, relacionada con las inversiones de capital en formas incipientes de la industria ligera[15]

El fracaso para controlar la dinámica de la configuración territorial desde 1938 ha dependido, en gran parte, de la incapacidad de comprender la lógica socio-económica de la nación, y del carácter predominante normativo de los instrumentos utilizados, así como del sesgo puramente sectorial o espacialista de tales enfoques[16]. La ciudad creció a expensas de la población campesina biológicamente depauperada, la cual fue lanzada hacia Caracas y otros centros urbanos por la crisis total del latifundio venezolano y de la economía latifundista[17].
No se cumplieron los excelsos postulados de la nueva raza que iba a surgir según se predicaba en el Plan Monumental.


[1] Eleazar López Contreras. Op. cit., p. 358.
[2] Cfr. Marcos Negrón. “Territorio y sociedad en la formación de la Venezuela contemporánea 1920-1945”, El Plan Rotival (la Caracas que no fue) Caracas, U. C. V., 1991, pp. 22-23.
[3] Manuel R. Egaña (Ministro de Fomento) “Gobierno y época del Presidente Eleazar López Contreras”, El pensamiento político venezolano del siglo XX, Vol. 18, p. 363.
[4] Elbano Mibelli. “Posición y función geográfica de Caracas. Su porvenir”, Revista Municipal del Distrito Federal, número 1, Caracas, noviembre, 1939, p. 17.
[5] Ibid., p. 18.
[6] Cfr. Arturo Almandoz. “El Plan Monumental de 1939: conclusión del ciclo europeo de Caracas”, Urbana 20, Caracas, 1997, p. 88.
[7] Revista Elite (editorial) “Por que necesita Caracas un plan de urbanismo”, Revista Elite, año XIV, Nº 723, Caracas, agosto 12 de 1939, pp. 12-15.
[8] Elbano Mibelli. “Posición y función geográfica de Caracas. Su porvenir”, Revista Municipal del Distrito Federal, número 1, Caracas, noviembre, 1939, p. 20.
[9] Ídem.
[10] Cfr. Ibid., pp. 38-39.
[11] Cfr. Marcos Negrón. “La gestación del plan urbano de Caracas de 1939 y su incidencia en la formación de la tradición urbanística venezolana: conversación con Leopoldo Martínez Olavarria”, El Plan Rotival (la Caracas que no fue) Caracas, U. C. V., 1991, pp. 151-153.
[12] J. J. Martín Frechilla. “Cuando la urbanística no estaba en entredicho (Rotival y Lambert en una historia del urbanismo francés en Venezuela de 1936 a 1950) La ciudad: De la planificación a la privatización, Caracas, U. C. V., 1994, pp. 34-35.
[13] Cfr. Ibid., p. 33.
[14] J. J. Martín Frechilla. “Rotival de 1939 a 1950, de la ciudad como negocio a la planificación como pretexto”, El Plan Rotival (la Caracas que no fue) Caracas, U. C. V., 1991, p. 85.
[15] Federico Brito Figueroa. Historia económica y social de Venezuela, Tomo II, Caracas, U. C. V., 1996, p. 410.
[16] Cfr. Marcos Negrón. “Territorio y sociedad en la formación de la Venezuela contemporánea 1920-1945”, El Plan Rotival (la Caracas que no fue) Caracas, U. C. V., 1991, p. 35.
[17] Cfr. Federico Brito Figueroa. Op. cit., p. 557.

PLOTINO: LO BELLO Y LO UNO


La metafísica de lo Bello está signada por la relación entre lo Bello y lo Uno. No obstante, dicha relación es problemática. En el sentido, que la exposición de esta relación se convierte en una odisea, la cual, en su conjunto, se hace brumosa. Ya que la problemática de esta relación no queda resuelta del todo, mucho girones a atar. Si nos atenemos al orden cronológico de los tratados apreciaremos que el periplo plotiniano en torno a esta cuestión es un peregrinaje impreciso, a través del cual una veces considera lo Bello como lo Uno, y otras veces no.
Tal periplo está conformado por tres periodos cronológicos. El periodo inicial está conformado por Enéada I 6 (1). El intermedio, por Enéada VI 9 (9), Tratado  V 8 (31), Tratado V 5 (32) y Tratado VI 7 (38). El último periodo, por Enéada VI 2 (43) y el tratado I 8 (51). 
En la Enéada I, 6, “Sobre la belleza”, el filósofo expone su tesis inicial sobre el tema en cuestión.

Por eso se dice con razón que, para el alma, el hacerse buena y bella consiste en asemejarse a Dios, porque de él nacen la Belleza y la otra porción de los seres… también en Dios son la misma cosa bondad y beldad, o mejor, el Bien y la Beldad[1]


Según el pasaje ambos son análogos o la misma cosa, esto es, lo Uno. De esta manera continúa la tradición clásica de lo bello-bueno. Lo divino es simultáneamente Belleza y Bien. Por esto la Belleza-Bien debe colocarse en la primera hipóstasis; de ésta emana la Inteligencia divina que posee la belleza como atributo divino. Los restantes seres son bellos por esta belleza.
Más adelante, agrega: “así, lo primero de todo hay que colocar a la Beldad, que es lo mismo que el Bien, De éste procede inmediatamente la Inteligencia en calidad de lo bello”[2]. Coloca lo bello en la primera hipóstasis. Se trata de una belleza que lo abarca todo para que no haya nada que se encuentre privada de ésta. Es la causa productora superior cualitativamente a lo producido.
Esta afirmación contiene ciertos elementos a considerar, a saber: si lo bello es lo Uno, entonces éste no sería ni género ni categoría. Pues lo Uno está fuera de los géneros; supuesto que éstos, que son iguales entre sí, reciben su ser de aquel. No puede ser género porque su unidad quedaría destruida. Asimismo, lo bello estaría allende de toda determinación, definición y distinción. Sería anterior a la esencia. Por tanto, sería supra-categorial.

Siendo la naturaleza del Uno engendradora de todas las cosas, no es en modo alguno ninguna de las cosas que engendra. No es algo que pueda tener cualidad y cantidad; ni es por otra parte inteligencia o alma, ser en movimiento o en reposo, ser en el lugar o en el tiempo. Es simple por sí misma, y mejor aún, algo sin forma que está antes de toda forma, antes de todo movimiento y de todo reposo[3]


Lo que determinaría que lo Bello fuese algo supra-bello. Lo que convertiría a la metafísica de lo bello en una metafísica de lo inenarrable, de lo no predicable excluyendo todo discurso racional de la misma. Lo que daría como resultado una metafísica negativa, esto es, que lo bello tendría su fundamento en lo que no es. En el mismo sentido de una teología negativa.  
Lo bello sería unidad. Principio y devenir de toda cosa bella. Eterno. Lo bello sería real e idéntico a sí. No afectado ni por generación ni por corrupción. Se encontraría por entero en todo lugar, ya que poseería una razón que se daría en todas partes en sí misma. Unidad que se correspondería a sí misma.
Lo bello, en efecto,

Es algo así como el brillo que resplandece de la idea, no se ofrece idénticamente en todos los seres y se da con posterioridad al ser. Si, en cambio, no es otra cosa que la esencia, lo afirmado de la esencia se aplicará a lo bello. Pero aún cabe considerarlo de otro modo: por ejemplo, en referencia a la afección particularísima que produce en nosotros cuando somos sus contempladores. Este acto es entonces un movimiento; acto que tiende realmente hacia aquél, pero que es en verdad un movimiento[4]


Lo bello, según el pasaje, está determinado por los géneros. Es esencia y movimiento. Por otra parte,

Si, pues, uno viera a aquel que surte a todos pero que da permaneciendo en sí mismo y no recibe nada en sí mismo, si perseverara en la contemplación de semejante espectáculo y gustara de él asemejándose a él, ¿de qué otra belleza tendría ya necesidad? Y es que, como ésta misma es la Belleza en sí por excelencia y la primaria[5]


Todo se comenzaría por lo Bello y se tendería también hacia lo Bello. Ya que todo se comienza por el uno y se tiende también hacia lo uno. Por lo cual, éste sería principio y fin de todas las cosas. Unidad de ser en sí y ser él mismo.
De lo Uno, señala Plotino: “Porque lo propio de quien no lo ha visto todavía, es el desearlo como Bien; pero propio de quien lo ha visto, es el maravillarse por su belleza”[6]. Lo Bello sería la unidad absoluta, lo idéntico a sí mismo, lo indivisible. Poseería una razón que se abarcaría a sí mismo.
No obstante, el filósofo indica “mas a lo que está más allá de ésta, lo llamamos la naturaleza del Bien, que tiene antepuesta la Belleza por delante de ella”[7]. Lo que está más allá de la Inteligencia es el Bien, que tiene antepuesta la belleza. La belleza aparece como un velo que cubre el Bien, algo entre la Inteligencia y éste. Lo cual no es posible.
Asimismo, quien “se expresa imprecisamente, dirá que es la Belleza primaria; pero si distingue bien los inteligibles, dirá que la Belleza inteligible es la región de las Formas”[8]. La belleza primaría e inteligible es la misma, es la belleza que corresponde a la Inteligencia. Porque la belleza inteligible es la belleza de la Inteligencia; en cambio, lo Uno se encuentra más allá de ésta.
El filósofo, concluye “el Bien es lo que está más allá, fuente y principio de la Belleza, so pena de identificar el Bien con la Belleza primaria. En todo caso, la Belleza está allá”[9]. La afirmación final vuelve a introducir la ambigüedad de si la belleza está en la Inteligencia o en lo Uno. Lo cual no contribuye a aclarar la cuestión.  
Sin embargo, en Enéada VI 9, Plotino establece de manera concluyente la relación entre lo Bello y lo Uno. Al determinar “porque lo Bello es posterior al Uno y viene del Uno”[10]. Con esta afirmación inaugura el filósofo el segundo periodo de la metafísica de lo bello. Signado por la ruptura con la tradición de lo bello-bueno.
Plotino indica en otro tratado que “el Bien es más antiguo y anterior a lo bello… el Bien no tiene necesidad de lo bello, lo bello, en cambio, sí tiene necesidad de Aquél”[11]. Antigüedad y necesidad ontológica. El Bien es ontológicamente anterior a lo bello; por lo cual se genera la necesidad de la emanación para existir. Ya que en el mundo inteligible “el color que transparece sobre todo es la belleza… porque lo bello no es algo diferente que florezca por encima de él”[12]. Del mundo inteligible mismo.

En el mundo inteligible la potencia sólo posee el ser y la belleza; porque, ¿dónde podría encontrarse lo bello si se le privase del ser? ¿Y dónde estaría el ser si se le privase de la belleza? En el ser que ha perdido la belleza se da igualmente la pérdida del ser. Por ello, el ser es algo deseado, porque es idéntico a lo bello, y lo bello es a su vez amable precisamente porque es ser[13]


Cuando aparentemente se ha superado la tradición de lo bello-bueno, al diferenciar el Bien de lo Bello. Plotino expone acerca de la belleza lo siguiente:

El generador de la Belleza tiene que ser algo que fascina. Potencia, pues, de toda belleza es esplendor y belleza que produce belleza; y porque genera lo bello y lo hace más bello por la sobreabundancia de belleza que posee, de manera que es principio y fin de belleza. Pero siendo principio de Belleza hace bello a aquello de lo que es principio, y produce lo bello no en una forma, sino que lo que también ha generado es carente de forma, pero en forma desde otro punto de vista. Porque lo que se dice forma en otro es sólo esto determinado, pero en sí misma ella es amorfa. En definitiva, lo que participa de la Belleza tiene una forma, no la Belleza. Por esto también cuando se dice Belleza es mejor prescindir de una forma determinada, y no construirla ante los ojos, para no caer de lo Bello hacia lo que es llamado bello por una participación confusa. Pero lo Bello es una realidad sin forma[14]


El filósofo retorna a identificar lo Bello con el Bien, al señalar que lo bello es una realidad sin forma. Por lo cual, éste no es un inteligible, y no puede estar en la Inteligencia sino en lo Uno. Determina, por otra parte, que lo Bello genera la belleza por sobreabundancia de belleza, atributo que Plotino ha concedido a lo Uno. Cuando ha señalado que la emanación se da por sobreabundancia de éste. En este pasaje lo Bello es concebido como una entidad plena, no otro inteligible.
Asimismo señala “la Inteligencia debe contemplar por encima de la variedad, la belleza total, verdaderamente variada y sin variedad… convendrá aceptar sin lugar a dudas que la naturaleza primera de lo Bello es una naturaleza sin forma”[15]. La Inteligencia contempla lo Uno, no tiene otro objeto de contemplación. Entonces, si la Inteligencia contempla una belleza total una naturaleza sin formas. Esto quiere decir que tal belleza está más allá de la Inteligencia. Está en lo Uno y es lo Uno. Lo Uno es concebido como lo Bello-Bien. Co esto Plotino retorna a la tradición de lo bello-bueno.
Mientras que en la Enéada I 8 (51) indica: “El Bien es aquello de que están suspendidas todas las cosas… dando de sí inteligencia, esencia, alma, vida y actividad centrada en la inteligencia. Y hasta aquí todas las cosas son bellas, porque él mismo es superbello”[16]. Lo bello entonces es absoluto, porque no se contiene en algo que no es bello en sí mismo.
Desde esta perspectiva, lo Bello, junto al Bien, es ontológicamente lo anterior. Por tanto, lo Bello es aprehensible en el arrobamiento místico. Que “transforma en bellos a sus enamorados y los hace dignos de ser amados… ése es el motivo de todo nuestro esfuerzo por no quedarnos sin tener parte en la contemplación más eximia”[17].


[1] Plotino. Enéada I 6, 6, 19-24.
[2] Plotino. Enéada I 6, 6, 26-27.
[3] Plotino. Enéada VI 9, 3.
[4] Plotino. Enéada VI 2, 17, p. 118
[5] Plotino. Enéada I 6, 7, 26-30.
[6] Plotino. Enéada I 6, 7, 15-16.
[7] Plotino. Enéada I 6, 9, 37.
[8] Plotino. Enéada I 6, 9, 40.
[9] Plotino. Enéada I 6, 9, 42-43.
[10] Plotino. Enéada VI 9, 4, 5.
[11] Plotino. Enéada V 5, 12, p. 137.
[12] Plotino. Enéada V 8, 10, pp. 173-174.
[13] Plotino. Enéada V 8, 9, p. 172.
[14] Plotino. Enéada VI 7, 32, 1-20.
[15] Plotino. Enéada VI 7, pp. 321-323.
[16] Plotino. Enéada I 8, 2, 2-8.
[17] Plotino. Enéada I 6, 7, 32-33.

KANT I.: DE LO SUBLIME MATEMÁTICO


El sentimiento de lo sublime produce un movimiento del espíritu que está enlazado con el juicio del objeto. La imaginación, por su parte, lo refiere, por una parte, a la facultad de conocer, que en este caso la finalidad es atribuida al objeto como una determinación matemática. Lo sublime matemático es del intelecto y se opone a la comprensión.  

Lo sublime, en cuanto a la determinación matemática, es una infinidad en magnitud, de un objeto que nos rebasa en poder y tamaño. “La representación matemática de la magnitud inconmensurable del universo, las consideraciones de la metafísica acerca de la eternidad, de la providencia, de la inmortalidad de nuestra alma, contienen un cierto carácter sublime y majestuoso”[1].

La apreciación de la inmensidad suscita también el sentimiento sublime. En tanto ésta es una cosa grande y de una magnitud absolutamente grande que está fuera de toda comparación.

Llamamos sublime lo que es absolutamente grande. Pero ser grande y ser de una magnitud son dos conceptos enteramente diferentes (magnitudo y quantitas). Asimismo, decir sin más (simpliciter) que algo es grande es completamente distinto a decir que es grande absolutamente (absolute non comparative magnum). Lo último es aquello que es grande fuera de toda comparación[2].


En lo sublime se halla una satisfacción cuantitativa, que parece inapropiada para la cualidad representativa, como si ésta violentara la imaginación. En este sentido, lo grande absolutamente no es un concepto puro del entendimiento, dirá Kant, menos una intuición de los sentidos, y de ningún modo un concepto racional. Porque no hay en él ningún principio de conocimiento. Por tanto, es un concepto de la facultad de juzgar o deriva de ésta, y tiene su principio en una finalidad subjetiva de la representación.
No se trata, señala Kant, de una gran unidad sino de un movimiento progresivo hacia lo siempre más grande. La imaginación sigue al entendimiento en este movimiento progresivo, pero experimenta cierto vértigo, ya que toda magnitud aparece pequeña en comparación con lo ilimitado.

La determinación de la magnitud sólo proporciona un concepto de comparación, no un concepto absoluto de la magnitud. Puesto que, la experiencia de lo absolutamente grande, en lo sublime matemático, de aquellos paisajes o eventos que exceden toda medida de la memoria del cuerpo hace fracasar a la imaginación, en su intento por aportar una comprensión estética sobre la dispersión de sensaciones, a la que ha sido lanzada en el proceso de aprehensión sin fin.

El juicio estético reclama para sí el asentimiento de todos, semejante a los juicios teóricos. Con respecto a la magnitud se da en el  juicio estético una medida a la cual es posible atribuir un valor universal. Ya que tal magnitud es un principio subjetivo para el juicio reflexivo. El cual sirve para formar un juicio estético, no uno juicio lógico.

El juicio estético, en cuanto a lo sublime, lleva el libre juego de la imaginación a la facultad a la razón concertándola subjetivamente con las ideas racionales indeterminadas, con el objeto de producir en el espíritu un estado conforme al que se produce en el sentimiento la influencia de ideas determinadas prácticas.

Kant aplica las reglas lógicas para exponer el sentimiento de lo sublime. La estética no pertenece al orden del entendimiento ni a los procesos cognoscitivos. Ésta se ocupa del afecto y de la facultad de desear, pues los principios de la razón son constitutivos de la facultad de desear y regulativos para la facultad de conocer. De allí la facultad de juzgar que articula las relaciones entre el entendimiento y la razón.

La magnitud aunque considerada como informe produce, a la vez, una satisfacción universal y una conciencia de una finalidad subjetiva en el uso de las facultades de conocer. Esta satisfacción está referida a la extensión de la imaginación. En la analítica de lo sublime, Kant expone el proceso de fundación del sentimiento de lo sublime desde la perspectiva interna del ejercicio entre las distintas facultades.

El espectáculo de una enorme e irregular cadena de montañas, del tenebroso mar agitado por la fuerza de los vientos deja una herida en el ánimo. La herida del exceso de la imaginación, que es un sentimiento de dolor, angustia o temor, el cual está unido a la conciencia de nuestro ser diminuto y débil puesto ante la inmensidad o el caos.

Lo sublime hace temblar las expectativas de sentido frente a la naturaleza dejando una especie de parálisis. Como el exceso de toda medida imaginativa éste es el signo de algo que desborda los límites de la experiencia. El entendimiento no puede fijar este vacío en la precisión del concepto. La razón, por su parte, ofrece un contenido capaz de llenar el vacío producido por el exceso de la imaginación, esto es, la idea del todo absoluto.

Esta idea no se presenta como una certeza. Es, en tal caso, una exigencia de la razón frente a lo que se muestra como una falta; para la imaginación una exigencia que permita componer sensiblemente la idea del todo absoluto. El fracaso de la imaginación en intentar alcanzar esta idea provoca el sentimiento de lo sublime, que sólo de manera ilusoria remite a la naturaleza. Aquí es “donde la facultad de juzgar reflexionante se encuentra acordada en conformidad a fin con respecto al conocimiento en general, sino en la ampliación de la imaginación en sí misma”[3].

La capacidad de juicio reflexionante consiste en un proceso de búsqueda que aspira a lo universal, y condena a lo particular. “La razón por la cual ha de buscarse en que, sea lo que fuere lo que podamos, conforme a la prescripción de la facultad de juzgar, presentar en la intuición (y, por tanto, representar estéticamente), ello es en su fenómeno y, con eso, también un quantum[4].

            A saber es que cualquier cosa que se halla en una manifestación de la intuición es representada estéticamente, y es siempre un fenómeno; en consecuencia, es una cantidad de algo.

Mas cuando llamamos a algo no sólo grande, sino absolutamente grande, grande en absoluto, grande en todo respecto (por sobre toda comparación), es decir, sublime, al punto se observa que no permitimos buscar para ello ninguna medida adecuada fuera de él. Es una magnitud que es igual sólo a sí misma. De aquí se sigue, pues, que lo sublime no haya de ser buscada en la naturaleza, sino únicamente en nuestras ideas; más en cuáles resida, debe ser reservado para la deducción[5].


Así como la magnitud sólo es igual a sí misma, por lo cual es inconveniente buscar tal fuera de sí misma. Lo mismo ocurre con lo sublime, a éste sólo es necesario buscarlo en las ideas, no en la naturaleza. “La verdadera sublimidad sólo tiene que ser buscada en el ánimo del que juzga, no en el objeto natural, cuyo enjuiciamiento da ocasiona al temple del sujeto”[6]. El espíritu se eleva en su propia estimación cuando contempla sin prestar atención a su forma, él se abandona a la imaginación y a la razón.

Lo sublime no admite comparación. Asimismo, la magnitud no es objeto de una comparación objetiva. Por lo que, “ha de ser llamado sublime el temple del ánimo debido a una cierta representación que da que hacer a la facultad de juzgar reflexionante, y no el objeto”[7].

En la imaginación y en la razón se dan un esfuerzo a lo infinito, una demanda a la absoluta totalidad. La discordancia entre la facultad de estimar la magnitud de las cosas sensibles y la idea de la absoluta totalidad despierta el sentimiento de una facultad suprasensible, ésta es el uso que el juicio hace de ciertos objetos en favor de este sentimiento.

De lo anterior, podemos indicar que lo sublime es la disposición del espíritu producida por determinada representación que ocupa el juicio reflexivo, no el objeto de la naturaleza. Señala Kant, “sublime es aquello cuyo solo pensamiento da prueba de una facultad del ánimo que excede toda medida de los sentidos”[8]

            Esta facultad del espíritu que excede toda medida de los sentidos, en la estimación de la magnitud “tiene que consistir simplemente en que se la pueda aprehender de modo inmediato en una intuición, y usarla, mediante imaginación, para la presentación de conceptos numéricos; es decir, que toda estimación de magnitudes de los objetos de la naturaleza es en última instancia estética (o sea, determinada subjetiva y no objetivamente)”[9].

En el sentimiento de lo sublime, la magnitud es un juicio de la reflexión sobre la representación del objeto. El objeto es sólo ocasión del sentimiento sublime. De allí que el objeto de lo sublime sea algo colosal pero sin forma, y el sentimiento sublime una emoción violenta y ambivalente que el pensamiento experimenta con ocasión de lo sin forma.

La estimación estética de lo sublime excede el poder de la imaginación, como sentimiento de una aprehensión que tiende progresivamente a la intuición, donde se percibe la incapacidad de la imaginación. “Sublime es, pues, la naturaleza en aquellos de sus fenómenos cuya intuición conlleva la idea de si infinitud. Y esto último no puede ocurrir de otro modo que por la inadecuación aun del más grande esfuerzo de nuestra imaginación en la estimación de la magnitud de un objeto”[10].

Lo sublime contiene la idea de lo infinito, cuyo progreso no tiene límites para percibir un gran esfuerzo de la imaginación en la estimación de la magnitud.

“Esa magnitud de un objeto natural que la imaginación infructuosamente aplica a toda potencia de comprehensión debe llevar al concepto de naturaleza a un substratum suprasensible (que esté en el fundamento de ésta y, a la vez, de nuestra facultad de pensar), el cual es grande por sobre toda medida de los sentidos, y, por eso, permite juzgar como sublime, no tanto al objeto, cuanto más bien al temple del ánimo en la estimación de éste”[11].


            La imaginación derrocha su facultad de comprensión en el intento de alcanzar un soporte suprasensible que sirva de sostén a la naturaleza y a la facultad de pensar. Lo cual es el estado del espíritu en la estimación del objeto sublime.

Lo sublime representa a nuestra imaginación en toda su ilimitación y con ella a la naturaleza, como desvaneciéndose ante la ideas de la razón, cuando debe proveer una presentación que sea adecuada a éstas. No obstante, el «respeto» es el sentimiento de la inadecuación de nuestra facultad para alcanzar una idea.

El sentimiento de lo sublime en la naturaleza es, pues respeto hacia nuestra propia destinación, el cual mostramos a un objeto de la naturaleza a través de una cierta subrepción (sustitución de un respeto por el objeto en lugar de respeto hacia la idea de la humanidad en nuestro sujeto), lo que nos hace, por así decir, intuible la superioridad de la destinación relacional de nuestras facultades de conocimiento por sobre la más grande potencia de la sensibilidad[12].


El sentimiento de nuestra incapacidad para alcanzar una idea es lo que Kant denomina «respeto» o estima, siempre que esta idea sea «para nosotros una ley». Tal sentimiento referido a la naturaleza hace ver la superioridad del destino racional de la facultad de conocer. Lo que en última instancia crea en el ánimo un sentimiento de aflicción.

La inconveniencia de toda medida sensible con la estimación racional supone inconformidad con la razón; ya que esta inconveniencia encierra una pena producida por el sentimiento de impotencia, que es el displacer de hallar toda medida de sensibilidad inferior a las ideas del entendimiento.

El ánimo se siente conmovido en la representación de lo sublime en la naturaleza… Este movimiento puede ser comparado (sobre todo en su inicio), con un sacudimiento, es decir, con una repulsa y una atracción rápidamente cambiantes hacia uno y el mismo objeto… Pero el juicio mismo permanece así siempre y solamente estético, porque sin tener su fundamento un concepto determinado del objeto, representa simplemente como armónico el juego subjetivo de las fuerzas del ánimo (imaginación y entendimiento) aun a través de su contraste[13].


Tal emoción es un sacudimiento que atrae y repele simultáneamente, donde la imaginación es llevada a la aprehensión de la intuición como a un abismo donde teme perderse. Para lo racional es legítimo intentar un esfuerzo semejante de imaginación, por lo que se da una atracción que es equivalente a la repulsión que obra sobre la sensibilidad.

Lo absoluto de la razón no parece posible para la imaginación; ya que lo absoluto de la imaginación sólo es un momento de lo absoluto de la razón. Uno de los rasgos esenciales de lo sublime kantiano obedece al desastre que sufre la imaginación en el sentimiento sublime. Puesto que, como toda presentación consiste en la «puesta en forma» de la materia de los datos, “el desastre sufrido por la imaginación puede entenderse como el signo de que las formas no son pertinentes para el sentimiento de lo sublime”[14].


[1] I. Kant. Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, Editorial Porrúa, 1991, pp. 139.
[2] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 179.
[3] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 181.
[4] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 181.
[5] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, pp. 181-182.
[6] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 189.
[7] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 182.
[8] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 182.
[9] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 183.
[10] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 188.
[11] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, pp. 188-189.
[12] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, pp. 190-191.
[13] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 192.
[14] J. F. Lyotard. Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p. 140.