martes, 31 de marzo de 2020

HACER EN EL MUNDO


¿Qué cultura revela nuestros haceres cotidianos? ¿Cuáles son las creencias que constituyen nuestra realidad? ¿Qué capacidad de aprendizaje y de adaptación tenemos? ¿Somos capaces de construir interpretaciones que entreguen sentido a los demás? Las respuestas a estas preguntas las abordaremos desde la perspectiva de Heidegger.
Nos relacionamos con el mundo a través de nuestro hacer. Por lo general, al caminar, al trabajar, al conversar e incluso al amar no pensamos en lo que hacemos, simplemente estamos haciendo ese hacer. Pues nosotros —sujetos arrojados en el mundo— estamos viviendo, no pensando. Esta disposición nuestra, tan cotidiana, de hacer es anterior a la reflexión, porque cuando ya reflexionamos lo hacemos a partir de la experiencia que previamente hemos vivido.
Este mundo que permanentemente estamos viviendo es construido por nosotros, al cual hemos dotado de significado a través de nuestras tradiciones y creencias, a través del conjunto de nuestras prácticas y haceres, por medio de los valores con que sopesamos la realidad, por los estados de ánimo con que vivimos los diversos eventos que nos acontecen, por las herramientas que disponemos para hacer uso de ellas. Todas estas son formas con las cuales encaramos nuestro presente y proyectamos nuestro futuro, esto es, nuestro hacer.
Nuestro hacer es la realidad misma, no un mero conjunto de ideas o valores. Nosotros, que somos un yo individual, y vivimos en forma prerreflexiva al momento de pensarnos y evaluarnos lo hacemos con las categorías, las formas y las creencias propias de nuestra época, porque ésta es la construcción de nuestro hacer individual y colectivo. Por lo cual, experimentamos ese yo que somos como la manifestación de una cultura particular que nos contiene y que, a la vez, nosotros contenemos.
El ser-en-el-mundo, expresión de Heidegger, expresa la realidad de lo que somos como hombres y mujeres, porque nuestro yo es inseparable del mundo en que vivimos. Nosotros —en tanto yo— somos nuestra propia historia y nuestro mundo, somos inseparables de las creencias que conforman la época que vivimos. Somos la indisoluble relación entre sujeto, mundo y cultura.
Al reflexionar sobre nuestro hacer debemos hacer un registro cultural, que nos permita entender cómo es el mundo en que vivimos y en el cual simultáneamente nos comprendemos. Debemos conocer, cómo experimentamos los valores en nuestra vida práctica; cómo percibimos la influencia de la tradición en la forma que enfrentamos nuestros problemas y relaciones; cómo es el modo en que encaramos las tareas presentes; cómo pensamos sobre nosotros mismos y cuál es nuestra proyección al futuro. Lo que estamos planteando es pensar nuestra cultura vivencial en su cotidianidad, y no como una formalidad reflexiva.
Estamos en el mundo, esa es la realidad. Y no vivimos al descampado, pues poseemos interpretaciones de lo que nos rodea y de nosotros mismos. Esto nos permite abrir perspectivas para entendernos, encararnos y proyectarnos; para dar horizontes de sentido y capacidades a nuestras acciones. Asimismo, nos permite determinar nuestras posibilidades dentro de la perspectiva de un marco real, condicionado por las creencias sobre las cuales vivimos.
La misma construcción que hacemos del mundo nos permite la posibilidad de desafiar nuestras interpretaciones y formas de vida cotidiana. Pues, como dice Heidegger, estamos destinados a vivir en mundos interpretados que podemos transformar. ¿Por qué cambiar? Si el mundo al que llegamos ha sido previamente construido por nuestra tradición, que nos aportan identidad, valores, posibilidades y seguridades. Cambiamos porque el devenir personal y colectivo nos presenta nuevos desafíos, nuevos problemas, donde nuestras creencias y prácticas comunes ya no logran dar respuestas a esas nuevas situaciones. De allí, que tengamos que reconstruir el mundo nuevamente, lo cual incluye reconstruir nuestras creencias, interpretaciones y haceres.  
En esta reconstrucción surgen las fracturas, los malestares y los desacomodos con respecto a nuestra forma de encarar la vida cotidiana. Por ejemplo, la pandemia o la crisis económica muestran que nuestros procesos y sistemas de actuar son obsoletos, que nuestros requerimientos para vivir han cambiado, que lo que hemos considerado bueno tiene ahora otra perspectiva. Esto nos obliga a replantear la forma en que hemos estado haciendo las cosas, por lo que debemos reordenar nuestras prioridades y las relaciones interpersonales, entre otras muchas cosas.
Cuando el mundo conocido pierde su efectividad y decae en su valor de verdad, es cuando nos enfrentamos a la obligación de dotarlo de un nuevo sentido, para así encajar nuestro hacer en él. Para ello, reformulamos o reinventamos nuestras estrategias, con el fin de proyectar nuestro hacer con un nuevo sentido. Lo propiamente humano es la urgencia y la obligación de darle constantemente sentido a nuestro hacer; en particular cuando todo lo que conocíamos, creíamos y vivíamos ya no es efectivo. Debemos, entonces, encarar un hacer diferente en lo cotidiano.

Obed Delfín Consultoría y Asesoría Filosófica


domingo, 22 de marzo de 2020

EL MIEDO A MI MUERTE


En todos los mensajes altruistas, empáticos, cooperativos y solidarios, que oímos y vemos en medio de la pandemia del Covid-19, se esconde el miedo a mi propia muerte. A la muerte de mi yo. La muerte no como un asunto ni ontológico ni metafísico, sino como la simple ausencia de mi yo en este mundo. Miedo a perderme lo que acá está pasando, como si me fueran a echar de este lugar.
Cada mensaje se fundamenta en esta idea tan sencilla como aterradora. El médico que suplica que se queden en sus casas, tiene miedo de morir porque no sabe cuál es el infectado que lo infectará a él y, además, se quiere ir a su casa a descansar, porque es su derecho también. Todo se fundamenta en la emoción más básica de las emociones básicas, y tal vez la más ancestral de ellas: el miedo a morir.
Si hay algo, por demás interesante, con la declaración de la pandemia del Covid-19 es que por primera vez en la historia se ha cumplido el sueño de reyes, emperadores, sátrapas que es dominar el mundo. Que Alejandro Magno dominó al mundo es un mero discurso retórico, solo fue una pequeña parte por demás; lo mismo pasó con Darío y Jerjes, los déspotas persas; el Imperio Romano solo gobernó sobre una pequeña porción del planeta.
Por el contrario, con el Covid-19 el dominio ha sido planetario, ni Microsoft ni Facebook estuvieron de lograr esto. Solo a través del Covid-19 se ha podido lograr el sueño de todo villano de comic: dominar el mundo. Esto gracias a la intercomunicación que ha usado, repito, la más básica emoción: el miedo ancestral a morirme.
Este miedo elemental que hoy compartimos con la alta tecnología en televisores, computadores, teléfonos móviles para mencionar lo que el común mortal puede tener a mano. Sin contar los laboratorios de alta investigación médica, biológica y el arsenal de la industria farmacéutica abocada a producir la vacuna que detenga la pandemia.  
El humano que por millones de años vivió sin antibióticos, sin penicilina, con una medicina elemental y rústica ha sobrevivido, como especie, múltiples pestes, pandemias, enfermedades, infecciones y así ha llegado al siglo XXI de la era cristiana. Sin embargo, hoy al igual que ayer teme a la muerte no de la especie, sino a su muerte individual. Temo a mi muerte, a esa que como dicen los filósofos no puedo experimentar porque me está negado.
Es a mi muerte individual, a la muerte de mi yo a lo que temo y por eso me cuido de morir. El miedo es individual aunque se tiñe de colectivo, y en esto la ingeniería social ha hecho un buen trabajo en estos tiempos de internet. Trabajo que deja mucho que pensar para los psicólogos, sociólogos y, tal vez, para los filósofos post-Covid-19.
Si vemos el fenómeno Covid-19 desde el punto de vista cuantitativo, las cifras de muertos e infectados es marginal o despreciable con respecto a la población mundial. La cifra de la población mundial alcanza los 8.500 millones de personas, los muertos por el virus son entre 10 mil personas y los infectados son 250 mil. En un programa económico o un presupuesto nacional esta minoría no contaría. No son las cifras ni el avance del virus lo que me alarma, lo que me alarma es que mí vivir está en riesgo, porque yo soy el 100% de cualquier estadística.
La cifra de 45 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial, otros 45 millones por gripe durante el mismo periodo, 50 millones por los progromo soviéticos, los muertos directos e indirectos por las bombas atómicas, y las otras muchas muertes más por hambre, guerras no nos alarman ni asustan porque ahí nuestro vivir no está comprometido.
En cambio, ahora ante la noticia de este virus mi vivir como ser biológico está amenazado, y es a eso a lo que tememos. Si el virus fue producto de un acontecimiento natural, en algún momento éste ha servido para experimentar con nuestro viejo miedo a morir, a ser apartados de nuestros haceres. No hay Dios ni redención que pueda aplacar ese miedo, porque el mismo es tan nuestro como el yo que somos.
Ya llegará la noticia de que el virus ha sido sometido y encadenado a las mazmorras más oscuras, y saldremos aliviados y victoriosos a festejar el triunfo de la vida. Esta vez no haremos monumentos, ni sacrificios a ningún Dios porque el mundo carece de eso, sin darnos cuenta de nuestra soledad en el universo seguiremos festejando que hemos dominado a la bestia infernal.
¿Alguna mente perversa guardará ese registro conductual, puesto a prueba a escala planetaria? No lo sabemos. Tampoco hace mucha falta, pues el miedo siempre ha sido motivo de manipulación. Lo que ha cambiado en esta oportunidad es la dimensión y su aplicación. Igual lo hace la madre con el niño para que éste se someta a sus dictados, o una empresa lo hace con sus empleados.
Aunque nuestro vivir sea miserable u opulento es lo único que poseemos, por eso el rico y el pobre siempre cuidan de él, cada uno a su manera por supuesto. No tenemos otra cosa que esta desnudez que es vivir palmariamente y el miedo a perderla. Por eso, como canta Serrat, muchos macarras de la moral “te acosan por la vida azuzando el miedo”.

Consultoría y Asesoría Filosófica Obed Delfín