jueves, 25 de septiembre de 2014

PERCEPCIONES, ACTITUDES Y COMPORTAMIENTOS PARA ACCIONES EFECTIVAS: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

El origen de la mayor parte de las dificultades en la comunicación radica, primero, en la percepción individual o grupal que se tiene del otro; segundo, en la credibilidad que se tenga sobre el o los individuos que intentas generar un proceso de comunicación. 

Con respecto a la percepción, tenemos que captamos nuestro entorno según un conjunto de experiencias, individuales y colectivas, que hemos acumulado a lo largo de nuestro pensar-hacer. Por ello, definimos nuestros territorios según nuestros marcos de referencia o mapas, que vamos elaborando constantemente. De este modo, nuestras percepciones son inducidas por nuestra experiencia, la cual influye sobre nuestros sentimientos, creencias y comportamiento. En esto radica nuestra identidad narrativa individual y colectiva. 

Cuando se generan conflictos entre la percepción y la credibilidad, éstos pueden acabar en problemas complicados, no siempre del todo ciertos. Pues, a menudo se producen o «conflictos de personalidad» o «rupturas de comunicación», en casos más difíciles ambos a la vez. Muchos problemas de credibilidad se pueden resolver cuando ambas partes se dan cuenta de que éstos son originados por un asunto de percepción, en este caso, de falsa percepción. Acá se necesita un diálogo abierto y franco.

Para hacer posible el diálogo, éste tiene que fundarse en un conjunto de actitudes y comportamientos eficaces para resolver los problemas de percepción y credibilidad. Con respecto a las actitudes, éstas deben modificarse para dar paso a una nueva percepción. Por ejemplo, debo presuponer que el otro obra de buena manera; no cuestiono anticipadamente  su sinceridad ni sus buenas intenciones, es decir, no genero prejuicios. Me planteo cuidar esta relación porque quiero resolver la diferencia de percepción que se ha producido, ya que posiblemente no conduce a nada. Puedo solicitar la ayuda del otro para ver la situación desde su punto de vista, e incluso generar otro punto de vista. En este sentido, estoy dispuesto a ser influido por la percepción de la otra persona y dispuesto a cambiar. Esto no es el abandono de mi personalidad, ni de mi visión del mundo. Es una apertura necesaria.

Mi comportamiento también debe modificarse, pues estoy en medio de un conjunto de acciones prácticas en las que interactúo con otras personas. En este comportamiento efectivo, en primer lugar, debo aprender a escuchar para comprender al otro, ya que éste tiene y quiere decirme algo. Me habla porque quiere transmitirme algo. En segundo término, debo aprender a hablar para ser comprendido; el hecho de que yo hable no significa que todo el mundo ya me entiende. Recordemos que tenemos percepciones fundadas en narrativas diferentes, y estas percepciones pueden estar en conflicto o andar por carriles paralelos. Nada asegura que cuando hablo todos me entienden, e incluso me pueden entender en grados diferentes.

De allí que muchas veces, debemos comenzar nuestro diálogo a partir de un punto de referencia común o de un punto de acuerdo. Esto es importante, porque establecemos desde el inicio puntos comunes de entendimiento, y así podemos avanzar hacia las áreas de desacuerdo o conflictos. Al comprender este principio de entendimiento cambia nuestra manera de dialogar.  

Al plantearse este modo de dialogar se establece el principio de la posibilidad. Pues en vez  de decir «esto es de esta manera», como si fuese una verdad absoluta, planteo que veo tal situación «de una manera determinada»; acá abro la posibilidad de poner en la conversación un conjunto de percepciones válidas y posibles. En lugar de decir «esto es así», puedo plantear que «desde mi punto de vista» o  «en mi opinión». El efecto entre los dialogantes es diferente.  

Esta manera de expresarnos admite que la opinión de los otros es válida y que debe ser tomada en cuenta. Lo que decimos al otro, es que él es importante; que su opinión al igual que la mía es legítima y respetable; que quiero comprender cómo él ve las cosas. Y cuando no estamos de acuerdo con la otra persona, podemos decir con todo respeto «veo las cosas de forma diferente, comparto contigo cómo las veo yo». Aquí volvemos al aspecto de la credibilidad, porque esto tiene que ser algo sincero, y no mera retórica. El otro no es tonto, se dará cuenta que luego hacemos todo lo contrario a lo conversado. Allí nuestra credibilidad se esfuma.

A través de nuestras palabras y nuestras acciones construimos nuestras relaciones, de allí la necesidad de una sólida credibilidad. Lo que le da dimensión a la comunicación es el tipo de relación que establecemos. Sino establecemos una credibilidad cierta nuestras las líneas de comunicación estarán llenas de conflictos, debido a que establecemos relaciones interpersonales precarias.

Cuando nuestras relaciones se encuentran en tensión debemos tener cuidado con la expresión verbal y corporal que empleamos. Pues corremos el riesgo de ofender, de provocar una escena o de ser malinterpretados, y todo esto por una percepción tal. Cuando las relaciones son deficientes por falta de credibilidad, nosotros nos volvemos suspicaces y desconfiados, convertimos a la otra persona en alguien incapaz de generar un diálogo efectivo, y nuestros significados e intenciones están mediados por una experiencia de desagrado.


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martes, 23 de septiembre de 2014

EL CARÁCTER PERSONAL Y CIUDADANO DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La razonabilidad de nuestras acciones en el entorno colectivo o comunitario son las actitudes propias de nuestra ciudadanía, cuyas faltas deberían avergonzarnos a quienes somos incapaces de adquirirlas o de transgredirlas. Así como debiese avergonzarnos el incumplimiento de las normas de honradez, que se presupone debemos tener en nuestras responsabilidades públicas y privadas.

Que en nuestro entorno social prolifere la corrupción y la desfachatez sin que nos avergoncemos de serlo ni de hacerlo es muestra de nuestros desvaríos; éstos ponen de relieve que algo falla en nuestro carácter personal y social. Por los cuales no logramos forjar ningún carácter ciudadano, en el que han desaparecido las emociones sociales de la vergüenza y la culpa.
    
Hay que distinguir, nos dice Victoria Camp,  entre las «sociedades de la vergüenza» y las «sociedades de la culpa». En estas últimas, los ciudadanos interiorizan las normas y se sienten culpables cuando dejan de cumplirlas. En las sociedades de la vergüenza, por el contrario, todo está exteriorizado, los ciudadanos evitan ser sancionados externamente por lo que hacen mal; de este modo, evaden que su honor o su buen nombre sea mancillado. 

Las sociedades de la vergüenza, aparentemente, parecen más primitivas que aquellas en la que los ciudadanos han conseguido interiorizar las normas y sentirse culpables si las transgreden. La sociedad de la vergüenza parece que tiene poco que ver con una sociedad decente. Por qué.

En primer término, si una sociedad causa que los individuos se sientan avergonzados — o humillados— por su origen familiar, su religión, su etnia, o por su identidad, entonces podemos considerar que esa sociedad no es decente. En segundo lugar, una sociedad es decente si hace que un individuo se avergüence por ser criminal, o hace que el hijo de un criminal se avergüence de las acciones criminales de su padre. La sociedad no será decente, si no consigue que el hijo se avergüence de la postura criminal del padre.    

Nos preguntamos por los sentimientos de vergüenza y de culpa de nuestras comunidades, muchas veces los vinculamos a la pérdida de estima o a la imposibilidad de lograr ésta. Muchas veces los adjudicamos a los sentimientos de frustración permanente, que nos lleva a estados de desvergüenza, de acoso sobre el otro.  

Llegados a este punto, debemos distinguir entre la «vergüenza natural» y la «vergüenza moral». La primera es involuntaria, ésta es dada, primero, por la incapacidad de ejercitar ciertas virtudes; segundo, por no disponer de bienes que todos debiésemos tener, lo cual nos impide lo que quisiéramos hacer o lograr lo que aspiramos.

La vergüenza moral, por su parte, es la que sentimos cuando vemos en nosotros mismos la falta de virtudes morales que deberíamos haber adquirido. Ambas vergüenzas disminuyen nuestra estima, aunque como apreciamos por razones distintas.

En la vergüenza natural, el defecto no depende de nosotros. En la vergüenza moral sí depende de nosotros, está en nuestra potestad. En esto radica su diferencia. De allí que la vergüenza aparece en el ámbito del bien. La culpa, por su parte, en relación con la justicia. El sentimiento de culpa aparece porque alguna norma o relación de confianza ha sido  vulnerada. Lo que provoca vergüenza en el sujeto es que éste ve mermados sus propios valores morales.

La vergüenza natural debiera desaparecer en una sociedad equitativa, pues ya no se dan las condiciones para sentirla. Es propio, entonces, de las sociedades no equitativas la presencia de la vergüenza natural. La vergüenza moral y la culpa, por el contrario, son necesarias y constructivas en una sociedad decente. Puesto que en ésta se fundan criterios más o menos explícitos como el del respeto mutuo y la reciprocidad; imprescindibles para que no prevalezcan los comportamientos antisociales.  

En nuestro comportamiento desvergonzado, la libertad la hemos separado de la responsabilidad. Hemos convertido la libertad —nuestra libertad— en el valor supremo. Sin embargo, no hemos hecho lo mismo con la responsabilidad, con nuestra responsabilidad. A ésta la obviamos porque sin responsabilidad es más fácil vivir.

Bien sabemos que no puede haber una sociedad que descanse sólo en la libertad, y mucho menos cuando ésta se ha convertido en algo vacuo. Porque la libertad no es el único valor de la sociedad. Además, existen otros valores sociales cuyo reconocimiento efectivo y teórico limitan la libertad.



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jueves, 18 de septiembre de 2014

DE LA NECESIDAD DE LAS EMOCIONES NEGATIVAS EN LA CONSTITUCIÓN DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

En nuestra sociedad del placer y de la felicidad mencionar las emociones negativas espanta. Casi hay que conjurar la presencia de éstas. Aun cuando no me parece adecuado adjetivar las emociones fuera de contexto, en este caso me parece pertinente para tratar unas consideraciones que desarrolla Antonio Damasio en su obra El error de Descartes[1].

            Adjetivar las emociones fuera de contexto es propio de aquellas tendencias reduccionistas, que se mercadean como visiones amplias y abiertas. Por ello, nos hemos acostumbrado a que cuando oímos mentar de las emociones negativas echamos a correr despavoridos, para resguardarnos en nuestras emociones positivas; que son las únicas, según estas tendencias, de salvarnos de este mundo. Solo etiquetas. De aquí la importancia del trabajo de Damasio.    

Antonio Damasio señala, en la obra antes indicada, que nuestras estrategias evolucionan porque somos capaces de comprender que nuestra supervivencia está amenazada, o que la calidad de nuestra vida es posible mejorarla. A partir de allí nos planteamos un otro conjunto de estrategias, con las cuales enfrentamos la necesidad de nuestra existencia física y mental.

Tales estrategias, dice Damasio, evolucionan en aquellos individuos cuyo cerebro, en primera instancia, presenta las «características estructurales» de una amplia capacidad para memorizar categorías de objetos y sucesos; lo cual les permite establecer representaciones de disposiciones sobre entidades y sucesos a nivel de categorías. Desarrollamos una actividad pensante que está más allá de la realidad sensible.

En segundo término, evolucionan aquellos individuos cuyas «características estructurales» presentan una amplia capacidad para manipular los componentes de las representaciones memorizadas, las cuales les sirven para diseñar nuevas situaciones mediante combinaciones inéditas. Acá lo principal es la imaginación, por medio de ésta podemos hacemos recreaciones de escenarios imaginarios, prevemos resultados que no hemos visto, formulamos proyectos nuevos o diferentes, y determinamos nuevos objetivos operacionales que extienden las posibilidades de nuestra vida.

Un tercer aspecto a considerar, es la posibilidad de tener una gran capacidad para almacenar los recuerdos de las recreaciones que nos planteamos, es decir, de los resultados que hemos previstos, de los nuevos planes y las nuevas metas que nos hemos propuesto. Lo que Damasio denomina tener «memoria del futuro». Estamos hablando de lo que nos planteamos a futuro, nuestros planes más allá de un presente inmediato.

Y estas «características estructurales» de nuestro cerebro ¿por qué nos son necesarias para la conformación del sujeto? Porque el dolor y el placer, según Damasio, son los resortes que nuestro organismo requiere para que nuestras estrategias instintivas y las adquiridas operen con eficacia. Así moviéndonos en esta dualidad se despliegan los mecanismos que van controlando el desarrollo de nuestras estrategias sociales.

De este modo, cuando en los grupos sociales experimentamos dolorosas consecuencias de fenómenos psicológicos, sociales y naturales, nos es posible desarrollar tácticas intelectuales y culturales para lidiar, y atenuar, la experiencia del dolor. Asimismo, para la experiencia del placer, pero para éste funciona otro mecanismo. 

Venimos a la vida con un mecanismo pre-organizado, nos dice Damasio, para darnos las experiencias del dolor y del placer. Nuestra historia individual y la cultura en que nos desenvolvemos pueden modificar el umbral para iniciar o suministrarnos medios diferentes para amortiguar tales experiencias. Pero el dispositivo esencial está en nuestro cerebro, y con él nacemos.

¿Para qué sirve tener este mecanismo pre-organizado? La razón, según Damasio, la podemos relacionar con que es el sufrimiento quien nos pone sobre aviso ante las circunstancias. De este modo, la experiencia de sufrir o del dolor ofrece la mejor protección para la supervivencia; ya que acrecienta la probabilidad de que nosotros estemos atentos a escuchar las señales, y actuemos en consecuencia para evitar lo que causa la experiencia del dolor o actuemos para corregir los efectos de tal experiencia.

De esta manera, al ser el dolor un resorte o impulsor, éste permite el despliegue de pulsiones e instintos para desarrollar nuestras estrategias pertinentes ante este estado de cosas. Por otra parte, la alteración durante la percepción del dolor está acompañada de impedimentos conductuales. En los individuos nacidos con la condición conocida como «ausencia congénita de dolor» nunca adquieren estrategias conductuales adecuadas, nos indica Damasio; estos individuos viven en una especie de vida anestesiada. Es el dolor, lo que nos impulso a establecer tales estrategias conductuales. Estos «dispositivos-resorte» tienen un papel en el desarrollo de estrategias de toma de decisiones.


El dolor y el placer no son imágenes especulares entremezcladas, por lo menos en cuanto al rol que desempeñan éstas en la supervivencia. La señal de dolor, razón de las emociones negativas, es la que más frecuentemente nos aparta de un peligro inminente, mediato o inmediato. Nos permite el estado de alerta necesario para sobrevivir en nuestras relaciones con el mundo, aun con el mundo social. Por ello, parecen existir, dice Damasio, una variedad mucho más abundante de emociones negativas que positivas. Pues el placer nos hace distendido, no estar alerta e incluso llegar a cierta molicie. Recordemos el cuento de Borges Los inmortales

No obstante, las causas de las emociones causadas por el dolor o el sufrimiento en un entorno hostil mutan; ya no nos enfrentamos a los otros en un estado de naturaleza, pues vivimos en un entorno urbano. Pero seguimos viviendo en un entorno social, compartido que nos incita a estar alertas. Y son nuestras emociones negativas las que nos permiten elaborar estrategias. No estoy abogando por un vivir en un estado de emociones patológicas o enfermizas, solo estoy mostrando que las llamadas «emociones negativas» nos son favorables en un contexto determinado. Por ello, adjetivar las emociones sin un contexto es algo errado.       



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[1] Antonio Damasio. El error de Descartes (la razón de las emociones) Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1999. 

martes, 16 de septiembre de 2014

HONOR Y LEGITIMACIÓN EN EL LIDERAZGO DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Cuanto más honrados y respetados nos consideramos a nosotros mismos más genuinamente podemos establecer relaciones con los otros. Y de allí podremos generar algún tipo de liderazgo legítimo con respecto de los demás, y ellos sobre nosotros. Pues recordemos que el liderazgo no actúa en un solo sentido, es bidireccional. Se pueden mencionar muchos aspectos a considerar en la interrelación de liderazgo, los cuales pueden hacer posible que aumente el honor y el poder en la praxis del liderazgo.

Por ejemplo, consideremos en primer lugar, la persuasión. Ésta incluye en las actividades del liderazgo un compartir de razones y razonamientos, en la que es necesario defender con firmeza razonada una posición o un deseo manteniendo, a la vez, un auténtico respeto por las ideas y perspectivas de los otros. Si el líder impone sus ideas sobre los otros, entonces no persuade, solo es impositivo. No debemos confundir imponer con persuadir. La persuasión radica en explicar los diferentes porqués y cómos a los demás. Lo que conlleva al compromiso de las partes que han entendido las razones aducidas, y se ha establecido, además, un proceso de comunicación para alcanzar beneficios mutuos y resultados satisfactorios.

Otro aspecto que podemos considerar en el liderazgo es la paciencia en los procesos y con las personas, algo difícil para los temperamentos coléricos. Mantener la paciencia, a pesar de los errores, defectos e inconvenientes producidos durante los procesos, que pueden ser tanto del líder como de los otros, es algo necesario. Pues muchas veces, las expectativas y metas que se han fijado no son alcanzadas satisfactoriamente. Y allí se genera un estado de impaciencia. Es necesario, entonces, restablecer una perspectiva de mediano y  largo plazo, con el compromiso de seguir fiel a los objetivos planteados teniendo en cuenta que los obstáculos y los contratiempos inmediatos son parte inherentes de todo proceso.

La delicadeza en el trato, eso que muchos llaman tratar a la gente con guante de seda, es relevante en y para la consolidación de un liderazgo, esto no quiere decir un trato hipócrita. La delicadeza en oposición al rigor, a la dureza y a la presión extrema cuando se afrontan puntos vulnerables evita desplantes innecesarios, y heridas en los sentimientos de entre quienes están involucrados en llevar adelante un proceso determinado. El trato cortes y firme siempre es imprescindible para expresar los diversos puntos de vista en los equipos de trabajo, las relaciones sociales, la vida familiar…

Algo que debe tener un individuo que se plantea desarrollar un liderazgo personal, comunitario, organizacional o empresarial es la disposición franca de aprender de los demás. Saber que el otro  tiene siempre algo que aportar directa o indirectamente a las alternativas de solución. Y además, que siempre estamos en un proceso de aprendizaje. Estar dispuesto a aprender de los demás significa que no tenemos las respuestas ni los datos para todo; que estamos abiertos a escuchar; que valoramos los diferentes puntos de vista, juicios y experiencias que los otros tienen y que son válidas.

Otro de los aspectos cardinales en todo liderazgo honorable es la aceptación de los otros. Que consiste en abstenerse de elaborar de prejuicios innecesario sobre los otros. Y dijo prejuicios, a esa acción y efecto de prejuzgar, de dar opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable acerca de algo que se conoce mal, tal como lo define el DRAE. No me refiero a juicios, ya que éstos son parte inherentes de nuestro hacer. Al abstenernos de elaborar prejuicios sobre los demás permanecemos en una actitud abierta; otorgamos el beneficio de la confianza inicial, no exigimos ni la afirmación ni la negación de la estima del otro; asimismo el otro nos dará su confianza y su apertura.  

La sensibilidad, la preocupación y la consideración para con los otros, es decir —el cuidado del otro— determina los tipos de relaciones que establecemos con las personas. Tener presente la condición humana del otro es fundamental para establecer relaciones sinceras y cooperativas. No hay pequeños detalles, hay detalles y consideraciones a los cuales hay que estar atento; y en caso de cometer un error en la consideración del otro, siempre está la posibilidad abierta de pedir disculpa o perdón.     

Ya he indicado antes la necesidad de tener una actitud sinceramente abierta. No que sea un mero slogan. Una actitud abierta se funda en un pensar-hacer abierto y tolerante. No es una actitud externa, es una condición de ser. Una actitud abierta operativamente consiste en reunir información precisa sobre los otros, para detectar cuáles son sus perspectivas personales, sociales o empresariales, depende en cuál ámbito se desarrolle, para que éstas puedan convertirse en un valor de acción, de praxis. Lo cual está más allá de concentrarse exclusivamente en el comportamiento de los otros. Es lograr resultados a partir de sus perspectivas.

Antes he indicado que siempre está abierta la posibilidad de la disculpa, del perdón; esto lo denomina Covey la confrontación compasiva. Ésta consiste en reconocer el error, la equivocación propia o colectiva, y la necesidad de que todos, en equipo, se comprometan corregir la dirección errática en que se pueden encontrar en un momento dado. Para ello es preciso establecer un contexto de auténtica preocupación y sinceridad en el equipo, con el objeto de hacer sentir a todos que es posible arriesgarse a tomar iniciativas sin menoscabo de la seguridad del equipo, pues hay mutua confianza.

La consistencia personal en el pensar-hacer determina el modo en que el liderazgo se despliega. Si planteo un liderazgo de persuasión, pero práctico un liderazgo que adopta técnicas de manipulación, pongo en entredicho mi pensar-hacer cuando las situaciones no se hacen como he propuesto o como se ha llegado según un acuerdo establecido. Acá enfrentamos una crisis, un cuestionamiento de nuestra consistencia personal, nos encontramos acorralados. Por el contrario, si la consistencia personal, comunitaria, organizacional y empresarial se mantiene en sí, se convierte en un marco de valores, en un código de acciones, que llega a determinar la manifestación del carácter de la persona o de la comunidad que actúa. En última instancia, se convierte en la imagen de quien se es y qué es uno mismo.
           
De la mano con la consistencia personal está la integridad. Que radica en armonizar honestamente nuestras palabras, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos y nuestros actos. Con el fin de tener una actitud favorable para con los demás.  Donde los distintos tipos de relaciones se fundamentan en la bondad, en la sinceridad, en la cooperación, en compartir mutuamente, en tratarse y ser iguales; en esto consiste la integridad en cualquiera de los ámbitos en que nos desenvolvamos. De este modo, la persona que actúa en función de principios y descubre el valor que él tiene para sí y para los otros; además, de lo que los otros valen para él.



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jueves, 11 de septiembre de 2014

EL CARÁCTER Y LOS VALORES DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Muchas veces recurrimos y fomentamos un ethos situacional, en el cual decidimos continuamente lo que es bueno, correcto o equitativo. No obstante, carecemos de valores vecinales, comunitarios, organizacionales o empresariales compartidos, e incluso podemos indicar que carecemos valores personales constantes. Es decir, nos movemos de situación en situación. Navegamos a la deriva, sin un rumbo más o menos trazado. La vida, como cosa externa, se encarga de pasarnos factura al vivir de esta manera.

El sujeto necesita poder desarrollar principios centrados en valores. Que no son sólo valores personales, sino valores compartidos en los ámbitos vecinales, comunitarios, organizacionales y empresariales en los cuales él se desenvuelve. Nuestros valores personales son nuestra marca de calidad, lo que nos distingue y da excelencia a todas las relaciones sociales y personales. Según los valores que asumamos así seremos.  

Si basamos nuestros valores, por ejemplo, en el honor, nuestro liderazgo personal o colectivo honrará a los individuos que nos acompañan en el hacer común, ya que éstos optan libremente por colaborar con nosotros; porque él también, como sujeto libre, honra el valor del honor de acompañar al otro. Los valores que asumimos, repito, determinan nuestros carácter, nuestro ethos. Hace distintivo nuestro pensar-hacer. De este modo, el poder de hacer centrados en principios se convierte en algo sustancial y activo de nuestro ser.

Es un poder sustancial a nuestro ser porque no depende de algo solamente externo, las cosas no la hacemos porque se nos ocurra o no por ser algo meramente deseable o indeseable. Nuestro pensar-hacer no es algo que nos viene desde nuestro propio ser; con esto no niego nuestra relación necesaria con lo externo, sólo que éste no nos determina en su totalidad.    

Este nuestro poder, de nuestro ethos, nos hace sujetos activos, pues adoptamos y elegimos nuestras opciones basándonos en principios a los cuales estamos conscientes y firmemente conciliados. Así nuestro poder centrado en principios y valores se originan y reafirman cuando nuestras relaciones con los demás coinciden en aspectos comunes y disimiles.

En este sentido, nuestro carácter y valores son algo voluntario, no forzado. Pues nuestras decisiones y acciones personales coinciden con nuestras propias metas y fines. Además, de coincidir con las metas y fines de otras personas con las cuales compartimos nuestras acciones de vida. Estos valores y principios aparecen en común cuando creemos, con la misma firmeza, en el fin o la meta que nos hemos propuesto.

Cuando nuestro poder está centrado en principios estimula nuestro comportamiento ético de respeto; porque la lealtad, por ejemplo, se basa en principios que se manifiestan en la consideración de las personas como sujetos libres y dueños de su propio pensar-hacer. El hacer ético se sustenta, entonces, en el compromiso de hacer lo correcto conmigo y con los demás, es un compromiso sincero, no situacional.  

De este hacer ético emana el poder y el respeto a los principios que motivan nuestro hacer y el de los demás, establecemos una simbiosis de voluntades comunes para arriesgarnos a hacer cosas correctas, porque éstas son valoradas como acciones conforme a nuestra conducta moral para con nosotros mismos y con los otros; signan nuestro actuar moral y nuestras acciones prácticas de la vida.

Acá entonces podemos hablar de opciones de liderazgo del sujeto, al decidir o elegir éste cuál será la base en que se fundamente su poder de actuar con él y los demás. El individuo decidirá si su liderazgo estará basado en la coerción, la utilidad o los principios. Su decisión signará las relaciones que él establecerá con los demás, y la que los demás establezcan con él. Ya que el liderazgo es algo recíproco; por ser, en última instancias, interrelaciones humanas.  

Por ello, si un líder carece de las habilidades interactivas adecuadas y favorables para establecer interrelaciones humanas, o de la capacidad de permanecer fiel a sus principios y valores cuando está bajo presión externa y interna, o de una trayectoria de integridad personal y confianza con los demás, es prácticamente imposible que establezca relaciones éticas. Por ello, tiende a recurrir a la coerción o la utilidad.

Para aumentar nuestro poder centrado en principios y valores debemos adoptar compromisos a largo plazo, no compromisos situacionales. Debemos fortalecer la confianza en nosotros mismos, en nuestras relaciones personales y sociales, ya que éstas son el fundamento de la fuerza intrínseca de nuestras interrelaciones humanas. No podemos fingirnos a nosotros mismo sinceridad por demasiado tiempo. A la larga, quedamos desnudos ante nosotros mismos; más adelante ante los demás.

Cuanto más honrados, respetados y genuinamente considerados seamos con nosotros mismos, más poder de respecto tendremos para con los demás; y ellos lo tendrán para con nosotros. No existe ni sujeto en solitario ni líder sin relación con los otros.  


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martes, 9 de septiembre de 2014

DEL COMPORTAMIENTO COMPETITIVO A LA DESTRUCCIÓN DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Esta preferencia por el comportamiento competitivo que nos ha sido impuesta desde fuera; que era, en alguno caso todavía sigue siendo, el ideal en las empresas, las escuelas, esto es, de todo el hacer de la vida, ha dado al traste con la idea de una vida en cooperación, de una vida en sinergia. Pues, como todos sabemos, ha alimentado un exuberante individualismo enfermizo sustentado por antidepresivos y ansiolíticos.    

Se pensó y se piensa que la competencia es una de las principales manifestaciones de las tendencias autoafirmativas del sujeto y de nuestra sociedad. Sin embargo, la competencia nos lleva a desarrollar y permanecer en un comportamiento basado únicamente en la agresividad y la competitividad contra el otro. Porque en eso se basa la competencia «en ir contra el otro». Lo que a la larga hace imposible nuestra vida personal y social.

Puesto que, hasta los individuos más ambiciosos y competitivos tienen, en un momento dado, la necesidad de apoyo moral; de comprensión racional-emocional; de contacto humano y de momentos de una espontaneidad despreocupada y de reposo. Necesitan dejar estar alerta. Porque la permanente tensión personal y social produce mucho desgaste físico y mental. El permanente estado de tensión excluye el ensimismamiento, que es necesario para la reflexión.   

En este estado de distorsión, me refiero al estado permanente de competitividad, a menudo se obliga a las mujeres, en particular tomadas como objeto de uso, a satisfacer las necesidades de apoyo, comprensión, de contacto humano. En este universo, son las secretarias, las recepcionistas, las anfitrionas, las enfermeras, las amas de casa…  quienes realizan los servicios que facilitan la vida del hombre competitivo, así mismo a las mujeres competitivas. Les crean la atmósfera que necesitan para tener éxito en su empresa.

Éstas, como señala Capra, dan el apoyo moral a sus jefes y les preparan café; ayudan a limar asperezas en la oficina, son las primeras en recibir a las visitas y entretenerlas con su amena charla. Las mujeres proporcionan la mayor parte del contacto humano, hacen el café o el té, ofrecen galletitas mientras se discuten asuntos propios de la competitividad.

Todos estos servicios de apoyo corresponden a una actividad femenina, concebida de nivel inferior. Por el contrario, la actividad competitiva y, supuestamente, autoafirmante es superior en la escala de nuestros valores sociales. Así aquellas o aquellos que realizan la actividad de apoyo ganan menos dinero, pues su valor es menor. Esto mismo lo vemos como un espejo en las actividades de terapeutas, de autoayudas, coaching, conferencistas motivacionales…

De allí que la estrategia por las propiedades cuantificables de la competitividad ha tenido gran éxito. Y estemos rodeados por auras e impulsos del éxito, de la abundancia, del bienestar; todas concebidas como la competencia y el triunfo sobre la normalidad; todos ansiamos ser distintos, no pertenecer a lo colectivo. Ser individualidades destacadas, hacia ese pedestal nos dirige toda la verborrea triunfalista de una terapéutica competitiva e individualista.  

No obstante, como señala R.D. Laing: «Desaparece la vista, el oído, el sabor, el tacto y el olfato y junto con ellos se van también la estética y el sentido ético, los valores, la calidad y la forma, esto es, todos los sentimientos, los motivos, el alma, la conciencia y el espíritu. Las experiencias de esta índole han sido desterradas del reino del discurso científico».

La obsesión competitiva, por las medidas y cantidades, ha sido el factor determinante de muchas vidas desgraciadas, al verse asimismo como unos derrotados no importando cuántos libros de autoayuda se hayan podido leer o a cursos hayan asistido. El sentido de la autoafirmación competitiva es ilusorio, y pasa factura irremediablemente. 

La competitividad hace que la razón se escinda de la emoción, hace que la primera aparezca como más cierta que la segunda. Llega a la conclusión de que ambas cosas son entes separados y distintos. Por consiguiente, se afirma que la razón no incluye la emoción. Esta  distinción razón y emoción, como excluyentes entre sí, ha calado hondo en el hacer de la gente que se decide por ser competitiva. Ya que nos enseñado a pensar en nosotros mismos como «egos aislados» dentro de nuestro «cuerpo social» que nos estorba.   

Nos ha hecho conceder más valor al trabajo intelectual que al manual; la razón sobre la emoción; la mente sobre el cuerpo. La industria no vende intelectualidad. Vende al público productos que le darán un cuerpo ideal, vende emociones y experiencias placenteras. Promociona el gasto no la inversión en el sujeto. Impide considerar las dimensiones psicológicas del sujeto, sólo es considerado un objeto de placer, el cuerpo sin mente ocupado en una belleza que parece real. Todo esto en aras de la competitividad y del éxito.   



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jueves, 4 de septiembre de 2014

EL SUJETO Y SU PROPIO LIDERAZGO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

En la práctica de la consultoría filosófica es necesario estudiar constantemente las cuestiones que se refieren a la cultura de la gente, con el objeto de mejorar las puestas en práctica de las estrategias y los logros que cada individuo desea integrar en su vida personal y cooperativa con los otros.

Pues el hacer-pensar personal tiene la voluntad de pasar por una relación constituyente o un conflicto, si es necesario, con su propio ser y hacer. Ya que el sujeto pone sus cuestiones sobre el tapete, con el objeto de afrontarlas y lograr un profundo compromiso consigo mismo, lo que redundará en reflexivas y eficaces decisiones. Pues éste se ha comprometido con un pensar-hacer reflexivo.

El poder de ser líder de sí mismo radica, en primer término, en poseer un carácter honorable consigo mismo y luego con los demás. En segundo lugar, en ejercer el ejercicio de ciertas reglas y principios por el poder que nuestra voluntad se impone así mismo, y con los otros. En muchos casos no somos líderes de nosotros por miedo de asumirnos como sujetos de nuestras propias acciones.

Tememos lo que nos pueda ocurrir si no hacemos aquello que se nos pide. En este aspecto, estamos un otro u otros ejercen un poder coercitivo sobre nosotros; nos movemos por un poder externo. En este caso, nuestra sumisión se ha creado va el manto del miedo de lo que me va a suceder o voy a perder si no hago o no cumplo con lo que ese poder externo me ha pedido. Incluso ese poder externo me lo puedo haber creado yo.

Por qué debemos asumir nuestro propio liderazgo. Una respuesta posible, entre otras, puede ser que al ser líderes de nosotros mismos obtenemos los beneficios propios de ser eso que nos hemos planteado ser. Obtenemos, de esta manera, un poder utilitario de nosotros mismos; ya que el poder que se da en esta relación conmigo mismo se basa en un intercambio útil de bienes y servicios. Bienes y servicios de mi pensar-hacer, que me lleva a sentirme y saberme placentero para conmigo.
           
            Al desplegar un liderazgo honesto, reflexivo y honorable conmigo mismo, desarrollo una calidad personal que se basa en establecer relaciones sinceras con las demás personas, relaciones que se fundan en la honestidad de creer en el hacer-pensar que ellas están llevando a cabo. Las relaciones se establecen en la confianza, el respeto y la honradez mutua.

El poder coercitivo se fundamenta, ya es sabido, en el miedo. Impide el liderazgo personal y el interpersonal, ya que todas las relacione se asientan en el miedo. Denominar al individuo coercitivo «líder» es un contrasentido, pues no tiene seguidores. Lo que tiene a su disposición, de manera forzada, son seres que están al acecho para tomar revancha. No se establece, por tanto, ninguna relación honesta ni de confianza. Lo que espera el individuo coercitivo de los demás es sumisión.    

El enfoque de la coerción o de “mano dura” es poco defendido en público, incluso es abiertamente rechazado. Pero muchos lo usan; sea porque se justifica frente a algunas amenazas que se ciernen sobre los resultados que se desean alcanzar, o porque se considera conveniente y parece funcionar en un momento o situación determinada. Es algo que se debe evaluar, no se puede asumir una posición determinante a priori.

Lo que sí es cierto es que su práctica y eficacia de manera permanente y continua es mera ilusión. Ya que el poder coercitivo termina imponiendo sobre los individuos una nefasta carga psicológica y emocional, que a la larga alienta la sospecha, la mentira, la deshonestidad y la disolución del individuo y de toda posible relación interpersonal.

Establecer un conjunto de relaciones personales, comunitarias, organizaciones y empresariales  sólo mantenidas y unidas por lo utilitario, puede llegar a ser perverso. Aunque se dé la sensación de equidad y justicia en éstas. Pues aunque los individuos sientan que se les retribuye equitativamente por lo que dan, la relación se mantendrá hasta que éstos se den cuenta que sólo son un algo utilitario. Acá estoy haciendo uso de lo «utilitario» de manera diferente a como he planteado el «poder utilitario». El segundo emana de mi propio pensar-hacer, el primero del uso de un individuo por el otro.     

La sumisión que se funda en lo utilitario es una relación influida por el control. Se reconoce la acción con los otros desde la perspectiva de no fiarse mucho de ellos. Las personas van unas tras otras porque les resulta funcional, les sirven para algo. Esto es, les permite el acceso a aquello que alguien controla gracias a su posición social o laboral, su pericia o a su carisma. Tengo al otro como un objeto de uso.

La naturaleza de este seguimiento es respuesta de utilidad. Las relaciones basadas en lo utilitario conducen al individualismo mezquino, no al trabajo en equipo y a la eficacia del grupo. Ya que cada individuo busca su beneficio, y cuando esta actitud se institucionaliza el individuo es recompensado por prestar atención a sus propias perspectivas y deseos. Algo muy propio en nuestro pensar-hacer cotidiano.



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martes, 2 de septiembre de 2014

EL INDIVIDUO Y SU VERGÜENZA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Muchas veces nos vemos y sentimos desgarrados por la reprobación de aquellos que se avergüenzan de manifestar lo que quisieran hacer y, además, no se atreven a decir lo que sienten. A veces, a muchos individuos se les ha educado para sentir vergüenza, y en el peor de los casos vergüenza de sí mismos. Se nos hace sentir vergüenza cuando no nos ajustamos al tipo ideal, al deber ser que el paradigma familiar, personal, comunitario, organizacional, y empresarial se ha encargado de definir para todos nosotros. Esta es una vergüenza destructiva sin paliativos.

Existe otra vergüenza, por medio de la cual constituimos nuestros imperativos morales; pues a través de ésta ponemos de manifiesto los valores a los cuales nos adherimos por propia voluntad. Por ejemplo, es la vergüenza que podemos sentir cuando hemos sobrevivido a alguna situación a sabiendas que la mayoría no ha tenido la misma suerte; y deseamos sinceramente que ellos también hubiesen sobrevivido.  

En este sentido, la vergüenza que tiene dos rostros. Por una parte, la vergüenza de quien se siente privilegiado entre una multitud por haber sobrevivido ante una situación; por ejemplo, cuando hemos aprobado un examen y sabemos que nuestros amigos no lo han hecho. Por otra parte, la vergüenza de sentir el rechazo y el tedio por pertenecer a un grupo —social, familiar, empresarial, organizacional—que se deshonra a sí mismo.

Todos los sentimientos, entre ellos la vergüenza, son ambivalentes. Sin embargo, éstos pueden ser apropiados o inapropiados según un fin o meta propuesta. Por eso es importante el papel de éstos en la formación moral de nuestra personalidad. En el caso de la vergüenza, se han resaltado más los aspectos inapropiados que los apropiados. E incluso, en muchos casos, consideramos que la vergüenza es emoción negativa.

Rechazamos la vergüenza por considerar a ésta un afecto que nos puede llevar a la tristeza. Ya que como señala Spinoza, la vergüenza es «la tristeza acompañada por la idea de alguna acción que imaginamos vituperada por los demás». Nosotros imaginamos que la acción puede ser descalificada; damos rienda suelta a nuestra imaginación y ésta a veces es engañosa y no refleja la realidad. Pero a veces acierta correctamente.         

Por conducirnos a un sentimiento triste y por el efecto que produce en nuestras acciones, por lo general, consideramos que la vergüenza es una emoción inadecuada. Desdeñamos la vergüenza porque consideramos que es un obstáculo para nuestra estima, esto es, nuestra estimada queda afectada por tal sentimiento. El caso contrario, es la alegría, la cual consideramos que hace que en el individuo brote el mí mismo y potencia el hacer de éste. Pensamos que el estar contento de sí mismo ayuda a vivir. De allí que nos inclinemos, incluso en demasía, por la alegría y huyamos de la vergüenza.    

Por otra parte, la vergüenza, discurrimos, lleva a que nos escondamos de nosotros mismos y de los demás. Hace que huyamos de nuestra existencia que imaginamos, por el paradigma impuesto, que no encaja en lo establecido social, empresarial u organizacionalmente.  Pues por medio de ese paradigma llegamos a menospreciarnos y desdeñarnos de lo que somos. 

Aristóteles, considera que la vergüenza es un rasgo necesario de la naturaleza del hombre. He interroga «¿Un ser que no ha sentido vergüenza es un ser humano?» El valor de la magnanimidad es lo opuesto al valor de la vergüenza. Indico el valor. Y el Estagirita, señala que el magnánimo es quien posee un alma grande; es virtuoso y se enorgullece de serlo; lo expresa  sin mezcla de rubor porque es honrado y digno de grandes cosas, estas son las actitudes entre otras cosas del individuo magnánimo. Por el contrario, quien se queda corto ante la vida es pusilánime, el que extrema su magnanimidad es vanidoso. Ahora bien, ambos extremos no reflejan la mesura que le corresponde al individuo virtuoso.     
           
En esa mesura aristotélica, la vergüenza ocupa un lugar importante. Ya que para el filósofo es bueno y necesario cultivar una cierta vergüenza. Porque en el ideal humano de no tener que avergonzarse de nada y poder caminar con la cabeza en alto como lo hace el magnánimo, la vergüenza es un factor importante para llegar a esta condición de magnanimidad. Por el contrario, la vergüenza mal administrada o que no la pongamos a un fin elevado puede aniquilar el pensar-hacer del individuo, e impedirle cumplir su cometido de llegar a ser magnánimo. Recordemos la vergüenza es una pasión, no es una virtud o un modo de ser. Sentimos vergüenza porque ésta acompaña a las malas acciones que hemos realizado.

Como estamos inmersos en un mundo en el que quedan pocos rastros del sentido del honor, o mejor dicho nuestro sentido del honor es otro no fundado en ningún valor de honestidad, honradez ni magnanimidad. A veces, nostálgicamente, echamos de menos una cierta moralidad individual, pública o común como precepto válido de la libertad; o como indica  Mill, «el de no hacer daño a los otros y respetar la libertad de cada individuo». Pero hemos prescindido de las normas de respeto mutuo y reciprocidad. Y así también hemos prescindido de la vergüenza, como medida en la construcción de la magnanimidad del sujeto.


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