jueves, 29 de noviembre de 2012

LYOTARD J. F.: EL SENTIMIENTO SUBLIME


Lo sublime es fundamentalmente condición de lo negativo, pues no acude ni a la forma ni a la imaginación. El sentimiento sublime es la impresión de un pensamiento, un sordo deseo de ilimitación. Aparece como algo súbito y sin porvenir. “Es esa una extraña sensación que ningún objeto, incluso un uno inmoderado o sin forma, puede provocar un extraño valor de placer o displacer”[1].

El sentimiento sublime es una acogida inmediata de lo que se da; un pathos, una pasión. Es un sentimiento de diferendo, sentimiento doble de terror y de exaltación. Lo sublime es pena frente al terror de la privación –que no suceda nada– y placer de alivio porque acontece algo. Se puede afirmar que el acontecimiento de lo sublime es la presencia del pensamiento  y el pensamiento sobre la libertad.

El «diferendo», como señala Lyotard, se dice también discrepancia, disenso, heterogeneidad, inconmensurabilidad, paradoja, disonancia y se relaciona con la resistencia. La afirmación de que en el límite de la sensación arranque la nada; da sentido a las reflexiones de Lyotard sobre la estética de lo sublime que implica ser despertado de la nada, de la desafección.

El diferendo, en lo sublime, da una estética vigorosa, enérgica, resistente a lo presente. Al afectar, lo sublime despierta el ánima al pensamiento y la reflexión, frente a la miseria y al terror que el pensamiento ya no suceda más, apagado, asfixiado por lo presente.

Es acontecimiento de la presencia del pensamiento. Lo sublime da testimonio de lo indeterminado al hacer ver que hay algo que no es determinable. En lo sublime, lo indeterminado y no determinable se llama lo impresentable, lo irrepresentable, lo inexpresable, lo desconocido, lo intratable, lo inhumano. Estos términos, lo sublime se relaciona con lo que no se ha determinado aún en lo presente, y hace referencia a lo que no debería determinarse.

Lo sublime no se puede exponer, ya que la razón llega a sus fronteras. Por lo cual el juicio estético se suspende. No puede universalizarse mediante ninguna la ley, pues tiende a una insatisfacción exultante. El placer de lo sublime sólo puede comunicarse a través del sentimiento mismo. “El sentimiento sublime, que es también el sentimiento de lo sublime es, según Kant, una afección fuerte y equívoca: conlleva a la vez placer y pena. Mejor: el placer procede de la pena”[2].

El sentimiento sublime se produce a través de una conformidad con la causalidad libre. Pertenece a un fuera de la razón, a una ausencia de forma, a una comunicabilidad distinta. El autentico sentimiento de lo sublime, nos indica Lyotard, “es una combinación intrínseca de placer y de pena, el placer de que la razón exceda toda presentación, el dolor de que la imaginación o la sensibilidad no sean en la medida del concepto”[3].

Al no haber una ley unitaria de lo sensible se da, por el contrario, una dispersión que tiende a disipar toda ilusión representativa. En este aspecto, lo sublime es el efecto que resulta de la desproporción con el deseo, la resistencia encontrada de la virtud y las pasiones. “La sentimentalidad sublime exige en efecto, para tener lugar, una sensibilidad hacia las Ideas que no es natural, sino obtenida por medio de la cultura”[4]. Se trata de manifestación y circulación de afectos.

Lo sublime se muestra como forma arbitraria y violenta que se impone en la estética. Reconoce, Lyotard, en lo contemplativo el deleite del miedo, que envuelto en lo sublime será de la nada que es. Un ahondar en el abismo del fracaso de la imaginación que genera miedos atractivos, de un misterioso sublime escondido en medio de la obra de arte. En lo sublime se experimenta la grandeza de la naturaleza como signo más allá de la razón.

Podemos concebir lo absolutamente grande, lo absolutamente poderoso, pero cualquier presentación de un objeto destinado a «hacer ver» esta magnitud o esta potencia absolutas se nos aparece como dolorosamente insuficiente. Por consiguiente, estas ideas no nos dan a conocer nada en realidad (la experiencia), prohíben el libre acuerdo de las facultades que produce el sentimiento de lo bello, impiden la formación y la estabilización del gusto. Podría decirse de ellas que son impresentables[5]

Lyotard designa lo sublime como la representación de lo impresentable, una representación de manera negativa que busca contraponer ese miedo, esa incapacidad, que busca ahondar en el abismo del fracaso imaginativo, que “se desarrolla como un conflicto entre las facultades de un sujeto, la facultad concebir una cosa y la facultad de «presentar» una cosa”[6].



[1] Jean-François Lyotard. Lessons on the Analytic of the Sublime, Stanford, Stanford University Press, 1994, p. 158.
[2] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 20.
[3] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 25.
[4] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 84.
[5] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 21.
[6] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 20.

sábado, 24 de noviembre de 2012

SOBRE LA LIBERTAD DEL ALMA EN PLOTINO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Plotino destaca la unión de Eros y el Alma del cosmos (Psique). Aquel ama a ésta porque es bella. El alma encarnada, por otra parte, sólo ama a aquello de lo que proviene, su amor, su deseo está puesto en Aquél, y a él quiere necesariamente semejarse. Este deseo es capaz de restituir al alma su dignidad originaria, porque anhela reunirse nuevamente  con la fuente de donde todas las cosas provienen.  

Este deseo se hace realidad por un sólo camino, el recorrido para alcanzar en su totalidad la unión con su principio. Lo Uno —el fin último del camino filosófico— al que se subordinan todas las cosas. A éste se pliega el alma, sólo para insinuarse en el resplandor de Aquel evocando la aproximación como una visión que inunda de luz los ojos.  

El alma es el buscador de quien se revela ante lo buscado. Es su presencia, la que da testimonio del trecho a recorrer. La regeneración intelectiva permite a ésta asimilar la duplicidad que atraviesa la jerarquizada arquitectónica del cosmos. Asimismo, el alma sublima, con su fuerza, el deseo de libertad. Para escapar de la ilusión elemental que la rodea.

El alma amorosa, que se ha alejado del padre, regresa a éste. Así el cosmos se restituye en un acto de entrega concebido en la unidad divina. El deseo por lo más bello no se detiene en la imagen de sensible, sino que se desprende de ésta calladamente, para hacer perdurar la libertad ingénita, por medio de la acción amorosa hacia lo deseado. 

Más el alma no debe dejarse engañar por un amor mixto, mezclado en la acción que tienen como fin lo externo. Tal deseo es torpe, ya que movido por una belleza irascible y apetitiva se aleja de lo que realmente es libre y bello. Y genera un movimiento opuesto que aleja al alma de la realidad. De este modo en lugar de encaminarse hacia la libertad bella se extravían hacia la fealdad y la esclavitud.

El amor al que aspira el filósofo es liberador. Libera al alma de los obstáculos de las pasiones y apetitos. Es un amor de libertad, una libertad amorosa para el alma en su búsqueda de lo superior.  

miércoles, 21 de noviembre de 2012

BURKE EDMUND: EL SENTIMIENTO DE TERROR, DEL DOLOR Y EL PLACER


El dolor y el placer, en su forma más simple y natural, afectan de manera positiva, y son independientes uno del otro para su existencia. La mente humana está a menudo, en su mayor parte, en un estado que no es ni de dolor ni el placer, el cual es un estado de indiferencia. El placer y el dolor son meras relaciones que se contraponen y de las cuales es posible:

Discernir claramente que no son dolores y placeres positivos, que no dependen unos de otros… El dolor y el placer no sólo no depende necesariamente de su existencia en su disminución o eliminación mutua; en realidad, la disminución o cese de placer no funciona como el dolor positivo, y la eliminación o disminución del dolor, en su efecto, ha parecido muy poco al placer positivo[1].


            En primer término, que no todo lo que está bajo el ámbito de la pena o el terror es necesariamente doloroso; en segundo lugar, que no toda pena es negativa. Por otra parte, considera que el placer y el dolor son dos movimientos autónomos que pueden surgir desde la indiferencia y a ésta pueden remitirnos al cesar. El dolor es un efecto, no una ausencia.

            Lo sublime es la emoción más poderosa que el humano puede sentir. Hay algo en el enfrentamiento físico que nos carga de energía y nos libera sometiendo al cuerpo a una química ancestral, como una embriaguez que a veces tiene efectos terribles. “No hay nada que puedo distinguir en mi mente con más claridad que los tres Estados, de indiferencia, de placer y de dolor”[2].

            La experiencia estética de lo sublime linda con el terror, el miedo y la sinrazón. Según él, no se trata de analizar los procedimientos para alcanzar un estilo sublime, sino de estudiar los objetos sublimes y la índole de sus efectos; razón por la cual se plantea la interrogante de ¿por qué lo terrible nos complace?[3]

            Kant, por su parte, señala que una exposición psicológica como la de Burke:

Llega por el método empírico a este resultado; que el sentimiento de lo sublime se funda sobre la tendencia a la conservación de sí mismo y sobre el temor, es decir, sobre cierto dolor que, no llegando hasta el trastorno real de las partes del cuerpo, produce movimientos que desembarazan los vasos delicados o groseros de obstrucciones incómodas y peligrosas, y son capaces de excitar sensaciones agradables, no un verdadero placer, sino una especie de horror delicioso, o una tranquilidad mezclada de terror[4].


            Lo sublime conlleva la búsqueda de un dolor delicioso, de emociones fuertes. Lo sublime complace si no se está sometido directamente a los efectos reales de una situación.

Hay placeres y dolores de carácter positivo e independiente entre sí. El sentimiento que resulta de la cesación o disminución del dolor no se parece ser un placer positivo, ni que se considere de la misma naturaleza, o a ser conocido por el mismo nombre. El principio de la eliminación o calificación del placer no tiene ninguna semejanza con el dolor positivo[5].


            Para Valeriano Bozal esta circunstancia consiste en una «condición estética», es decir, no estar sometido a los efectos reales de una terrible tormenta o de un naufragio, al espanto de una noche tenebrosa, ser espectadores, no protagonistas de estos fenómenos. Como espectadores se contempla con una distancia estética.

La eliminación de un gran dolor no se asemeja al placer positivo; pero debemos recordar en qué estado hemos encontrado nuestras mentes al escapar de algún peligro inminente, o de ser liberado de la gravedad de algún dolor cruel. En tales ocasiones encontramos, si no estoy equivocado, el temperamento de nuestras mentes en un tenor muy alejado que asiste a la presencia de placer positivo; nos encontramos en un estado de gran sobriedad, impresionado por una sensación de temor, en una especie de tranquilidad sombreada por el horror[6].

           
            Burke acentúa el aspecto sombrío del patetismo sublime: el terror, la sensación y la idea de amenaza y de dolor, es el estado más intenso de la mente y en cuyo asalto puede ésta llegar a padecer la sublimidad.

El tipo de pasión mezcla de terror y sorpresa, con la que afecta a los espectadores, pinturas muy fuertemente la manera en que nos vemos afectados en ocasiones alguna manera similares. Para cuando hemos sufrido de cualquier emoción violenta, la mente natural continúa en algo así como la misma condición, después de la causa que produjo por primera vez se ha dejado de funcionar[7].


Tal pasión se consigue y mantiene con cierta conciencia acompañada de un querer individual, que busca el temor y el deseo, en tanto expresa su subjetividad en lo corporal. Un asedio y un peligro real produce conmoción y hace imposible la tranquilidad de la contemplación, la impresión de lo sublime se pierde al dejar paso al miedo.

            El sentimiento de la eliminación o moderación del dolor tiene en su naturaleza algo de penoso o desagradable. Este sentimiento no tiene nombre como el placer positivo. No obstante, así como se da el placer positivo, se da la pena positiva que se produce cuando el peligro es intenso o reina una soledad absoluta. “Cualquier cosa que excite la idea de dolor y peligro, esto es, cualquier objeto terrible que actúe de manera análoga al terror es fuente de lo sublime; es decir, produce una emoción más fuerte de lo que la mente es capaz de sentir”[8].

Las reacciones contradictorias que genera lo sublime están por encima de la voluntad; pues éstas se dan en un estado puro del sentimiento, las cuales están desprendidas de lo consciente en un movimiento libre. Empujadas por la estética de lo sublime a la búsqueda de efectos intensos intentan combinaciones sorprendentes.

La muerte es, en general, una idea que afecta más que el dolor, porque nadie desea la muerte. Lo que hace que el dolor en sí sea más doloroso, pues éste se considera un emisario de esta reina de los espantos. Cuando el peligro o el dolor están demasiado cerca son incapaces de dar alegría alguna, son simplemente terrible; pero a cierta distancia y con ciertas modificaciones, en la experiencia cotidiana, son encantadores[9].


            La sublimidad que Burke expone se inscribe en el marco de las pasiones más intensas. Esta radicalidad de lo sublime agita el espíritu e impide toda indiferencia. Es una pasión que conduce al terror, como veremos más adelante.

            En la tragedia a diferencia de las angustias reales el placer resulta de los efectos de la imitación, que nunca es perfecto. Aunque en algunos casos se deriva tanto placer o más fuerte que de las calamidades reales. No obstante, si justo en el momento en que los espectadores están en el punto más elevado de sus expectativas “son informados de que un criminal de alto rango está a punto de ser ejecutado en la plaza contigua, en un momento el teatro queda vacío, lo que demuestra la debilidad comparativa de las artes de imitación, y la proclamación del triunfo de la verdadera compasión”[10].

            La sublimidad artística se origina en el dominio de la ficción de las pasiones. La tragedia es una ficción del dolor y del peligro que en el escenario se representa; gracias a esta representación se percibe y reconoce lo sublime de las pasiones humanas en la vida real. En el lenguaje de la tragedia está el poder de conmover a través de la manifestación de las verosimilitudes figurativas.

            Lo sublime no se puede conseguir por medio de artificios o recargamientos en la obra artística. Puesto que lo sublime ha de ser oscuro, áspero, opaco, por lo que es inútil intentar conseguir éste mediante adornos innecesarios. Así cuanto más se intenta expresar lo sublime mediante añadidos menos sublimidad tendrá la obra, pues se pierde toda aprehensión por el dolor y el peligro desconocido.

            Cuando la pasión es causada por una gran sorpresa y por lo sublime en la naturaleza, se da en el alma el asombro. En este caso,

La mente está tan llena por completo con su objeto y no puede entretenerse con cualquier otro… De ahí surge el gran poder de lo sublime, que lejos de ser producido por ellos, se anticipa a nuestros razonamientos, y se apresura con nosotros por una fuerza irresistible. Asombro, como ya he dicho, es el efecto de lo sublime en su más alto grado, los efectos inferiores son admiración, reverencia y respeto[11].


            El sentimiento de lo sublime no se resuelve en el puro pavor, menos aún, en un placer positivo ajeno a la jovialidad del espíritu que define más bien la experiencia de lo sublime. Burke acentuaba el carácter no racional de lo sublime, como una cualidad de la imaginación y los sentidos que es atraída y repelida por lo sublime. De esta manera, lo sublime es un sentimiento de atracción-repulsión, capaz de impresionar a la imaginación despertando en ésta sentimientos de miedo, vértigo, vacío e infinitud.

            La disparidad de las emociones que surge de la contemplación de lo sublime repele y atrae al abismo de los sentimientos donde la intuición y la imaginación vagan d uno a otro extremo de las pasiones. El sentimiento de lo sublime se desliga razón y entra en el terreno de los sentimientos, de lo oscuro, de aquello que es capaz de inspirar terror.

            Lo sublime agita violentamente al alma, ya que es imposible mirar impávidamente aquello que puede ser amenazador y terrible. Lo sublime es el encuentro con el miedo y el placer de reconocerlo como una ficción; tal atracción produce, por contradicción, por  un deleite. Precisamente en este contraste se encuentra el sentimiento de lo sublime.



[1] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 31.
[2] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 31.
[3] Cfr. Valeriano Bozal. “Edmundo Burke”, Historia de las ideas estética y de las teorías artísticas contemporáneas, Vol. I, Madrid, Editorial Visor, 1996, pp. 52-53.
[4] I. Kant. Crítica de la facultad de juzgar, Caracas, Monte Ávila Editores, 2006, p. 214.
[5] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 33.
[6] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 32.
[7] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 32.
[8] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 35.
[9] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 36.
[10] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 42.
[11] Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics, 1956, p. 49.

LYOTARD J. F.: LA REPRESENTACIÓN DE LO IMPRESENTABLE, EL SABER ILEGITIMADO



Lo sublime conforma la concepción estética del mundo moderno, que intenta reemplazar lo meramente bello liberando al observador de las limitaciones de la condición humana. “La estética moderna es una estética de lo sublime, pero nostálgica. Es una estética que permite que lo impresentable sea alegado tan sólo como contenido ausente, pero la forma continúa ofreciendo al lector o al contemplador, merced a su consistencia reconocible, materia de consuelo y de placer”[1].  

Este límite de la capacidad intelectual queda determinado, en el individuo, por la posibilidad de no ser consensuado. Entre más individuo más corporativamente debe ser reconocido, lo ínfimo ante lo grande. El individuo es la nada ante la magnitud. De allí que, “los objetos y los pensamientos salidos del conocimiento científico y de la economía capitalista pregonan, propagan con ellos una de las reglas a las que está sometida su propia posibilidad de ser, la regla según la cual no hay realidad si no es atestiguada por un consenso entre socios sobre conocimientos y compromisos”[2].

La función narrativa pierde sus functores, el gran héroe, los grandes peligros, los grandes periplos y el gran propósito. Se dispersa en nubes de elementos lingüísticos narrativos, etc., cada uno de ellos vehiculando consigo valencias pragmáticas sui generis. Cada uno de nosotros vive en la encrucijada de muchas de ellas. No formamos combinaciones lingüísticas necesariamente estables, y las propiedades de las que formamos no son necesariamente comunicables[3].


Lo sublime es ubicado en los límites de la demencia. Lo sublime produce cierto espasmo que prohíbe pensar a sí mismo lo absoluto. Ya que el límite es parte del método del entendimiento, que tampoco puede ser pensado como un objeto. “Se puede, por consiguiente, esperar una potente exteriorización del saber con respecto al «sabiente», en cualquier punto en que éste se encuentre en el proceso de conocimiento. El antiguo principio de que la adquisición del saber es indisociable de la formación (Bildung) del espíritu, e incluso de la persona, cae y caerá todavía más en desuso”[4].

La mezcla de miedo y exaltación que se da en el sentimiento sublime, esto es un hecho insalvable. En este aspecto, nos encontramos que “el capitalismo tiene por sí solo tal poder de desrealizar los objetos habituales, los papeles de la vida social y las instituciones, que las representaciones llamadas «realistas» sólo pueden evocar la realidad en el modo de la nostalgia o de la burla, como una ocasión para el sufrimiento más que para la satisfacción”[5].

En este sentido, tiene una función legitimadora que viene acompañada de una aparente seguridad con respecto a los hechos. “La misma idea de desarrollo presupone el horizonte de un no-desarrollo, donde las diversas competencias se suponen envueltas en la unidad de una tradición y no se disocian en cualificaciones que son objeto de innovaciones, de debates y de exámenes específicos”[6]. Que se extravían en el discurso mismo, el no encuentro del relato.

La idea de interdisciplinaridad pertenece en propiedad a la época de la desligitimación y a su urgente empirismo. La relación con el saber no es la de realización de la vida del espíritu o la de emancipación de la humanidad; es la de los utilizadores de unos útiles conceptuales y materiales complejos y la de los beneficiarios de esas actuaciones. No disponen de un metalenguaje ni de un metarrelato para formular la finalidad y el uso adecuado. Pero cuentan con el brain storming para reforzar las actuaciones[7].


Con lo sublime, la imaginación es lo ilimitado, lo infinito, lo desproporcionado. En lo sublime el concepto no tiene presentación y la imaginación entra en el abismo. Se produce la ruptura con el entendimiento y desaparece el sentimiento de lo bello. “Lo sublime es un sentimiento diferente. Tiene lugar cuando, al contrario, la imaginación fracasa y no consigue presentar un objeto que, aunque más no sea un principio, venga a establecerse de acuerdo con un concepto”[8]. De allí que todas las formas son triviales frente a lo absoluto. Surge una estética que abandona toda forma.

Aquí termina la idea de la constitución del sujeto, lo cual enmarca la desconfianza a los relatos que caracteriza:

Una inconmensurabilidad entre la pragmática narrativa popular, que es desde luego legitimante, y ese juego de lenguaje conocido en Occidente que es la cuestión de la legitimidad, o mejor aún, la legitimidad como referente del juego interrogativo. Los relatos, se ha visto, determinan criterios de competencia y/o ilustran la aplicación. Definen así lo que tiene derecho a decirse y a hacerse en la cultura, y, como son también una parte de ésta, se encuentran por eso mismo legitimados[9].


El relato abdica de la idea de emancipación, de la credulidad, de la comodidad de la mirada. Entra en contradicción al multiplicarse los anti-signos que proceden de la erosión interna del principio de legitimidad del saber. Al relajar la condición misma de lo fijo, se instaura una práctica lingüística que aparentemente legitima su interacción comunicacional, mas no el no poder decir; donde no es posible práctica lingüística posible.

Los juegos de lenguaje serán entonces juegos de información completa en el momento considerado. Pero también serán juegos de suma y sigue, y, por ese hecho, las discusiones nunca se arriesgarán a establecerse sobre posiciones de equilibrio mínimas, por agotamiento de los envites. Pues los envites estarán constituidos entonces por conocimientos (o informaciones, si se quiere) y la reserva de conocimientos, que es la reserva de la lengua en enunciados posibles, es inagotable. Se apunta una política en la cual serán igualmente respetados el deseo de justicia y el de lo desconocido[10].


Como presentación negativa, lo sublime es pensamiento presente como llamado, pero ausente como presentación sensible. Como agente absoluto, la libertad no se da en una presentación, sin embargo está presente como llamado a pensar más allá de lo aquí presente.

Se aborda el problema del sentido sin posibilidad de resolverlo, ni por la esperanza en la emancipación de la humanidad, ni por la práctica para alcanzar una sociedad transparente. El discurso liberal o neoliberal parece difícilmente creíble.

Lo que Benjamin llama «pérdida de aura», estética de «choc», destrucción del gusto y de la experiencia, es el efecto de este querer, poco cuidadoso con las reglas. Las tradiciones, los objetos y lugares cargados de pasado individual y colectivo, las legitimidades recibidas, las imágenes del mundo y del hombre venidas del clasicismo, incluso las conservadas, son los medios para llegar a su meta, que es la gloria de la voluntad[11].


Para Lyotard, el «sucede» es lo inexpresable. De allí que la ocurrencia, el acontecimiento no son expresables. Esto es una dialéctica negativa movida por el «sucede». “La amenaza que pesa contra la búsqueda vanguardista de la obra-acontecimiento, contra la acogida que trata de dar al now… Procede «directamente» de la economía de mercado. La correlación entre ésta y la estética de lo sublime es ambigua y hasta perversa”[12]

Sin embargo, existe una complicidad entre el capital y la vanguardia. Entre la fuerza del escepticismo y la destrucción por el capitalismo, que estimula en “los artistas la negativa de confiar en las reglas establecidas, además de experimentar con medios de expresión y materiales siempre nuevos. “Lo sublime está presente en la economía capitalista… al subordinar la ciencia mediante la tecnología, sobre todo las del lenguaje, solamente vuelve la realidad cada vez más inasible, sujeta a cuestionamientos, desfalleciente”[13].



[1] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 25.
[2] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 19.
[3] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 4.
[4] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 6.
[5] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 15.
[6] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 18.
[7] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 42.
[8] Jean-François Lyotard. La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p. 21.
[9] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 21.
[10] Jean-François Lyotard. La condición posmoderna, Barcelona, Editorial Cátedra, 1987, p. 52.
[11] Jean-François Lyotard. “Qué es lo posmoderno”, Zona Erógena, nº 12, 1992, p. 7.
[12] J. F. Lyotard. Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p. 108.
[13] J. F. Lyotard. Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p. 109.

sábado, 17 de noviembre de 2012

LYOTARD J. F.: DE LO SUBLIME



Lo sublime consiste fundamentalmente en un sentimiento de elevación extraordinaria capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad, o incluso de provocar dolor por ser imposible de asimilar. Alude al sentimiento de lo colosal, efecto de una proyección subjetiva.

Las consideraciones sobre el ánimo designado como sentimiento de lo sublime están destinadas a resaltar la parte subjetiva del placer estético, placer en la medida del puro conocimiento intuitivo en oposición a la voluntad.

Asimismo, es la experiencia de una inadecuación de la presencia misma, o de una inadecuación de la presencia a lo presente. Una presencia inadecuada de lo infinito, que presenta su propia inadecuación como tal en su propia presencia-ausencia.

El sentimiento de lo sublime se da en la contemplación que genera contradicción en el ánimo del espectador, en la cual está latente la destrucción del observador. Esta forma de contemplación, de sentimiento tiene una relación antagonista con la voluntad humana, le amenaza con una superioridad que suprime toda resistencia o le empequeñece hasta la nada con su inmensa magnitud.

Quien contempla se aparta y retorna a ella desprendiéndose de su voluntad, de sus relaciones, y entregado, como sujeto involuntario, contempla arrobado aquellos objetos terribles. En tal estado de su soledad, se eleva por encima de sí mismo y de todo querer llenándose del sentimiento de lo sublime. Al objeto que provoca tal estado se lo llama sublime, que consiste fundamentalmente en una belleza extrema, capaz de llevar al espectador a un éxtasis más allá de su racionalidad, o incluso de provocar dolor por ser imposible de asimilar.

En el placer de lo sublime se advierte un desequilibrio entre la imaginación y la razón, que se esfuerza por abarcar la magnitud y la potencia del objeto sublime en la idea de lo infinito como totalidad absoluta. En el sentimiento de lo sublime se experimenta un contraste violento entre imaginación y razón. En virtud de lo cual, la imaginación es advertida como un sentido de sofocación que sigue un sentido de más elevada exaltación, que media a la razón a través de la idea de lo infinito.

Las indagaciones sobre lo sublime derivan del tratado clásico Sobre lo sublime del Pseudo Longino (siglo I d. C.); en el cual asienta las bases fundamentales de la estética de lo sublime. En el tratado, en cuestión, el autor aborda la discusión sobre la naturaleza de la retórica; discusión que se da entre la escuela de Apolodoro de Pérgamo (Aticista) y la de Teodoro de Gadara (Asianista).

La Escuela Aticista defiende la sobriedad y concisión en el discurso, ésta responde a una concepción de la lengua como un sistema acabado e inmutable. La Asianista, por su parte, es partidaria de la abundancia, la amplitud, la fogosidad y el estilo florido; considera la lengua como un sistema abierto, a la manera de un organismo vivo que crece e incorpora nuevos elementos.

Pseudo Longino es partidario de la segunda escuela. Por ello, para él lo sublime constituye lo más elevado del discurso poético; es el estilo superior de este arte pensado como grandeza y gravedad.

El tratado en cuestión y el concepto mismo permanecieron desconocidos durante toda la Edad Media. El concepto de lo sublime fue redescubierto durante el Renacimiento, y gozó de gran popularidad durante el Barroco, recuperó cierta notoriedad e influencia en el siglo XVI, después que Francesco Robortello publicase una edición de la obra clásica en Basilea en 1554, y Niccolò da Falgano otra en 1560.

Durante el siglo XVII, los conceptos del Pseudo Longino gozaron de gran estima y fueron aplicados al arte barroco. En 1674, año en que Boileau-Despréaux traduce el tratado al francés, el mismo es una obra prácticamente desconocida. La obra fue objeto de varias ediciones durante este siglo. La más importante fue la de Nicolas Boileau-Despréaux: Tratado de lo sublime o de las maravillas en la oratoria; que situó al concepto de lo sublime en el centro del debate estético de la época. Según Boileau-Despréaux, lo sublime es cierta fuerza del discurso que eleva y seduce el alma, es algo que se dirige al sentimiento más que a la razón; éste fusiona lo sublime con la belleza acercándolo a la estética.

            El sentimiento contradictorio por el cual se anuncia y se omite lo indeterminado fue el centro de la reflexión sobre el arte desde fines del siglo XVII hasta fines del siglo XVIII. Lo sublime es el modo de la sensibilidad artística que caracteriza a la modernidad.

            En los albores del romanticismo, la elaboración de la estética de lo sublime por Burke y por Kant indica un mundo de posibilidades de experimentación artística en el cual las vanguardias van a trazar sus progresos[1].

En el siglo XVIII, con el Romanticismo, el silencio, la melancolía y el pavor son constitutivos de lo sublime; éste es considerado una categoría paralela a lo bello. Lo sublime y lo bello constituyen las principales categorías de la estética de este siglo. Burke publica, en 1757, Indagaciones filosóficas sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello. En el cual asume los presupuestos de la escuela analítica del empirismo inglés, que reivindica la sensación como fundamento seguro del conocimiento.

            La indagación de Burke se propone analizar y explicar una experiencia estética que linda en el terror, el miedo y la sinrazón. Además, de las implicaciones antropológicas, psicológicas y metafísicas que trae el sentimiento lo sublime: el placer y el dolor. Las reflexiones y peculiaridades que singularizan a lo sublime en la obra de Burke han sido prominentes en la época contemporánea. La aportación de Burke a la estética radica en haber dotado de contenido y diferenciado categorialmente a lo sublime que parecía excluido de la estética.

Baillie (1747) considera que lo sublime es la grandiosidad. Diderot, en el Salón de 1767, señala que lo sublime es todo lo que sorprende al alma, e imprime un sentimiento de temor. Para David Hume, The Tragedy, éste es la elevación y la distancia.

En 1764, Kant publica sus Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime “destinado sólo a tratar la emoción sensible, de que las almas más comunes son también capaces”[2]. En 1790, sin rechazar la herencia de Burke y conforme al proyecto general de su filosofía crítica aporta en la Crítica de la facultad de juzgar una indagación trascendental de la noción de lo sublime.

Jhon Ruskin[3], por su parte, considera lo sublime como una categoría propia de lo bello, y éste recibe los nombres de siniestro y horrendo.

Ese sentimiento contradictorio, placer y pena, alegría y angustia, exaltación y depresión, fue bautizado o rebautizado, entre los siglos XVII y XVIII europeos, con el nombre de sublime. En ese nombre se jugó y se perdió la suerte de la poética clásica, en ese nombre la estética hizo valer sus derechos críticos sobre el arte, y triunfó el romanticismo, es decir, la modernidad[4].


Jean-François Lyotard, en el siglo XX, aborda la temática de lo sublime en La Posmodernidad (explicada a los niños) y en Lo Inhumano. En estos textos elabora algunos ensayos sobre lo sublime. Para Lyotard, la característica esencial de lo sublime es la carencia de forma, que lo diferencia de lo  bello que sí tiene una forma definida.

De allí que Lyotard hable de conceptos imposibles de representación; esto lo ilustra con el ejemplo bíblico que prohíbe esculpir imágenes de culto en un intento de representar lo absoluto. El autor, por otra parte, relaciona lo sublime con el poder; por lo que concuerda con Burke, quien ligaba lo sublime con el terror y el poder monárquico.

¿Para qué tratar sobre lo sublime? Más allá del interés histórico que indiscutiblemente posee y de la influencia que ha ejercido en innumerables estetas de la tradición estética. En lo que concierne a lo sublime, éste ha sido más vigente en los últimos tiempos.

Tratar sobre lo sublime tal vez sirva para analizar los aspectos irracionales-pasionales que trae consigo este sentimiento directamente asociado al terror; que es estimulante desde un punto de vista estético, pero cuando traspasa la frontera de lo estético corre el peligro de tergiversar o retorcer los estados del alma, al imponer a ésta la emoción concreta y primaria de los movimientos suspendidos por el asombro y el horror. Que hace que el alma se sature de este sentimiento volviéndose incapaz de reparar en ninguno más dejando de razonar sobre lo que la absorbe.

El modo de legitimación del que hablamos, que reintroduce el relato como validez del saber, puede tomar así dos direcciones, según represente al sujeto del relato como cognitivo o como práctico: como un héroe del conocimiento o como un héroe de la libertad. Y, en razón de esta alternativa, no sólo la legitimación no tiene siempre el mismo sentido, sino que el propio relato aparece ya como insuficiente para dar una versión completa.

La relevancia de lo sublime da cabida a la producción de diversos estudios acerca del tema, entre los más importantes se encuentran los de: Pseudo Longino, Edmund Burke, Immanuel Kant y Jean-François Lyotard. Los cuales son el objeto de estudio de este texto, que es una modesta puesta a punto.



[1] Cfr. J. F. Lyotard. Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p. 105.
[2] I. Kant. Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime, México, Editorial Porrúa, 1991, p. 133.
[3] Cfr. Wladyslaw Tatarkiewicz. Historia de seis ideas estéticas, Madrid, Técnos, 1992, pp. 203-206.
[4] J. F. Lyotard. Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p. 98.