viernes, 31 de enero de 2014

LA RELACIÓN CONMIGO MISMO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Qué significa ocuparse de uno mismo? El cuidado de uno mismo se alcanza por medio de una práctica o de un conjunto de prácticas que tienen como objeto transformar el modo de ser del sujeto; estas prácticas lo califican transformándolo.

Si me ocupo de mi mismo es para convertirme en alguien capaz de gobernarme a mí mismo, a los otros y de convivir en la ciudad. De aquí que la preocupación por uno mismo procura y conlleva el arte de saber cooperar bien con los demás. La preocupación por uno mismo deriva el saber necesario de gobernar con los otros.

Ocuparse de uno mismo significa ocuparse de su alma, yo soy mi alma. Hablo de saber distinguir al sujeto de la acción del conjunto de elementos, de las palabras, de los ruidos que constituyen la acción y permiten que ésta se lleve a cabo. Se trata de hacer aparecer al sujeto de la acción-reflexión, aquel que se sirve de medios para hacer cualquier cosa que sea. El sujeto de todas estas acciones corporales, instrumentales, de lenguaje, reflexivas, soy yo; en tanto me sirvo del lenguaje, de los instrumentos y de mi cuerpo.

No obstante, mi actitud respecto a los medios que no es meramente instrumental, de servirme de ellos, pues en mi acción se determinan tipos de relaciones con los otros. Que se establecen de modo singular con lo que me rodea, con los objetos de los que dispongo, y con aquellos otros sujetos con los cuales tengo relación, con sus cuerpos, sus palabras, con esos otros yo. Por ser una relación, la práctica de uno mismo implica y genera una nueva ética de la relación verbal con el otro.

¿Me ocupo de mí mismo cuando sólo me impongo un tratamiento sobre mi cuerpo? No, porque no estoy cuidando de mí mismo, no estoy cuidando lo que soy, pues cuido únicamente de mi cuerpo como un algo diferente de lo que soy, como si me estuviese dirigiendo a un objeto diferente de este que soy yo. No sólo debo ocuparme de mi cuerpo, sino de mi alma; en tanto ésta es sujeto de mis acciones y me sirvo de mi cuerpo y de mis facultades.

El ocuparme de mí mismo tiene sentido cuando el cuidado de mí mismo está dirigido hacia aquello que me sirve de guía. Entonces, existe preocupación por uno mismo en el momento que me convierto en maestro de mí mismo. El maestro de sí mismo es quien se ocupa del cuidado de sí mismo, quien en el amor que tiene por sí abre la posibilidad de ocuparse del cuidado de sí mismo.

No digo con esto que haya que descuidar el cuerpo, porque tal cosa eso sería absurdo. Pues el cuidado mí mismo está constituida por la dietética, que es la relación entre el cuidado y el régimen general de la existencia entre cuerpo y alma;  la economía, relación entre el cuidado de uno mismo y la actividad social; por último, la erótica que es relación entre el cuidado de uno mismo y la relación amorosa. Como apreciamos el cuerpo, el entorno y la casa (dietética, economía y erótica) son los tres ámbitos en los que se lleva a cabo la práctica de la relación con uno mismo, y entre éstas se da un continuo intercambio.

En el cuidado de mí mismo se da la referencia al «conócete a ti mismo» del oráculo de Delfos. Como regla de prudencia, cuando quiero ocuparme de mí mismo debo comenzar por preguntarme: ¿Quién soy? A continuación, el conocimiento de mí mismo me lleva a preguntarme: ¿A qué uno mismo me refiere la preocupación por uno mismo? Por último, ¿En qué consiste el cuidado de uno mismo? La respuesta a esta cuestión es que el «cuidado de uno mismo» consiste en «el conocimiento de uno mismo».

En el momento en que abro el espacio del cuidado de mí mismo, y tan pronto como comprendo que el mí mismo se define como el alma, en tanto sujeto de acción-reflexión,  todo este espacio que se abre se ve determinado por el principio del «conócete a ti mismo».

Se trata de que el conocerme a mí mismo es el espacio abierto por el cuidado de mí mismo. Se produce una atracción dinámica y recíproca entre el conocimiento de mí mismo y el cuidado de mí mismo; y ninguno de ellos puede ser relegado en beneficio del otro. Ocuparse de uno mismo significa conocerse a uno mismo, esta es la relación conmigo mismo; relación que establezco en el momento que abro el espacio de conocimiento y cuidado de mí mismo.

¿Cómo puede uno conocerse a sí mismo?  ¿En qué consiste el conocimiento de uno mismo? Para conocerse a uno mismo hay que contemplarse en un elemento que es el equivalente de uno mismo; hay que contemplarse en ese elemento que es el principio propio del saber y del conocimiento, es decir, el elemento divino. Es preciso contemplarse en el elemento divino para conocerse a uno mismo; hay que conocer lo divino para conocerse a sí mismo. ¿De qué hablo?

El proceso del conocimiento de uno mismo conduce a la sabiduría. A partir de este movimiento yo estaré dotado de sabiduría, podré distinguir lo verdadero de lo falso, sabré cómo tengo que comportarme éticamente, de esta forma estaré capacitado para gobernarme. Ocuparse de uno mismo es un privilegio y un imperativo para quien quiere gobernarse a sí mismo. Este imperativo me indica que debo de ocuparme de mí mismo durante toda la vida.


La preocupación por mí mismo, en primer término, encuentra su forma y su perfeccionamiento en el conocimiento de mí mismo, pues es la forma soberana del cuidado de mí mismo. En segundo lugar, está que este conocimiento de mí mismo me da acceso a discernir entre mi verdad y mi falsedad; en último término, está el hecho de que el acceso a mi verdad y mi falsedad me permite conocer lo que ha de existir de divino en mí.

jueves, 30 de enero de 2014

DEL RESENTIMIENTO A LA DESCONSTRUCCIÓN DE MI MISMO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Si la suma de nuestras penas o desplaceres es mayor la de nuestros goces y disfrutes hay que encarar una ruptura, es preciso entrar en el olvido. Hay que actuar en el sentido del olvido, no quiero decir con esto que hagamos como si nunca hubiera existido lo dicho, lo hecho, lo callado, lo olvidado; cuando hablado de actuar en «el sentido del olvido» me refiero a actuar tratando de no tomar en cuenta lo que debamos deplorar.

Evitar los parásitos, las interferencias que agotan nuestra existencia; en cambio debemos iniciar el deseo de una comunicación transparente entre las partes que nos constituyen. En este caso, olvidar es gastar todo, saldar la cuenta. En una existencia en que no existiera la capacidad de olvido viviríamos en el recuerdo de los dolores, las penas, las tristezas, las tragedias, las impericias y las sombras. Sí, también en el recuerdo de las alegrías, los goces, pero aquellas son más devastadoras que estas últimas.

En el olvido hay una satisfacción que, antes el resentimiento, es preciso desear. Si esta satisfacción no la podemos alcanzar es mejor la indiferencia; un olvido, no tal vez de los daños mismos, pero sí de las personas que los causaron. Porque conforman zonas oscuras que se instalan en los pliegues de nuestra alma. En este olvido, en tanto catarsis, hacemos una purificación de las cosas pesadas que nos des-construyen; el remedio es la purgación, la eliminación de los malos humores, una sangría ética de nuestro ser.

No olvido, e incluyo el perdón aquí, en nombre del amor al prójimo. Al contrario, mi olvido tiene lugar en función del equilibrio que satisface mi armonía conmigo mismo. Con este olvido catártico evito las perturbaciones y los efectos desfavorables de los desplaceres que minan mi cuerpo habitado, ahora, por el deseo de venganza.

Mi olvido borra las sombras de mi ser. Activa mi salud disminuyendo las pulsiones mortíferas y las pasiones mórbidas que se han ido configurando en mi resentimiento. Lo nocivo de este resentimiento que ahora me constituye me ataca, me destruye, socava mi carne y mi alma en lo más profundo, paraliza mi capacidad para la acción y para mi reflexión.
           
Dominado por el resentimiento sólo existo en la esperanza de una venganza, de mi venganza; quiero responder con violencia al recuerdo de mi disgusto, y con este fin alimento día a día a la bestia agazapada dentro de mí. En ese sentido, la muerte actúa dentro de mí de múltiples formas.

Mi rencor, mi resentimiento conforman las formas más activas del ser que soy. En este estado, yo atesoro la animosidad, lo vulgar, en este ardor cultivo mis pulsiones más destructoras. En este tiempo de mí auto-envenenamiento me implico en la incapacidad para entregarme; sólo encuentro satisfacción en rumiar mi bilis, permanezco en un estado que me acerca a la bestia y me aleja de la cultura.

En mí resentimiento macero mí incapacidad de consumar el mal, de expresarlo para expiarlo. Mi rencor se nutre del poder masoquista para destruir, masacrar y malograr los equilibrios precarios instalados en mi cuerpo y en mi alma. Estoy en el auto-engendramiento de mí muerte, que implica en este mí resentimiento en el que guardo, conservo y atesoro el dolor como capital que llevo dentro de mí.

La venganza diferida que ansío en mi amargura es signo de mi pequeñez, por ser signo de mi debilidad. En mí proyecto de ser violento el día de mañana, confieso mi incapacidad de serlo aquí y ahora, de serlo inmediatamente. En esto sigo alimentando mi resentimiento, la auto-destrucción de mí yo.

Por eso, en esta mi pulsión enfermiza me remito a la condición de esclavo, me signo en la condición distintiva de criatura esclavizada, en la cual elucubro hipótesis de acción de las cuales soy impotente. Esta condición de resentido revela mi condición de infra-fuerza. Aquí donde me obstruyo, me repliego, me perjudico; mi odio hacia mí mismo y hacia el mundo, mi masoquismo, mi autoflagelación, al no exteriorizarse socava mi cuerpo, mi alma en una mengua, en un desecamiento genero todas mis patologías. Pues, soy ausencia.

En esta ausencia, en esta auto-aniquilación se da el punto de ruptura que ha de poner en acción la determinación, la voluntad reflexiva de liquidar el resentimiento. Porque mi reflexión me permite captar el punto de mi dolor, el momento de mi infección, para operar, curar y purificar, con el propósito de recuperar mi bienestar. Abro con la reflexión una situación de estabilidad que posibilita la catarsis de mi ser.
           
Que se borren los rastros, que las heridas cicatricen completamente es inconcebible, sin duda. Pero al menos la destrucción de mi yo no habrá triunfado sin un enemigo declarado, que soy yo mismo. El resentimiento no es aceptable porque arruina mi vida y la de otros, porque produce desplacer y dolor, porque en él guardo y atesoro lo nocivo. El rencor implica desorden y caos triunfantes en mi cuerpo, conforman partes perversas que hacen estragos y subordinar mi realidad a las pulsiones de muerte. El resentimiento es mi incapacidad de deshacerse de mi pasado, corrompe mi presente y compromete mi futuro.


La capacidad de olvidar me libera y me alivia, me devuelve la disponibilidad de mí mismo. Ahora el derroche de mi vida apunta a la restauración de mi soberanía. Entonces son posibles las acciones del pleno goce de mí mismo. Al desembarazarme de aquello que me destruye, dispongo de la libertad para desplegarme en mi realidad y en la del otro. Me puedo construir a mí mismo, he allí mi soberanía. 

martes, 28 de enero de 2014

EN BUSCA DE MI FIGURA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

En la búsqueda de uno mismo, uno se pierde cuando intenta encontrarse. Mientras se avanza en tal indagación es necesario desembarazarse de nuestras sombras, antes que éstas se vuelvan exigencias y obstáculos. Pues en muchos casos estas auto-sombras se convierten en un modelo de prisión que me construyo y  me re-construyo constantemente.

La búsqueda de mi mismo, que no es una cosa fácil, es una invitación a descubrir el propio camino y muchas veces a manifestarme mi ingratitud. En el estado de excitación que acompaña a esta indagación se producen reajustes de mi realidad, mi cuerpo se transfigura. En él se producen metamorfosis de sueños, temores, fatigas y aprehensiones.

Mi figura ética, mi personaje conceptual me empieza a fascinar cuando surge de lo concreto, de mi práctica con el mundo. Me sirve para descubrir que mis conceptos, prejuicios  sólo tiene sentido cuando están fecundados por las experiencias, generados por las emociones, esto es, por la vida.

Mi figura real, la cual me he esculpido yo, sólo tiene sentido en la medida en que estimula mis propias genealogías inéditas, que hasta el momento son en sí mismas invitaciones e incitaciones a producir mis nuevas formas inspiradas. Éstas me permiten expresar mi preferencia entre una concepción ética y una visión estética de la vida. Por cuanto poseo el sentido de la diferenciación y práctico las afinidades electivas.

Yo que parto a la búsqueda de aquello y contra aquello que me divide, me debilita y me empequeñece me convierto un guerrero de mis propias alienaciones y mis propias perversiones. Lo que ahora me propongo construir es el edificio de mi identidad. El cual a de emerger hasta la conciencia.

Esta búsqueda-construcción es un trabajo monumental que al final me convertirá en una figura afortunada. Para esto tengo que recurrir al pensar reflexivo y mis acciones, cuya finalidad es la acomodación de una aparente realidad a mi voluntad, acomodación que concierne a una realidad resistente, compacta y determinada. Allí donde trepida lo informe de esa mi realidad, se ocultan las potencialidades que me corresponden, que mi ser hará surgir, es decir, hará parir.

El divino Platón, en Fedro, habla metafóricamente de dos caballos que son explosión y expansión de la energía. En la construcción de la ética, que no es un asunto individual, trato de canalizar mi impulso, de manifestar mi voluntad de jinete por medio de señales que aquellos caballos platónicos han de entender. Según mi hacer-pensar, los caballos adoptarán una velocidad y producirán una tensión en equilibrio. En esta búsqueda de mi figura alcanzo mi objetivo cuando yo y la cabalgadura que soy formamos una sola cosa, por la fusión de mis respectivas fuerzas, que siempre estarán en tensión.

En esta búsqueda y edificación de mi mismo no estoy construyendo una ética superficial o falsa, esto es, una moralina. Mi fuerza está  puesta en el deseo de trabajar para captar una esencia constituida por mí mismo, mi energía que actúa sobre mi realidad informe. Así encontramos el camino de las prácticas de las virtudes.

La ascesis que práctico apunta a la edificación de mí mismo. Esto a partir del material en bruto que soy; a partir del sujeto dominado por sus costados oscuros que soy extraigo un sentido, muestro una figura, produzco una obra. En este voluntarismo asoma un optimismo. A pesar del poder de lo trágico, no ignoro la exigencia de la necesidad, de las presiones inmensas del destino sobre las individualidades y las colectividades. Asimismo conozco también la existencia de una libertad.

La construcción de mí mismo abre la posibilidad de un espacio de inflexión, en el que intento inscribir mi voluntad y mis esfuerzos. Consciente sí de ser prisionero de ataduras estrechas y ceñidas; conozco también la zona ínfima que se ofrece a mi ser. En esta hendidura aplicaré toda mi determinación, todo mi poder para obtener mi forma, mi orden. Imprimo mi marca y las señales de mi voluntad.
           
La ética de mí mismo se constituye entre los dos bordes de esa fisura, que tensan y se oponen para lograr un acuerdo entre la libertad posible y las opciones concebibles. Desgarrada entre una aspiración y una restricción. La bella figura trata de producir un equilibrio, una armonía y un modo distintivo de operar, aprisionada está por su genealogía, por los tentáculos de su biografía condenada a lo artificial y a los conformismos.


El aprendiz de ética, yo y los otros yo, puede volverse un puro objeto, y escapar a las voluptuosidades de construirse a sí mismo como sujeto soberano. La sabiduría trágica, de la que tanto sabían los griegos, consiste en tener siempre presente la idea de que sólo se construye la propia singularidad sobre abismos. De ahí las importantes probabilidades de fracasos, conflagraciones y desintegraciones de nuestros proyectos cuando comenzamos a expandirnos en nuestra búsqueda.

viernes, 24 de enero de 2014

DEL REDUCCIONISMO RACIONALISTA AL REDUCCIONISMO EMOCIONAL: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La tradición filosófica llamó a los sentimientos “pasiones” acentuando el carácter pasivo de éstas, ya que la persona padecía las pasiones como algo inevitable y, con frecuencia, molesta y perjudicial. Por ello, la ética se fue entendiendo más como el dominio y la erradicación de las pasiones. Y la sabiduría práctica como el conocimiento que conseguía reprimirlas e intentaba eliminarlas de las acciones humanas.

En la actualidad, el lenguaje de las emociones se ha impuesto en todos los campos poniendo de relieve que lo emotivo ha sido un aspecto ignorado u omitido por las ciencias humanas. El discurso actual sobre las emociones pretende corregir esa tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico.

No obstante, en el desarrollo de este discurso de las emociones cuidado con no caer en el «sentimentalismo» que es el sentimiento sin la guía de la razón. Ya que las emociones y la razón han de ir juntas en el razonamiento práctico. Pues las emociones por sí solas no razonan, y el papel que juegan las razones, en una ética de la existencia, contribuye a modificarlas y a reconducirlas para que sean adecuadas.

            Ahora bien, el discurso de las emociones, que se ha impuesto en la actualidad, ha impuesto lo Michel Lacroix llama «el culto de la emoción».  En cuya celebración y entusiasmo está el darle la vuelta hacia la otra cara lo que ha prevalecido hasta ahora. Pretende, en esta celebración manifiesta, sustituir el reduccionismo racionalista por un reduccionismo emocional.
           
En el lenguaje de las emociones y en el movimiento emotivista confluyen diferentes aspectos, a saber. Confluye un rechazo de las múltiples represiones que han pretendido modelar exageradamente el comportamiento. El discurso emotivo retoma una nostalgia romántica por la diferencia individual y la bondad natural de la persona, y no la diferencia social.

Plantea el desarrollo de la psicología cognitiva como ciencia rectora y la única que explica el comportamiento humano y resuelve sus disfunciones. Por tanto, cualquiera de los ámbitos de la actuación humana, se atrabajo, política, ocio, educación… tiende a ser abordado y visto desde esta perspectiva exclusivamente emocional.  

Ya que las emociones son lo más importante no las toquemos, dejemos que se expandan y que se manifiesten en toda su pureza. El slogan es  ¡Vivan las Emociones! En su extremo se plantea que debemos preservar únicamente la fibra más emotiva de cada individuo, abandonando los razonamientos y yendo directamente al corazón.

Por lo que se puede inferir que emocionarse es bueno, por el contrario razonar es perverso. De este modo, como señala Camp, el gerente-empresario se preocupa por el clima emotivo que modela las actitudes de sus trabajadores; el político se decanta con facilidad hacia el populismo y la demagogia; los padres dan rienda suelta a los deseos de sus hijos; en la escuela desaparecen las reglas porque la represión es traumática. La publicidad comercial, por su parte, vende «experiencia», «sensaciones fuertes», o directamente «emociones».

En fin, hay que sentir en lugar de aprender a pensar.
           
Las emociones se convierten en un objeto de culto, de adoración, de religión. Para Lacroix, ese culto a la emoción «representa el apogeo del culto al yo», expresión manifiesta  del fatuo individualismo que conduce al hedonismo vulgar, al narcisismo ramplón. Tal culto es el clímax y zenit de un culto que ha colocado al individuo en un podio que nadie «debe» derribar.

En el lenguaje de las emociones lo que distingue a una persona de la otra es su sensibilidad, su parte emotiva, y no la parte racional. Pues ésta tiende a unificarlo en el seno de un todo despersonalizado, ésta tiende a generar juicios que ocultan al ser de la persona, los cuales no lo dejan ser. Las emociones, según el discurso emotivo, personaliza va tras la búsqueda del ser; por el contrario, la parte racional lo des-personaliza.

El lenguaje de las emociones es la negación de la ética entendida ésta como algo que viene a ordenar lo que de por sí es caótico y merece evaluaciones distintas. El ser humano está dotado de razón y emociones. Y para llevar a cabo una ética de la existencia debe desarrollar la parte contemplativa-emotiva, que consiste, entre otras muchas cosas, en «aprender» a admirar lo admirable y a rechazar lo que no lo es.


Para lo cual la persona debe tener razones que le indiquen qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún aspecto. La persona ha de aprender racional y emotivamente a sentirse afectado por los aspectos nobles y valiosos, por los comportamientos íntegros y justos.  Para esto el sujeto tiene que adquirir una capacidad de discernimiento para saber distinguir lo que vale de lo que no vale. Una capacidad que no se puede dar por supuesta, ya poseída, como si fuese algo natural. Pues tal capacidad se desarrolla  a través de un largo e inacabado proceso aprendizaje que dura toda la vida.

jueves, 23 de enero de 2014

DESEOS E IDEALES LA CONFORMACIÓN DEL INDIVIDUO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Las ilusiones y las emociones tienen tanto valor para dirigir la conducta como lo tiene la razón, ambas no pueden ir separadas. La imaginación, por su parte, despoja a la realidad de su carácter de ser realidad; la despoja de todo lo malo y de todo lo bueno, a la experiencia la convierte en la no-experiencia, lo que le permite un nuevo re-comenzar.

En el ideal colectivo se fraguan las coincidencias de muchos individuos en un mismo afán de imaginación. Una manera de sentir y de pensar análoga va a converger un ideal común a todas estas personas. Tal ideal, por ser una creencia, puede contener una parte de error; en ello mismo le va su carácter de ideal, está expuesto a ser inexacto. No obstante, lo único malo es carecer de ideales, de aspiraciones, pues tal apática nos esclaviza a las contingencias de la vida inmediata.

Nuestras ideales, nuestras aspiraciones, deseos no siguen un ritmo uniforme en el curso de la vida individual o social; éstos palpitan dentro de todo esfuerzo realizado por un hombre o por una comunidad. Sin ideales es inexplicable el desarrollo de los individuos. Ya que los deseos son guías que constituyen el desarrollo de los individuos y las comunidades. Pues los acontecimientos cotidianos se transforman al calor de los ideales.

            De allí que el poeta diga “no caigas en lo que cayó tu padre, que se siente viejo porque cumplió 70 años, olvidando que Moisés dirigía el éxodo a los 80 y Rubinstein, interpretaba como nadie a Chopin a los 90”

Los hechos de la vida cotidiana son puntos de partida; los ideales son como soles luminosos que alumbran y hacen el camino que nos planteamos. La imaginación enciende nuestros deseos para sobrepasar nuestra experiencia, se anticipa a nuestros resultados. Los deseos, la imaginación, la razón reflexiva son la fuerza de nuestro ethos que nos enfrenta a la mediocridad, que paraliza nuestras aspiraciones y deseos vitales de vivir.

El deseo creativo y la vida reflexiva dan el impulso hacia delante, hacia la búsqueda de esa conciencia que nos coloca ante el mundo. Lo que nos hace ver esa experiencia sumisa, esos prejuicios, esas domesticidades que nos limitan a las meras a las contingencias de un presente fatuo. El deseo y la razón imaginativa son indispensables para crear; encienden la chispa que luego la imaginación y la experiencia lúdico-estética convierte en la realidad en hoguera. La imitación creativa, por su parte, estructurará en otros aspectos los haceres colectivos.

Los idealistas, las aspiraciones, los deseos son inquietos, porque son algo que vive, son algo vivo. La apacible tendencia del conformismo se asienta en la estable inercia de lo carente de vida. Toda vida es inquieta. El impulso creativo anida en la vida, como lo hace el calor, el fuego arrebatador. Este impulso ilumina, mira en trescientos sesenta grados, no está domesticado por supersticiones ni del pasado, ni del presente, ni del futuro.

El deseo lúdico, creativo es florecimiento, es aurora que trabaja con entusiasmo para el presente que se convertirá en porvenir. No le da tregua a la molicie. El hombre anhela, se afiebra por el ideal que lo hace mover; hay que adquirir el fuego de Prometeo, y sin un ideal no se adquiere.  

Pero el ideal no puede quedarse en el individualismo, porque allí se moriría. El yo inquieto, no puede vivir en perenne soledad, es en lo social donde se desarrollará su afán creador, motivador. Pensar en un yo solitario, individual, es una exageración ilusa. Porque el ideal sólo se realiza en lo colectivo. Es la vida social quien le da calor al ideal; en caso contrario, es sólo un ideal muerto, frío, carente de estilo, sin firma.

La pasión activa es el atributo necesario para mover esa partícula de virtud, de belleza, de dignidad, de actitudes ante la vida. Se requiere un esfuerzo violento contra los prejuicios serviles, que nos conforman de aparentes verdades, de mentiras siempre aceptadas, de ideales falsos porque no son éticos, los cuales nos llevan a tener un ideal servil de nuestra propia falsa verdad. A través del cual alimentamos nuestro temperamento acomodaticio, que nos constituye en una vida guiada por el mero interés que brinda provecho material. Nos convertimos en seres parasitarios. Porque se vive de la carroña.

El propósito creativo admite ritmos afectivos, que encarrilan nuestra experiencia con el otro, los ideales se convierten así en acciones reflexivas. La vida, entonces, se hace atenta para no perder la más mínima agitación del mundo que la solicita. Porque ésta, la vida, es concebida en sus lecciones de la realidad como un procesos inacabado de educación.


Las aspiraciones fundadas en una eticidad imponen sus sueños, rompen las barreras que pone la misma realidad. Se aprende en la vida a distinguir lo que depende y lo que no depende de nosotros. Se aprender a aprender.  Vivir en nuestros propósitos, deseos es servirnos a nosotros mismos, nadie nos forzará a soñar sueños ajenos que nos impiden ascender hacia nuestro propio ser. El cual nos llevará a un ethos social como un producto de combinaciones compartidas de originalidades incesantemente multiplicadas.

martes, 21 de enero de 2014

LAS EMOCIONES Y LA RAZÓN PRÁCTICA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Que somos seres emotivos y racionales a la vez es parte del viejo conocimiento que se tiene del ser humano. Aun cuando a veces se ha exagerado con respecto a la razón, y últimamente con respecto a la emoción.

Las emociones, los sentimientos, los afectos y con éstas el deseo, el desprecio, el gusto y el disgusto por las cosas son fundamentales para la formación de nuestro carácter, así como lo es nuestro razonamiento. La razón práctica existe en yunta con los sentimientos, se da de esta manera. Las emociones, en tanto expresiones humanas, se construyen socialmente. Por lo que cambiamos de parecer o de opinión en diferentes situaciones dadas porque cambian nuestros sentimientos.

El lenguaje de las emociones se ha impuesto actualmente en todos los campos, y pone de relieve que lo emotivo ha sido un aspecto ignorado u omitido hasta ahora por las ciencias sociales y humanas. El discurso actual sobre las emociones pretende corregir esa tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico. 

Las emociones nos mueven a la acción, pero también nos pueden paralizar. Hay emociones que nos incitan a actuar, otras que nos llevan a escondernos o a huir de nuestra realidad. Ambas son válidas. De allí que, todas las emociones puedan ser útiles y contribuir al bienestar o no de la persona que las experimenta. Razón por la cual hay que conocerlas, y aprender a gobernarlas, es decir, a co-vivir con ellas.  El gobierno de las emociones es el cometido de la ética.

Los griegos hablaban de virtudes o del conjunto de cualidades que debía adquirir la persona por medio de la educación para lograr la excelencia, asunto difícil en las sociedades complejas. Le preocupaban las actitudes de la gente en función de saber cuáles eran las más favorables para convivir en la ciudad y cuáles entorpecían la vida en común. Pues la ética es un hecho colectivo, no individual.  

Para los helenos el alma tenía sentimientos, de eso no había dudas. Sin embargo, éstos no siempre eran ordenados, por lo que debían ser administrados por la facultad racional. Es decir, debían ser gobernados y administrados, pero nunca suprimidos. Ya que a fin de cuentas, nuestro carácter, nuestro ethos, nuestra manera de ser se manifiesta en un conjunto de disposiciones o actitudes, que para ser efectivas han de estar conformadas necesariamente por el componente emotivo.

Por ello, la educación moral, para los helenos, estaba destinada a hacer que cada ciudadano pusiera de manifiesto su capacidad para la justicia, la prudencia, la generosidad o la valentía, sintiendo estos valores eran suyos, que le eran propios, constituían parte de su manera de ser, es decir, eran constitutivos de su ser.

Desde este punto de vista, la moralidad es una sensibilidad. Por la cual uno siente atracción hacia lo que está bien y rechaza lo que está mal. La moralidad no es sólo un conocimiento de lo que se debe hacer, de lo que está permitido o prohibido, sino también un conocimiento de lo que es bueno sentir. 

En este sentido, la ética es una inteligencia emocional que dirige lo que es vida correcta; la cual nos permite conducirnos bien en la vida, es decir, saber discernir; esto significa sentir las emociones adecuadas en cada caso determinado, más allá de tener una correcta comprensión racional de la situación. Porque si el sentimiento ético falta la norma o el deber se me muestra como algo externo a mí, a la que sólo estoy vinculado por una obligación externa, no como algo que tengo interiorizado e íntimamente aceptado como bueno o justo.

Quien carece de afectividad moral es apático. Nada le motiva ni le moraliza porque vive des-moralizado. Carece de moral, en el sentido de entusiasmarse por lo que merece la pena. Vive en la indiferencia. Así como son apático quienes son dados al sentimentalismo.

Aprobamos aquello que nos satisface. El fundamento de la ética es la simpatía o la empatía con los sentimientos ajenos. El sentimentalismo, por el contrario, es el sentimiento sin la guía de la razón. En el razonamiento práctico, las emociones y la razón van de la mano. Las emociones por sí solas no razonan. Las razones contribuyen a modificar y reconducen las emociones, en función de evitar un mero sentimentalismo vacuo. Lo que Michel Lacroix ha criticado duramente en “El elogio de la emoción”.

Estamos dotados de razón y emociones. De allí que, debemos desarrollar la parte contemplativa para aprender a admirar lo admirable y a rechazar lo que no lo es. Debemos tener razones que nos indiquen qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún aspecto. Debemos adquirir una capacidad de discernimiento para saber distinguir lo que vale de lo que no vale. Una capacidad que nunca se debe dar por supuesta, pues es el resultado de un largo e inacabado proceso de aprendizaje.


Los filósofos, tal como señala Victoria Camp, no nos distinguimos por resolver los problemas. Pero sí por formularlos en todas sus dimensiones, y por ayudar a entender por qué actuamos como actuamos.

viernes, 17 de enero de 2014

LAS CONVERSACIONES Y DE SUS IMPLICACIONES: UNA FILOSOFÍA PARA LA VIDA

Las expresiones tal y como las usamos en el lenguaje cotidiano no son claras y precisas. En muchos casos, no son inteligibles. Por dos causas al menos. Primero, porque en toda conversación hay al menos dos hablantes; quienes, a la vez, son dos intérpretes de sus propios mundos, constituidos por historias, hábitos y costumbres. Segundo, en toda conversación hay muchos significados siendo éstos verbales y corporales, además de los supuestos intangibles.

¿Cómo llevar a cabo un diálogo sin esas dos causas? Es imposible. La estrategia para que una conversación sea lo más inteligible posible, para ambas partes, consiste en erigir un lenguaje cuyas oraciones sean claras, libres de ruidos, de ambigüedades, para que lo que se habla sea lo más inequívoco posible. De este modo, el diálogo se hallará lo más seguro posible. Pero nunca a salvo.

En la conversación se dan dos elementos, lo que se dice y lo que se implica en la misma. Por una parte, el «decir» se haya relacionado con el significado convencional de las palabras, de las oraciones que alguien ha proferido. Por la otra, la «implicación», cualesquiera que sea, depende de uno de los términos singulares de la oración pronunciada.

Esta implicación tiene que ver con dos máximas. En algunos casos, el significado convencional de las palabras usadas determinará lo que se implicó; Grice la denomina «implicación convencional». Además, ésta nos ayuda a identificar lo que se dijo. Como un hecho fundamental de todo diálogo, yo, el hablante-oyente, me comprometo con el significado de mis palabras, con la expresión de un antecedente y un consecuente. Pues he dicho algo que puede ser que implique o indique algo. De allí mi compromiso.

Nuestras conversaciones son habitualmente sucesiones de observaciones conexas. Además, éstas son esfuerzos cooperativos, en el que cada participante, hablante-oyente, percibe que hay en ellas un propósito común, un conjuntos de propósitos comunes, una dirección, al menos, mutuamente aceptada. En esto consiste, lo que Grice denomina el «Principio Cooperativo» conversacional.

Este principio de cooperación conversacional determina que en la conversación, en función de su mejor consecución, se plantee desde el inicio el propósito o dirección del diálogo proponiendo, de una vez, el tema de discusión o a discutir; aunque éste puede evolucionar en el transcurso de la conversación; tal propósito puede estar muy bien definido o dejar margen a introducir otras posibles direcciones. Para bien del diálogo, se excluirán las «contribuciones conversacionales» que sean inadecuadas y estorben. Asimismo, es recomendable formular un principio general de lo que se espera de la conversación en sí, y de lo que se espera de cada dialogante.

Para conformación de la conversación y sus implicaciones, Grice propone cuatro categorías constitutivas del «Principio Cooperativo», las cuales, a su vez, están conformadas por «máximas conversacionales». Las categorías en cuestión son: categoría de cantidad, categoría de cualidad, categoría de relación y categoría de modo. Las tres primeras categorías tienen que ver «con lo que se dice». La última tiene que ver «cómo se dice lo que se dice».

La «categoría de cantidad» tiene que ver con la cantidad de información a proporcionar en la conversación. Las máximas de esta categoría son: Primera, «Haga que su contribución sea tan informativa como sea necesario» esto en función de los objetivos de la conversación. Segunda, “Haga que su contribución resulte más informativa de lo necesario”, en ésta la supra-información podría ser una pérdida de tiempo, ya que puede generar confusión al introducir «contribuciones conversacionales» inadecuadas que no contribuyen a nada.

La «categoría de cualidad» está constituida por tres máximas, a saber: Primera, «Trate que su contribución sea verdadera». Segunda, «No diga lo crea que es falso». Tercera,  «No diga aquello de lo cual carezca de pruebas adecuadas». Como apreciamos esta categoría tiene componentes de moralidad y eticidad.

La «categoría de relación» se refiere a la relevancia y precisión de lo que se va a decir o se dice. La máxima que la conforma es: «Vaya al grano», es decir, sea preciso en y con la información que va a dar o intercambiar.

La «categoría de modo» tiene que ver, como señalamos antes, «cómo se dice lo que se dice». Las máximas de esta categoría son: Primera, «Sea claro, transparente». Segunda, «Evite ser oscuro al expresarse». Tercera, «Evite ser ambiguo al expresarse». Cuarta, «Sea escueto y evite ser innecesariamente prolijo». Quinta, «Proceda con orden».

Las «máximas conversacionales», así como las implicaciones relacionadas con éstas, están vinculadas con los objetivos particulares de la conversación y con los intercambios habidos en ella. Las máximas, además, de tener el propósito central de intercambiar información, tienen los objetivos generales de gobernar e influir en la conducta de los demás. Recordemos que la conversación es una relación de poder, en el sentido foucaultiano.


Estas máximas constituyen los supuestos fundamentales de las que dependen las implicaciones a través de las cuales los hablantes-oyentes se conducen en términos generales. Este es un hecho empírico que constituye la base de nuestras conversaciones y el fundamento de nuestra usual práctica conversacional, se han convertido en una manera cuasi-contractual de hablar. 

jueves, 16 de enero de 2014

EL CONOCIMIENTO Y LA ESPIRITUALIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Qué es lo que hace que para una persona exista lo verdadero y lo falso?
La filosofía que se plantea la pregunta, entre otras muchas, por aquello que hace que exista y que pueda existir lo que denomino verdadero y falso. La filosofía práctica, además, se plantea la cuestión sobre cuáles son las mediaciones que le permiten al sujeto tener acceso a su verdad. Intenta, entonces, determinar cuáles son las condiciones y los límites de ese acceso que el sujeto tiene a su verdad.

El conjunto de esta indagación filosófica, en este caso particular, constituye la espiritualidad. La búsqueda, la práctica, las diversas experiencias a través de las cuales las personas realizan sobre sí mismas las transformaciones necesarias para tener acceso a su verdad, esto es, a la ontología de su ser.

Esta espiritualidad conformada por búsquedas, prácticas y experiencias entre las que se encuentran las purificaciones, la ascesis, las renuncias, las conversiones de la mirada, las modificaciones de la existencia, constituyen para el sujeto el recorrido y el precio a pagar para tener acceso a su conocimiento.

Tres características conforman la espiritualidad del sujeto. En primer término, el conocimiento de sí mismo, es decir su verdad, no le es concedida al sujeto de pleno derecho. Él debe transformarse a sí mismo en algo distinto a sí para acceder a su verdad. En este aspecto, el ser propio del individuo está en riesgo, ya que el precio de su verdad es la conversión de él mismo. Ha de convertirse en otro.

Un segundo aspecto, es que el sujeto no puede acceder a su verdad sin una conversión o sin una transformación de sí mismo. Sin esta transformación le es negada su verdad. La cual se realiza a través del impulso del eros, es decir, del amor; impulso de amor por el cual la persona se ve a sí misma desgarrada de su ser. Por medio de este impulso el individuo realiza sobre sí mismo la conversión de sí, a fin de configurarse en un sujeto capaz de lograr su verdad mediante un movimiento de ascesis, de liberación.

En último término, a través del acceso a su verdad se produce en el sujeto un efecto de retorno, esto es, de la verdad sobre el sujeto mismo.  La verdad ilumina a la persona. El individuo se hace a si ser de sí mismo, se constituye en su propia verdad. Retorna sobre sí mismo transformándose en el individuo de su búsqueda, de su práctica, de su experiencia, de su verdad.

Para esta espiritualidad de que hablamos, que es un acto de conocimiento en sí y para sí mismo, no da acceso a la verdad si no se está preparado, acompañado, realizado mediante una cierta transformación de la persona; no de la exterioridad del individuo, sino del ser del sujeto mismo. El conocimiento tiende a transferir al propio acto de conocimiento, las condiciones, las formas y los efectos de la experiencia espiritual, es decir, de la transformación del individuo.  

La cuestión filosófica de ¿cómo tener acceso a mi verdad? En tanto práctica de la espiritualidad y en tanto transformación necesaria del ser de la persona que le permita a ésta el acceso a su verdad, constituyen dos cuestiones que pertenecen a la misma búsqueda, y no pueden ser tratadas de un modo separado.


El conocimiento y únicamente el conocimiento no es la única vía de acceso a mi verdad. Necesito modificar y alterar el ser del sujeto que soy. A partir de este momento, yo, el sujeto que soy, puedo ser capaz de llegar a mi verdad haciendo confluir en mí las condiciones, las relaciones intrínsecas y extrínsecas del conocimiento y de mi espiritualidad. Pues a través de esta doble práctica cuestiono la verdad, la necesidad de la verdad, las relaciones instituidas entre subjetividad y verdad, la verdad acumulada. Ahora, por el contrario, yo actúa sobre mi verdad, pero asimismo mi verdad actúa sobre mí.

miércoles, 15 de enero de 2014

EL CUIDADO DE UNO MISMO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Para el sujeto y su verdad existe el concepto antiguo de épiméleia/cura sui, que significa “el cuidado de uno mismo”. En esta cuestión del sujeto, sin embargo, se ha planteado asimismo la fórmula délfica del “conócete a ti mismo”, la cual va acompañada de la exigencia de “ocúpate de ti mismo”.

Entre estos dos preceptos existe una relación de subordinación. Ya que, “el conocimiento de uno mismo” es un caso particular de “la preocupación por uno mismo”, es decir, aquel es una de las aplicaciones concretas que éste conlleva en sí.

El “ocuparse de uno mismo” constituye el principio básico de cualquier conducta racional, de cualquier forma de vida activa que aspira a estar regida por el principio de la racionalidad ética. Por ello, se hace necesario distinguir en “el cuidado de uno mismo” tres importantes aspectos, a saber:

En primer lugar, el concepto “el cuidado de uno mismo” equivale a una actitud general, a un determinado modo de enfrentarse al mundo, a un determinado modo de comportarse, de establecer relaciones con los otros. Implica entonces una actitud en relación con uno mismo, con los otros y con el mundo.           

En segundo término, “el cuidado de uno mismo” es una determinada forma de atención, de mirada. Preocuparse por uno mismo implica que uno reconvierte su mirada y la desplaza desde el exterior, desde el mundo, y desde los otros, hacia uno mismo, hacia sí mismo. La preocupación por uno mismo contiene en sí una cierta forma de vigilancia, sobre lo que uno piensa, sobre lo que siente o padece; y sobre lo que acontece en el pensamiento, en las emociones y pasiones.

En tercer lugar, “el cuidado de uno mismo” designa un determinado modo de actuar, una forma de comportarse que ejercemos sobre nosotros mismo; a través de la cual uno se hace cargo de sí mismo, se modifica, se purifica, se transforma o se transfigura. De aquí se derivan una serie acciones prácticas fundadas en nuestra historia, nuestras interpretaciones, nuestra moral, nuestra ética y nuestra espiritualidad. Representaciones que se hacen presentes y configuran nuestra forma de ser.

“El cuidado de uno mismo”, como he señalado, conlleva a unas prácticas fundadas en nuestra espiritualidad. Si en este caso, la filosofía práctica es una forma de pensamiento que se plantea la cuestión de cuáles son las mediaciones que permiten al sujeto tener acceso a su verdad, esto es, a la ontología de su ser; podemos señalar que la “espiritualidad” es la búsqueda, la práctica, las experiencias a través de las cuales el sujeto, es decir, yo, realizo sobre sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso al conocimiento de mi ser.

La espiritualidad es el conjunto de mis búsquedas, de mis prácticas y mis experiencias entre las cuales se encuentro las purificaciones, la ascesis, las renuncias, las conversiones de mi mirada, las modificaciones de mi existencia que constituyen para el ser mismo del sujeto que soy, el precio a pagar para tener acceso a mi verdad, esto es, a saber el ser que soy.  

La noción de “el cuidado de uno mismo” implica, también, un corpus que determina nuestra manera de ser, nuestra actitud, nuestras formas de reflexión, de tal modo que esta determinación es nuestra historia, nuestras representaciones, es decir, nuestra subjetividad, o si se prefiere las prácticas del sujeto que somos.

“El cuidado de mí mismo” no se reduce a un mero impulso de vivir, a un mero querer, a una simple vivencia, no es una cosmética. Las vivencias, el vivir, el querer tienen su raíz en “el cuidado de mí mismo”. Ya que este “cuidado de mí mismo” me define como sujeto que soy en mí existir, el cual siempre está en riesgo; la realidad de mi ser consiste en lidiar permanentemente sobre mí mismo, en un proyectarme sobre mí para poder llegar a ser lo que pretendo ser como sujeto.


El que hayamos privilegiado “el conocimiento de uno mismo” sobre “la preocupación por uno mismo”, se debe a que “el cuidado de uno mismo” aparece como algo melancólico, algo cargado de connotaciones negativas, algo a lo que hay que encerrar en la esfera de lo privado, algo que no tiene que ver con la ética personal y social. De esta manera, nos encontramos con la rareza de que “la preocupación por uno mismo” ha significado más bien egoísmo o repliegue sobre sí mismo. Por el contrario, en la antigüedad clásica gozó de un significado efectivo y consistente con la existencia individual y colectiva.

jueves, 9 de enero de 2014

EMOCIONES Y RAZONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Las emociones tienen tanto valor para dirigir la conducta de mujeres y hombres como la razón más exacta. Las emociones determinan, junto a la razón, esa partícula de ensueño que se sobrepone a la realidad. Éstas generan un vórtice que conforma una realidad a partir de diversas experiencias cristalizándolas en los moldes para la vida.

            Todo ideal, por ser una creencia, contiene una parte de error y otra de acierto; es una visión de una posibilidad. En muchos aspectos puede ser la coincidencia de muchos individuos tras un mismo afán. Y una manera semejante de sentir y de pensar converge hacia ese ideal común a todos estos individuos.

            Carecer de ideales conduce a esclavizarse a las contingencias de la vida práctica inmediata. Pues los ideales, las aspiraciones conllevan a una transmutación, que no sigue un ritmo uniforme en conformidad con la vida social o individual. Sin ideales el individuo se detiene. La vida recibe calor vivificante a través de los ideales, los deseos, las oportunidades que se anhelan.

            Los hechos han de ser el punto de partida en la consecución de los ideales. La imaginación enciende las aspiraciones sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus resultados. No obstante, frente a esta fuerza se advierte otra fuerza que obstaculiza las posibilidades de la vida. Tal fuerza contrapuesta son las emociones, que se convierten en una incapacidad de los ideales, de las posibilidades, de las aspiraciones. Me refiero, en particular, a esas emociones, como diría Vallejo, que parecen producto del odio de Dios, que nos encadenan y carcomen cual buitre a Prometeo o nos hacen llevar una vida como la de Sisifo.   

            Tales emociones nos hacen padecer una experiencia sumisa del presente conformada ésta por rutinas, prejuicios, domesticidades asumidas y convertidas en Verdad. En cuya verdad recreamos los cultos del individuo práctico, realista, conforme; sin embargo limitado a las contingencias del presente que renuncia, por estar atrapado en sí mismo, a toda posibilidad.

            El deseo es indispensable para crear; es esa llama que enciende la imaginación y la experiencia hasta convertirla en fuego, en hoguera permanente. Pero el deseo, la imaginación, la creación sólo se da en la libertad; en el despojarse de esas cadenas impuestas y auto-impuestas, más las últimas que las primeras.  Pues al buscar nuestros ideales, nuestras oportunidades nos convertimos en seres inquietos, que todo lo que vive como la vida misma.

            Contra la estabilidad que parece inercia de muerte. Todo impulso creador es inquieto. Ya que el impulso hacia lo mejor sólo puede esperarse de lo que es vivificante, no de lo enmohecidos y moribundo. Sólo el impulso de vida sano e iluminado mira al frente. Nunca los decrépitos prematuramente domesticados por las supersticiones del pasado y del presente son fuente de vida, de creación.

            Sólo hay vida, emoción creadora en aquellos que trabajan con entusiasmo para el presente y el porvenir. Y como dice el poeta Schiller, “voy a presentar la belleza ante un corazón que es capaz de sentir todo su poder y de ponerlo en práctica, ante un corazón que, en una investigación en la que se hace necesario apelar por igual a sentimientos y a principios, tendrá que hacerse cargo de la parte más difícil de mi tarea” (Cartas sobre la educación estética del hombre). Ante la belleza de la vida sólo la libertad vivificante es posible.

            Nada es posible en la tibieza de una vida apagada por el crepúsculo de emociones oscurecidas. En éstos todos los sueños, toda posibilidad, toda oportunidad, todo ideal es algo descarriado. Hay que tomar el fuego que nos regalo Prometeo, el cual abre la exploración de posibilidades futuras basada en indicios presentes. En este que soy ahora y aquí. Sólo así será posible vivir en un afán de mis oportunidades. Pues en mis ideales o sin ellos cifro mi ventura suprema o mi perpetua desdicha.

            Hay que ser exagerados, se necesita serlo. Hay que ser cálido desbordando lo personal sobre lo impersonal. El pensamiento sin deseo es frío, carece de estilo, porque crear una vida de virtud, de belleza se requerimos de nuestro esfuerzo, y éste tiene que ser violento contra la rutina y los prejuicios. La pasión es atributo necesario para que aparezca la vida. Ningún ideal es fútil para quien lo siente. Pues como dijo el Oscuro de Éfeso «ni aun recorriendo todo camino llegarás a encontrar los límites del alma; tan profundo logos tiene».


            Las oportunidades que me constituyen conforman mis verdades, los deseos, las emociones, la razón cooperan en su advenimiento. Mis posibilidades, mis aspiraciones, mis oportunidades se conforman a través de los valores, las creencias de las cuales estoy conformado. En ellos fundamento mi lucha de cada día, por ellos preservo en la vida que he elegido. 

miércoles, 8 de enero de 2014

LA FILOSOFÍA DE LA ACCIÓN: UNA FILOSOFÍA PARA LA VIDA

La ontología de la acción  se da inseparable de la psicología y de la ética en tanto praxis de los individuos. Pero es necesario indagar sobre ¿qué entendemos por acción? Ya que de ésta tanto hablamos y decimos. De allí que nos urge determinar qué significa realizar una acción o hacer algo en nuestras vidas.

            La acción es una actividad, que incluye para su realización un tipo movimiento o varios tipos movimientos; por lo que la acción es un proceso, el cual que tiene dentro de sí mismo su fin, es decir, el fin que se propone le es inmanente al individuo que lleva a cabo su acción. Por lo que un conjunto de disposiciones y facultades para conseguir este fin. En este sentido, el individuo es un agente activo de acción que se identifica con la acción y el fin que ejecuta.

            En la consecución de la acción es importante considerar y estar atentos a las características del proceso. Pues en este proceso el sujeto se ha de identificar con su meta, ya que a ésta tiende en su logro. La acción y la meta son de su interés, le atañen en su ser. El fin depende de la acción, y la acción del fin. Es una relación intrínseca.

            Ahora bien, ¿de qué tipo de acción estamos tratando? Estoy tratando sobre aquellas acciones que tienen en sí la índole de mi bienestar, de lo que yo quiero ser y hacer; por lo que adquieren sentido en el ámbito de mi acción. De allí que no podemos confundir el producir cosas con la acción que tiene un fin en sí misma, esto es, que su fin es ese ser que quiero ser. Es mi acción sobre mí mismo. Soy el fin de mi praxis.

            La acción no es un mero hacer. No es mero un movimiento, no es un mero producir. Mi acción me debe tener como fin a mí mismo. Porque entonces no es acción, sino es un movimiento externo a mí; un algo en lo que yo no estoy involucrado, es decir, en el que yo no soy un fin para mí mismo.

            La naturaleza de los fines es lo que distingue a la acción de la producción, si  entendemos que en ésta última el fin está fuera de sí misma. A veces, hacemos producción y movimientos sobre nosotros mismos creyendo que son acciones. Aquellas, producción y movimiento, nada tienen que ver con la psicología y la ética del individuo en la consecución de un fin que le es propio, que le es intrínseco.

            Muchos haceres que buscan el bienestar están fundados en la producción, esto es, en el producto que llega a ser lo que es mediante la técnica,  que es algo exterior. Por el contrario, la acción es un movimiento que tiene su fin dentro de sí mismo y se lleva a cabo en función de sí mismo. Como antes he señalado, tal fin soy yo, el yo que quiero ser para mí.

            La acción es siempre acción, porque tiene su fin en sí misma. Aunque se sirve de la producción, en tanto medio, para alcanzar su realización, por lo que tiene resultados que le son externos. Pero esto no cambia la naturaleza de la acción. ¿Cuál es la causa de la acción en nosotros? ¿Qué nos hace llevar a cabo esta praxis?

            Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, señala que “la causa de la acción es la elección, y la causa de la elección es el deseo y el pensamiento en vista del fin” (EN, VI, 2, 1139 a 31-34). Como apreciamos en este conjunto de con-causas, la causa de la elección es el deseo. ¿Qué se desea? Deseo mi bienestar, deseo ser lo que quiero ser. Como vemos el fin de mi acción está en mi mismo.

            Otro aspecto que debemos tener en consideración como causa de la acción es el pensamiento en vista del fin, a saber, nuestra deliberación sobre los medios para alcanzarlo. La acción no es algo ciego, impulsivo. La acción es elección y deliberación cuyas con–causas son el deseo y el pensamiento en vista del fin. Y como ya hemos indicado el fin yo soy, mi bienestar en tanto me realizo en el ser que quiero ser. En mi reconocerme, en dejar de ser otro, en dejar de ser lo que no soy, en dejar de estar desgarrado, en dejar de ser una conciencia desventurada. Esta es la búsqueda del fin último del hombre, que a decir de Aristóteles es la felicidad.

            Aquí nos encontramos, entonces, en el centro de la filosofía de la acción, es decir, de la filosofía de los asuntos humanos.