lunes, 19 de enero de 2015

DE LAS QUERENCIAS EN LA CONFORMACIÓN DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Las querencias son fundamentales en la conformación del sujeto. Las doctrinas budistas apelan al desapego como formas de no-afiliación, lo cual evita el dolor; esto semejante a las doctrinas estoicas. Indudablemente deben estar hablando, ambas doctrinas, de apegos patológicos o enfermizos, los cuales son desfavorables para alcanzar ciertas metas planteadas en la vida de cada persona. Es este caso, son obstáculos para alcanzar una vida de bienestar.

            Todos tenemos querencias de diferentes intensidades y duración. Querencias de toda una vida, como por ejemplo, la querencias a nuestra madre, padre, hijos, abuelos, amigos… Como la elegía de Miguel Hernández a Ramón Sijé, cuando el poeta dice: “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería…” También tenemos querencias por una región, un país… o querencias triviales como por el chocolate blanco o negro, o a algo pasajero. Cada una de éstas es diferente en su sentir. Sin embargo, cada una de ellas contribuye, a lo que Heidegger llama, el construir, morar y pensar en nuestras vidas.

            De este modo, anteponer el desapego como una práctica irreflexiva no tiene sentido. El desapego, como un hacer del sujeto, tiene que tener previamente un pensar. La querencia, por el contrario, es algo natural al sujeto, pero por ello mismo también debe ser cultivada. La querencia debe ser parte de una educación estética y ética, a través de la cual se va construyendo el ethos del sujeto.

            La querencia nos atañe a diario. Un amigo, a quien le dio la chikungunya y estuvo tres días encerrado en su apartamento sin asistencia de nadie, me contó, que cuando los vecinos llegaron a auxiliarlo, lo primero que les dijo fue: «la comida del gato»; los vecinos viendo en el estado que se encontraba le dijeron: «te estás muriendo y tú pensando en el gato». Así son nuestras querencias. Así somos. Actuamos en gran medida por nuestras querencias y ellas en gran medida nos definen. O esas querencias que parecen no ser tales, porque están en un estado de aparente olvido, como una amiga que al morir un conocido me decía «uno piensa que no los quiere, pero si los quiere en verdad».

            Primero tenemos que cultivar nuestras querencias, para luego cultivar y saber manejar el desapego. No podemos pretender llegar al desapego sino no nos hemos educado en nuestras querencias. Debemos recordar que el desapego es la terapéutica al apego enfermizo, el cual se convierte en una emocionalidad desfavorables, que obstaculiza nuestras metas. El desapego no es contrario a nuestras querencias, ni las niega. Ni la querencia debe negar el desapego cuando éste es necesario a nuestras vidas.

            Tenemos estas querencias porque vivimos en una permanente exterioridad, que en este caso no tiene ningún valor de favorable o desfavorable a nuestra vida. No lo tiene porque así somos, miramos constantemente a nuestro entorno. En este sentido, estas querencias nos van conformando como sujetos. Cuando vivir ese realiza en una pura exterioridad ésta se hace patológica, estamos ante una situación que amerita una terapéutica; asimismo cuando vivimos en una interioridad enfermiza que nos aísla del mundo. De allí la necesidad movernos en ese equilibrio dinámico que requiere la vida reflexiva.

            En este sentido, le dejo una pequeña historia que a muchos los acompaña en sus querencias:

            El Feo parecía que había nacido en una pinturería durante un terremoto, a escala 8,5 de Richter; estaba conformado por tres colores básico, que bien sabemos que se mezclan dando la apariencia de un Jackson Pollock ebrio. El blanco se mezclaba con el amarillo dando un color sucio, el amarillo tenía esas rayas más oscuras quedan una apariencia atigrada, el negro entreverado de pelos blancos parecía gris, y mezclado con el amarillo parecía barro de la calle. Además, el Feo, que luego nos dimos cuenta que no era macho sino hembra como ya sospechábamos, era medio espelucado en la parte de las patas traseras. La mitad de la cara era amarilla, la otra negra con media oreja amarilla. Los ojos amarillos como las mariposas de Mauricio Babilonia, un encanto cubista.
           
            Se sumaba a su apariencia desmelenada, una mancha negra en la fosa nasal derecha y otra en la parte inferior de la boca, lo que le daba una semejanza con Mike Rourke en «Barfly» después de una pelea en algún bar. Cuando lo conocí tenía sólo cinco meses, era esmirriado y con cara de hambre, aunque se había criado en el patio de la casa de Eugenia, y comía en medio de unos jurásicos morrocoyes sabaneros. Tenía un menú variado que iba de lo carnívoro a lo vegetariano. Todo un degustador.

            Acostumbraba a sentarse, en cualquier parte, a mirar a lo lejos con un desamparo y una melancolía que solo se ve en los perros callejeros y en los enamorados. Vivía en el patio, nunca se acercaba a la puerta de la casa, porque Zeus Tonante haría que sus rayos se convirtieran en una lluvia de escobazos; me habían contado que ya había recibido, en una oportunidad, la furia del dios del Olimpo. Creo que no tenía ganas de volver a experimentar tal epifanía divina.

            Como todo gato iba metiendo la nariz por todas partes, era un Tom Sawyer con aspecto de Huckleberry Finn; esto le trajo la desgracia a su corta vida, cual Gavroche cantando “La alegría es mi ser; por culpa de Voltaire; si tan pobre soy yo, la culpa es de Rousseau”. Pues una madrugada, algún dios faraónico se olvidó de él; tal vez distraído por alguna plegaria urgente o tal vez, como canta el viejo Silvio, es que éstos son incompetentes. Porque esa madrugada, sin dioses atentos, su cuerpo se accidentó y perdió la agilidad felina de los de su especie. Allí llegó la tristeza que todo lo borra; luego vino la ausencia, a la que tanto tememos los humanos.  



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