sábado, 31 de agosto de 2019

SENTIMIENTOS Y HONESTIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA


Nunca somos de una honestidad absoluta, ya que siempre nos reservamos algo para nosotros. Esto no es nada del otro mundo, pues debe formar parte de nuestro contenido de sobrevivencia, dado en medio de nuestras relaciones intrapersonales y con el entorno en que nos desenvolvemos.

Los seres humanos ocultamos sentimientos por una u otra razón. Eso lo debemos hacer a partir de cierta edad, cuando aprendemos que no podemos ser una entidad totalmente abierta. Lo hacemos como un mecanismo de interacción con el mundo; aprendemos a matizar y, muchas veces, a administrar nuestros sentimientos para con los otros y para con nosotros mismos. De allí que sea un mecanismo de sobrevivencia.

Lo anterior no es un acto de deshonestidad sino de precaución. Este mecanismo debe tener su fundamento en la emoción del miedo, en cualquiera de sus vertientes y grados. Por ello, hemos señalado que es un acto de sobrevivencia. No obstante, debemos tener cuidado que esto no se vuelva un estado patológico o enfermizo. La administración, la economía del miedo y de los actos de sobrevivencia son necesarios en nuestro estar en el mundo.

Lo preocupante es que no sepamos distinguir los límites del miedo y de la sobrevivencia; y no sepamos entonces entregarnos al placer y al disfrute de nuestro vivir, que involucra necesariamente lo sentimental. Porque en ese replegar deshonesto de nuestros sentimientos, puede darse el caso que seamos nosotros los primeros en sufrir las consecuencias al no aprender ni saber amarnos.

En esa situación podemos volvernos deshonestos con nosotros mismos, sin darnos cuenta, al negarnos los sentimientos que nos corresponden. Pues, las posturas que asumimos con nuestros sentimientos pueden terminar por no satisfacernos; por el contrario, terminan por incomodarnos, nos hacen sentimos menospreciados y poco orgullosos de nosotros mismos.

Si esto es con nosotros con los demás puede ser más grave, en dos sentidos por lo menos. En un primer sentido, en el alejamiento que nos imponemos contra las demás o con las personas más cercanas, o contra quienes buscan establecer alguna relación con nosotros. En un segundo lugar, que se produzca en nosotros una enajenación con respecto a otra persona, y entonces ciegamente nos ponemos en la otra persona sin ningún sentido ni medida. Ambas son medidas desgarradoras.

Al ocultarnos nuestro estado de ánimo, nuestros sentimientos y nuestros deseos terminamos por oscurecer nuestro vivir. Por el contrario, debemos ser transparentes y coherentes con nosotros mismos, con nuestro pensar-sentir-hacer. Debemos ser honestos cuando tratamos con nuestros sentimientos sea para con nosotros y con los demás.

Tiene que ser de esa forma y no de otra. Pues, actuar de una forma deshonesta para con nosotros mismos es absurdo y, a la larga, dañino.  Tenemos que actuar, pensar y sentir de forma honesta para con nosotros y los demás. Ya que es la manera más sencilla de ser y hacer.

Al ser sinceros con nosotros mismos, no entramos en falsos juegos ni fingimos nada, ni nos acorazamos en ninguna mentira emocional. Por tanto, debemos mantenernos en guardia para evitar las deshonestidades de nuestros sentimientos, o evitar una actitud derivada de algo que hemos presumido sin ser coherentes con nosotros y nuestro entorno.

Ser deshonestos emocionalmente ha de ser agotador. Pues, se vive en un pseudo-vivir. Por otra parte, permanecer alerta en esa deshonestidad es vivir en un estado de angustia y mentira. Además, más pronto que tarde la deshonestidad nos golpea y se cobra su parte. Por otra parte, el juego de la deshonestidad sentimental cada día se vuelve más difícil de sostener, ya que todo se ramifica y se vuelve más complejo en el entorno que falsamente hemos creado, tanto a lo interno y lo externo.

Para acabar con la deshonestidad tenemos que construirnos el camino de la honestidad y la transparencia emocional, para con nosotros mismos y los demás.  De esta manera, ganamos en carisma y credibilidad. Ser honestos para con nosotros reafirma nuestra propia confianza en nosotros y en los demás. Asimismo sabremos depositar en nosotros la tranquilidad mental y la estima personal necesarias.

Al ser honestos emocionalmente con nosotros mismos tenemos mucho que ganar y nada que perder.

Referencias:
Twitter: @obeddelfin


sábado, 24 de agosto de 2019

ATREVERNOS A PEDIR: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Por lo general, nos cuesta pedir. Las razones de esto pueden ser muchas. También sabemos que hay muchas personas que son muy pedigüeñas y por eso son abusivas. Me interesa en este artículo ahondar en el caso de no atrevernos a pedir, y en particular, en los casos en que sabemos que nos merecemos eso que nos atrevemos a pedir.

Unas de las razones es que pensamos o creemos que las otras personas, el jefe por ejemplo, tiene que darse cuenta que nos merecemos eso que deseamos. Pero la realidad es que el jefe no tiene que darse cuenta de nada. Ni siquiera está en la obligación de darse cuenta. Podríamos decir que entonces el jefe es un mal líder ¿Y? ¿Qué resolvemos con decir que es un mal líder? Si seguimos sin tener lo que no nos atrevemos a pedir.

 Esa suposición es fatal porque nos convierte en unos receptores. Si deseamos algo y consideramos que lo merecemos debemos aprender a pedirlo. Por el merito que tenemos para obtenerlo. Si nos es negado eso es otro asunto, y de allí tomaremos otra acción.

Otra razón, y muy difundida, es que Dios o el universo no dará lo que nos corresponde. Pero en eso podemos pasar toda la vida, a la espera de la dadiva divina o universal. Eso sucede porque creemos que el mundo es justo o que hay una justicia divina de la buena repartición, y que a nosotros nos va a tocar algo de esa justicia divina. Lo único que tenemos que hacer es esperar, con paciencia, a que nos toque algún día.

Otra causa es que nos puede parecer malo —en sentido ético— o de mal gusto —estético— pedir lo que queremos tener. Es un prurito mal entendido y extendido. Que más o menos se fundamenta en los dos anteriores. Que nos impide expresar la petición que deseamos hacer y no hacemos. ¿Los motivos? Cierta vergüenza, un poco de miedo ante la posibilidad de que nos nieguen lo deseamos; reticencia a mostrarnos, a pedir, a tener la sensación de estar mendigando… O no pedimos por soberbia u orgullo mal entendido.

En un artículo anterior tratamos sobre lo que en verdad deseamos. Fundados en la interrogante: ¿Qué es lo que en verdad queremos? Al tener la respuesta a esta pregunta nuestras aspiraciones deben estar bien determinadas. De allí en adelante debemos procurarnos los medios, las estrategias  para conseguir lo deseado.

Sin embargo los malos hábitos, antes indicados, nos impiden por la mala costumbre desarrollar los medios y las estrategias necesarias, lo cual hace que empecemos a andar con rodeos para expresar lo que tenemos que pedir con firmeza, lo que deseamos.

Establecer los medios y las estrategias simplifica las cosas; esto nos permite abordar los temas tal y como son, a decir la verdad tal y como se presenta y a afirmar sin ambigüedades lo que deseamos. Ser directos nos permite ahorrar energía y tiempo.

Al saber lo que queremos debemos actuar para reivindicar lo que queremos. Una vez que hemos identificado, formulado y expresado nuestros deseos, necesitamos un poco de ayuda para actuar: una palanca, un detonante.

O como señala Klaric, es que no sabemos vendernos a nosotros mismos. No sabemos hacer marketing personal. Porque existe una mala concepción con respecto a ser un vendedor, esto es mal visto. Al no saber hacer nuestro marketing personal, en la misma medida no sabemos pedir ni reclamar lo que nos apetece y merecemos.  

No tenemos nada que perder y si mucho que ganar al pedir lo que consideramos merecemos. Debemos aprender a hacer nuestro marketing personal para así aprender a pedir lo que deseamos. Esto es fundamental. Al aprender a pedir siempre habrá alguien que estará encantado de ayudarnos, si se lo pedimos.

Cuántas veces hemos oído: «Podrías haberlo pedido o por qué no lo pediste antes. ¡Habría podido ayudarte! Pedir, es suficiente para encontrar una solución. Tenemos que atrevernos a pedir. Pero eso sí, haciendo marketing personal y haciendo bien lo que hacemos

Al atrevernos a pedir siempre habrá quien nos echará una mano de manera encantada porque reconocerá que lo que hacemos lo hacemos bien.

Referencias:
Twitter: @obeddelfin


sábado, 17 de agosto de 2019

SABEMOS LO QUE QUEREMOS: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿En verdad sabemos lo qué queremos en y para nuestro vivir? La pregunta es importante, y la respuesta más, porque son muchas las veces que nosotros no tenemos una vida, sino que ésta nos tiene a nosotros como «el gato maula al mísero ratón». Esto es una realidad alarmante para eso que creemos es nuestro vivir y de lo cual debemos estar muy atentos.

Muchas veces, cuando queremos algo nos empeñamos en eso y no nos dejamos en paz hasta que lo conseguimos. Nos volvemos exigentes con nosotros mismos, porque sabemos lo que queremos y nadie podrá engañarnos con artificios de prestidigitador. Sin embargo, otras muchas veces la situación no es así, porque deseamos algo que no sabemos exactamente qué es, o peor aún creemos saber lo que deseamos. 

Esto último es muy problemático, porque nos hace vivir en la confusión y posiblemente en una ilusión. La cual hace que nos empeñemos en un deseo que no es del todo cierto, podemos decir que es un deseo pseudo-verdadero. Y esto nos causa incertidumbre y desconcierto. Porque en ese deseo o querer nos sentimos insatisfechos y carentes de algo,  posiblemente sea por causa de su falsedad.

En ese momento es importante la pregunta: ¿Es en verdad esto lo qué deseo? ¿Es este un querer verdadero? Porque deseos hay muchos, pero todos no tienen la misma categoría, hay deseos fútiles, vanos, momentáneos; pero hay deseos vitales para nuestra vida. Entre las cosas que queremos hacer hay que desbrozar la paja del trigo. Cuáles de estas cosas son en verdad para nosotros relevantes, porque como dice Julián Marías «lo importante es lo que nos importa» a nosotros.

Fuera de esa importancia hay un espectro extenso que nos roza cada día, y a los cuales no atendemos. De allí, que tenemos que terminar lo que es en verdad importante para nosotros; lo que podemos en verdad llevar a cabo, lo que está en nuestras manos hacer. Preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras circunstancias? ¿Qué vamos a hacer con ellas?

En veces de darnos de cabezazos contra la pared por un deseo que no sabemos si es importante, debemos plantearnos las preguntas correctas para obtener respuestas correctas. Tendemos a apelar a la acción y al hacer irreflexivo como si la fuerza bruta de este hacer nos permitiera lograr lo que deseamos. Y allí fracasamos. Debemos platearnos las interrogantes necesarias para lograr respuestas acertadas.

Porque muchas veces, ya lo hemos señalado, estamos convencidos que sabemos lo que queremos y nos proponemos no ceder ante nada. Esto es absurdo. Lo importante, en todo caso, es la duda, esa duda que nos permite la acción, que nos permite ir hacia adelante. La duda que interroga, no la duda que paraliza, ésta es otra cosa.


Mantener y preservar una actitud obcecada es un error. De allí la importancia de la duda y las interrogantes; pues éstas nos permiten revisar constantemente nuestro pensar-hacer. Ponerlo en la balanza y evaluar lo que estamos haciendo, lo que estamos deseando, lo que queremos para diversos periodos de tiempo. Y para qué deseamos lo que deseamos.

Mantener una actitud testaruda y obstinada lo más probable es que nos conduzca al fracaso. Tenemos que negociar con nosotros mismos, con nuestro entorno, con nuestras circunstancias. De esta constante negociación es que pueden salir resultados favorables; es que podemos llegar a realizar lo que queremos y aclarar qué es en verdad lo que deseamos.

Al aclarar lo que en verdad deseamos comienza otro proceso. Que son los tiempos reales de realización; el planteamiento coherente de los objetivos; de las metas que nos proponemos alcanzar. En ese momento debemos convertirnos en un excelente cazador para obtener la presa deseada.

Sin embargo, ante de llegar a esta posición ¿Cuántas veces hemos tenido que limar las asperezas de nuestros deseos para ajustarlos a las circunstancias? La expresión: «No sé lo que quiero, pero sí sé lo que no quiero» es una frase consoladora que no resuelve nada. Lo primero es determinar qué es lo que en verdad queremos para luego actuar, porque  hasta que esto no esté aclarado no podemos accionar. Esto no quiere decir que estamos inertes aclarando la pregunta, buscando respuesta. No, el vivir es un hacer constante. 

¿Qué es lo que de verdad queremos? Esta es la pregunta que debemos hacernos regularmente y de forma sincera. A veces tenemos que contentarnos con lo que nuestro entorno nos permite hacer. Lo cual consiste en reenfocar nuestras expectativas y deseos, sin olvidarnos de los motores y los deseos que realmente nos mueven.

Saber lo que en verdad queremos nos debe conducir a procurarnos los medios adecuados y necesarios para alcanzar nuestro deseo. Porque como dice el dicho popular «deseos no empreñan». Tenemos que plantearnos las estrategias adecuados para alcanza nuestras metas, pero eso es otro tema. En este momento, lo fundamental mientras vivimos es tratar de tener lo más claro posible qué es lo que deseamos.

Referencias:
Twitter: @obeddelfin


sábado, 10 de agosto de 2019

EL MIEDO Y LA ANCIANIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Muchas veces oímos decir y nosotros mismos terminamos diciendo que los ancianos son como niños. Esto lo decimos por su condición de desvalidos, condición que se presenta a partir de cierta edad o por alguna enfermedad, que les impide valerse por su propio esfuerzo físico en el entorno de la cotidianidad de su vivir.

Esa condición de sujetos desvalidos acarrea consigo el primitivo miedo por sobrevivir, que es también propio del bebe. Pero esta emoción con respecto al anciano no la tenemos en importante consideración. Creo que incluso la obviamos por considerar que él es un sujeto racional. Y tal vez, en este miedo es donde más se asemeja el anciano al bebe.

Ahora bien, si el bebe tiene un miedo arracional y no consciente a morir. Por el contario, el miedo del anciano es racional porque él es consciente de su posibilidad real de morir o de que le puede pasar algún accidente y él no posee la capacidad física para responder satisfactoriamente al mismo, es decir, el anciano está a la deriva y es un naufrago en su vivir.  

Una diferencia mayor es que el bebe apenas tiene una biografía, pues está comenzando su vivir y todo es perdonable. El anciano, por el contrario, es una biografía casi completada y poca cosas son toleradas en su comportamiento. Pues, de éste se espera que tenga unas acciones racionales, del bebe se sabe que todos son instintos.

Sabemos que el miedo es una emoción primitiva y básica. También es asocial, en el sentido que solo nos hace pensar en nosotros mismos; nos lleva a asumir actitudes egocéntricas en el peor sentido de la palabra. Reclamamos toda la atención nuestra y de los demás, por lo cual no damos nada. Observemos en esto al anciano.

Al sentir miedo, solo estamos nosotros frente a un mundo amenazador. Así se siente el anciano en su estado de indefensión, constantemente amenazado. Por eso recurre a ese egoísmo que reclama atención y expulsa toda consideración por los demás. El miedo del anciano está centrado en su propio cuerpo, en la posibilidad de no sobrevivir un día más.

El miedo, en general, margina y expulsa toda preocupación por el otro. Por eso el anciano en su condición temerosa retorna al estado en que solo puede afirmar su propia existencia, esto lo lleva a asumir inconscientemente acciones irracionales y egoístas.

La angustia del anciano está determinada por la minusvalía de sus interacciones con el mundo. Pues todo se hace preocupante sobre su cuerpo y el estado de salud de éste. No podemos olvidar que el anciano está atento por sus seres queridos, esto significa que en su «yo expandido» está latente la preocupante consciencia de un peligro que aparta toda consideración por el resto del mundo.

El miedo nos convierte, por lo general, en un monarca absoluto y déspota, a quien no le importa nada ni nadie más. Esa actitud es la que observamos en el anciano que se encierra en sí mismo. Sin embargo, el anciano desvalido tiene un solo modo de conseguir lo que quiere: utilizar a otras personas.

Mientras el anciano se sienta desvalido y sea incapaz de estar solo sin sentir miedo, la reciprocidad y el amor no florecerán. Su actitud será más huraña, por una parte. Por otra, buscara llamar la atención para que ser atendido. Se dan dos actitudes opuestas, que por lo general molestan mucho a quienes lo rodean.

El miedo en el anciano es una reacción a la impotencia de no ser capaz de hacer nada por sí mismo para solucionar esa mala sensación. Y allí se enreda en su interacción con los demás, pues los otros, repito, esperan una actitud racional y ésta no aparece pues el miedo la imposibilita. A menos que el anciano haya sufrido algún ACV y no se sepa, recordemos que todos los ACV no dejan secuela física, pero si daño cerebral.

En el anciano se hace presente y palpable la idea de la muerte. Que es una idea implícita en nuestra respuesta a toda amenaza. El miedo a la muerte es, en muchas personas, algo aterrador que siempre los envuelve. A diferencia de otros miedos, para el miedo a la muerte no hay consuelo o confianza que pueda eliminarlo. Pues, todos somos mortales.

Esa emoción básica y atávica del miedo determina la conducta del anciano. Lo acorrala y aprisiona en una cárcel estrecha. Solo la compañía y la atención por parte de los que están con él la pueden mitigar, no eliminar. Es difícil y problemático interactuar en las situaciones donde el miedo domina tanto la relación intrapersonal como la interpersonal.

Además de los cuidados físicos del anciano es necesario estar atentos a la emoción del miedo, pues ella determina los intercambios entre el anciano y las demás personas. Y repito lo antes expresado, mientras el anciano se sienta desvalido la reciprocidad y el amor no florecerán.

Referencias:
Twitter: @obeddelfin



sábado, 3 de agosto de 2019

SERENIDAD EN NUESTRO VIVIR: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

“Lo óptimo, la mesura”
Cleóbulo, el Líndico

Nos pasamos los días yendo de un lado a otro sin parar, en muchos casos sin  ningún sentido. Andamos apresurados por cualquier cosa, por cosas que no son importantes para nosotros. Este es el signo de nuestro quehacer.

Somos, muchas veces, incapaces de pararnos un momento por estar inmersos en una espiral, que en la mayoría de los casos, no nos concierne ni tiene nada que ver con nuestro hacer. Acumulamos, eso sí, toneladas de estrés; él cual nos auto-provocamos y con el que andamos a cuesta para todos lados.

Cuando no es por el trabajo, es por los estudios o por los asuntos de la casa, si no es por éstos nos buscamos algún quehacer que nos quite la quietud. Porque parece que andar serenos fuese mal visto. Pensamos siempre en afanarnos con algo. Para ser o estar serenos necesariamente no tenemos que andar ni ser una escultura o estatua. No es esa la idea. Ahora bien, ¿Qué nos puede procurar la serenidad en nuestro actuar?

Si nos pudieses observar a nosotros mismos y nuestros agites, tal vez nos miraríamos de una forma extraña. Viendo como nos movemos de un lado para otro a toda prisa y sin parar. Posiblemente nos veríamos ridículos en ese apresuramiento, algo así como esas primeras películas del cine, donde los personajes parecen un tanto desarticulados.

Posiblemente nos molestaría vernos en esos afanes y en esas correrías en su mayoría inútiles. Y muchas veces lo hacemos, cuando tiempos después nos damos cuenta de una perdida de energía por cosas que no se lo merecían. Y en ese momento nos preguntamos ¿si estaríamos sufriendo en ese entonces una grave crisis de deplorable estupidez?

Llegados a este punto, debemos coger el mando de nuestro hacer y establecer un momento de pausa, de sosiego y preguntarnos: ¿Qué estamos haciendo? Y ¿Para qué lo estamos haciendo? ¿A dónde nos conduce ese desenfreno de nuestro quehacer? ¿Es importante por qué nos importa a nosotros o por qué les importa a otros?

Acá comienza el gobierno de nosotros mismos. En ese momento sentiremos cierto alivio, como si acabásemos de depositar unas pesadas maletas en el suelo. Seremos conscientes del inútil frenesí en el que nos hemos enredado en nuestro vivir, del encadenamiento inconsciente entre una jornada y otra al orbitar en las esferas de la hiperactividad  y del nerviosismo.

A partir de allí empezaremos a ordenar un poco nuestro quehacer, a poner las cosas en su lugar, a hacer las cosas en su momento más apropiado, sin estrés y de forma relajada. Porque como dice Julián Marías “lo importante es lo que importa”, lo que nos importa a nosotros y esto no tiene porque llevarnos a esos afanes innecesarios.

Al tener el gobierno de nosotros, que no es renunciar a nada de lo que hacemos actualmente, sino a determinar ese nuestro hacer de una forma  tranquila y mesurada. Darle el verdadero que tiene para nosotros y no para los demás. Por el contrario, si seguimos con la misma actitud seremos sujetos incorregibles y cargados de estrés.

Paremos por un momento y miremos cómo hacemos las cosas y por qué las hacemos de esa forma. Dejemos de movernos sin parar. Ya que eso  es un gasto inútil de energía. Aprendamos a serenarnos para reflexionar.  Basta de querer vivir como si fuésemos unos seres sin sentido ni medida.

Nosotros y los demás nos merecemos un hacer más sosegado, más sereno. Pero eso tenemos que construirlo nosotros mismos, nadie nos lo va a dar. Somos nosotros los que decidimos nuestro hacer. Por tanto, debe haber un momento para reflexionar sobre lo qué hacemos, por qué lo hacemos y cómo lo hacemos. Antes que la vida nos pase por encima.

Recordemos la máxima citada al inicio “Lo óptimo, la mesura”.

Referencias:
Twitter: @obeddelfin