jueves, 28 de diciembre de 2017

LA MOTIVACIÓN Y EL COMPROMISO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Por lo general, oímos o nos recomiendan que cuando nos centramos en la preparación para realizar un proyecto debemos motivarnos para mejorar nuestras posibilidades de tener éxito. No obstante, consideramos que la idea clave es que cuando decidimos hacer algo lo importante es el compromiso, no la motivación.

La motivación es el deseo hacia algo, que como dijo Aristóteles es lo que nos mueve. Pero después de este movimiento que desea o motiva aparece la razón, decía el filósofo. En nuestro caso hablaremos del compromiso, porque éste nos implica racionalmente a terminar lo iniciado, a perseverar para lograr el éxito. El compromiso, por otra parte, puede ser personal o interpersonal.

La motivación nace de lo emocional, es un sentimiento que desea algo y que nos permite salir del letargo y de la apatía. La motivación se produce cuando creemos que podemos obtener una recompensa o cuando deseamos que algo cambie. La motivación es útil para impulsarnos porque es el deseo,  pero no es necesariamente esencial para alcanzar el éxito.

No todos los días estamos motivados porque ésta tiene altibajos, independiente de lo que hagamos. La motivación por ser un deseo se nutre de las sensaciones de la emoción, y éstas pueden variar por factores externos e internos.

El compromiso, por su parte, procede de la razón. Esto supone la capacidad racional de seguir un plan incluso si un día en particular no nos apetece hacerlo. Por ejemplo, si nos hemos comprometido a pintar la casa, no podemos decir a la mitad del trabajo «hasta acá lo dejo y nos largamos», puede ser que ese día no estemos motivados pintar, lo podemos dejar para más tarde o mañana. La motivación no acabará el trabajo, el compromiso sí.

Cuando asumimos emprender un proyecto, de la naturaleza que sea, debemos empezar comprobando que tenemos la posibilidad real de llevar a cabo lo que nos proponemos, en este caso no es un mero desear, sino la realidad de que el deseo se realice. Plantearnos un proyecto solo tiene sentido si nos comprometemos con el reto de alcanzar su ejecución.

Para lo anterior, tenemos que someternos a las condiciones que el compromiso requiere. Es importante, además, que tanto nuestra condición racional como emocional funcionen adecuadamente, que haya colaboración entre ambas partes. Porque si solo nos comprometemos emocionalmente, por ejemplo, el asunto no marchará del todo bien; debe haber sincronía —la sincronía se rompe permanentemente y hay que reconfigurarla— entre ambos aspectos que nos conforman. Es un error emprender un proyecto solo con una parte, ésta se agotará y agotará a la otra parte. Tanto lo emocional como lo racional deben ir equilibrándose para lograr el éxito.

El compromiso es parte de la toma decisiones que conforma nuestra parte racional, el entusiasmo forma parte de nuestro lado emocional. Puede ser que nos entusiasmemos con una propuesta que nos planteamos o nos han planteado, pero resulta que luego nos damos cuenta que ésta requiere más tiempo y dedicación del que habíamos pensado o querido, y allí comienza a decaer nuestra exaltación, solo el compromiso es el que nos puede mantener hasta alcanzar el logro planteado.

Emprender un proyecto solo desde la motivación quiere decir que estamos inclinado la balanza solo hacia la parte emocional. No pretendemos excluir esta parte, lo que intentamos es mostrar que lo emocional a largo plazo falla, lo emocional es de corto plazo, de resultados rápidos. El compromiso, por el contrario, es más adecuado para el medio y largo plazo, porque éste nos permite trazar planes de acción y reacción.

El compromiso debe ir aparejado con cierta lógica de acción, para definir lo que necesitamos para obtener el éxito, si no lo hacemos nuestra motivación puede convertirse en una pesadilla y terminará por desmotivarse y abandonar emocionalmente el proyecto planteado.

Necesitamos concretar con qué podemos comprometernos, tanto racional como emocionalmente. Si un proyecto lo llevamos a buen término desde nuestro punto de vista del compromiso, pero terminamos emocionalmente devastados considero que el éxito es cuestionable, porque no estamos contentos del todo; esto sucede mucho con las tesis de grado en las universidades. Es necesario que alcancemos un equilibrio entre nuestra motivación y nuestro compromiso, esto es, entre lo emocional y lo racional.

Con la motivación nos decimos lo que sentimos; con el compromiso nos contamos hasta qué grado algo es viable o no. Ambos tienen que cooperar para alcanzar el éxito, lo cual aumenta nuestras probabilidades de quedar satisfechos y agradados.

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martes, 5 de diciembre de 2017

LAS VERSIONES DE UNO MISMO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La primera versión de uno mismo, por lo general, es algo más corta, pues ésta se compone de una infancia borrosa que no le pertenece a uno. Por el contrario la presente obra, me refiero a la vida consciente, es algo más que una simple reimpresión e incluso que una edición corregida y aumentada de aquella infancia inédita, aunque permanecen de ésta elementos básicos que nos definen.

Somos en nuestra vida una especie de reescritos; de capítulos casi enteros y en ocasiones considerablemente ampliados. Hay partes en que los retoques, los cortes y las transposiciones no han respetado casi ninguna línea de la versión anterior. En otras, por el contrario, hay largos pasajes de la versión anterior que permanecen iguales.

Nuestra historia, tal como hoy se muestra, es una reconstrucción de los años pasados y la posibilidad de los años futuros. Sin embargo, somos una reconstrucción donde lo nuevo y lo anterior se imbrican hasta tal punto que casi es imposible discernir donde empieza el uno y acaba el otro.

Ni los personajes, ni los nombres, ni los caracteres, ni nuestras relaciones recíprocas y el escenario en que nos situamos son los mismos. Los temas principales y secundarios de nuestra vida, su estructura, el punto de partida de los diversos episodios y nuestros epílogos, en algunos casos, no han variado en lo más mínimo; en otros presentan un rostro nuevo.

Nuestra vida tiene por centro el relato entre lo histórico y lo simbólico que es nuestro atentado por vivir. En este relato se entremezclan cierto número de figuras tragicómicas, más o menos relacionadas con el drama de existir o, algunas veces, totalmente ajenas a él. Aunque afectadas casi todas, conscientes o no, por los conflictos de la época que nos toca vivir, tales figuras se agrupan en torno a nuestros episodios centrales.

Nuestra intención en la vida consiste en elegir a unos personajes que, a primera vista, parecen escaparse de una comedia o de una tragedia, con el único propósito de insistir sobre lo que cada uno de nosotros posee de más específico, de más irreductiblemente, para luego, adivinar cuál es nuestro quid divinum más esencial. Que se encuentra, también, en nuestra primera versión no oficial.

Nuestro deslizamiento hacia el mito o la alegoría es más o menos semejante y tiende igualmente a confundir en un todo lo que somos, lo que nos pertenece, lo que pensamos y hacemos; en éstos se ata y desata nuestra aventura humana.

Nuestra elección de un medio voluntariamente estereotipado, por ejemplo, el del personaje de moda que pasa de mano en mano para unir entre sí nuestros episodios, ya emparentados por la reaparición de los mismos personajes y de los mismos temas; o por la introducción de temas complementarios, ya se encuentra en nuestra primera versión. Acá predomina el símbolo de contacto entre unos seres sumidos, cada cual a su manera, en sus propias pasiones y en su intrínseca soledad.

Al reescribir nuestra vida acabamos diciendo, en términos a veces muy diferentes, casi exactamente lo mismo. ¿Por qué obligarnos a una reconstrucción tan considerable? La respuesta es bien sencilla. Al releernos, algunos pasajes de nuestra vida nos parecen deliberadamente elípticos, vagos, sosos, aburridos, con demasiados adornos en algunas ocasiones y demasiado blandengues en otras, o bien simplemente fuera de lugar. Las modificaciones que hacemos de nuestra una obra tienen la finalidad de lograr una presentación más completa y más particularizada de ciertos episodios; de un desarrollo más profundo, de la simplificación o del ahondamiento y enriquecimiento en otros.

Intentamos acrecentar, en más de un pasaje, la parte de realismo o de poesía, lo que finalmente es o debería. El paso de un plano a otro, las transiciones bruscas del drama a la comedia o a la sátira frecuentes en nuestra vida. Empleamos la narración directa o indirecta, el diálogo dramático y el monólogo interior, destinado a mostrarnos un cerebro especular que refleja pasivamente el flujo de nuestras imágenes e impresiones, por el que desfilan los elementos básicos de nuestra persona y la simple alternancia del sí y del no.

Podemos multiplicar nuestros ejemplos para interesar a los que leen nuestra historia. Nos permitimos atacar de falsedad de escribir una obra nueva como una empresa inútil, donde el impulso y el apasionamiento se hallan ausentes. Por el contrario, es un privilegio y una experiencia el ver esa sustancia que nos conforma, desde hace tanto tiempo inmóvil, hacerse dúctil, revivir aquella aventura por nosotros imaginada en circunstancias que ni siquiera nos acordamos ya.

Al encontrarnos en presencia de nuestros hechos novelescos como ante unas situaciones vividas, podemos explorarnos hondamente, interpretarnos mejor o explicar con más detalle nuestro pensar-hacer; pero que no es posible cambiar. La posibilidad de aportar a nuestra expresión de ideas o emociones el beneficio de una mayor experiencia humana y más profunda, me parece es una oportunidad demasiado valiosa que debemos aceptar con placer y prosperidad.

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viernes, 17 de noviembre de 2017

LAS ILUSIONES DE LA OBSTINACIÓN O EL ERROR DEL INVERSIONISTA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Cuando invertimos en algo todos deseamos obtener ganancias. Si invertimos en lo financiero, lo corporal, el conocimiento o los valores tenemos el deseo de obtener un tipo de ganancia, ese es nuestro deseo y por eso invertimos. Si invierto en lo corporal es porque deseo un cuerpo saludable, o si invertimos en un negocio es porque esperamos que el mismo nos dé una renta para vivir.

En esta acción fusionamos de dos aspectos, a saber, nuestro deseo y nuestra inversión. No obstante, en muchos casos, nuestros deseos no se cumplen o no son satisfechos por medio de la inversión que hemos realizado. Por lo que la inversión se convierte en un gasto, el cual nunca tiene  retorno; y en caso extremo en un derroche que puede llevarnos a la bancarrota. ¿Qué ha fallado en ese proyecto de inversión? Y ¿Por qué ha fallado?

Muchas veces nos dejamos llevar por nuestras ilusiones de perspectivas, aun cuando sabemos que son ilusiones; éstas nos impiden evitar los errores en la evaluación de la inversión que hemos realizado. La ilusión, en tanto espejismo errado, hace que al invertir, sea dinero o esfuerzo, para hacer algo tendamos a continuar haciéndolo, aunque sepamos que estamos teniendo más pérdidas que ganancias.

Persistimos en continuar haciendo lo que estamos haciendo, con la certeza real de que no estamos obteniendo ninguna ganancia. Pensamos que estamos aprovechando nuestra inversión aunque no haya ningún retorno de capital financiero, de conocimiento, de salud, de valores…  A esto es lo que se llama el «tozudez del inversionista» que se produce por la obstinación del mismo.

Tal obstinación se encarna en que hemos invertido en algo y, por tanto, debemos mantenernos en esa inversión aun cuando solo hay pérdidas. Para ello buscamos justificar por qué la inversión no tiene retorno, o de tenemos la vana esperanza de que ya vamos a tener ganancias. Por ejemplo, con esta próxima tirada de dados ganaré el premio. Esta tozudez explica la persistencia de muchos matrimonios fracasados que continúan en bancarrota, pero en el cual los inversionistas continúan juntos; más amargándose que siendo felices.

Nuestra obcecación no mantiene adheridos a una mala decisión; comprometidos rabiosamente a un proyecto fracasado, en cuya realización hay más pérdidas que ganancias. Nos negamos a renovar nuestra decisión, persistimos ciegamente en nuestro empeño. Insistimos en la incomodidad o en el esfuerzo sin frutos; pervivimos en la «molestia soportable» o en la situación del aguante. En Venezuela se usa el término  «guapear» que significa soportar la situación adversa.

La testarudez, que es propia del demente y del fanático, es la fuerza bruta de la voluntad con ausencia de la evaluación de la situación, de las metas, de los objetivos. Lo prudente es saber cuándo hay que perseverar y cuándo hay que desistir. De allí la importancia de la prudencia en nuestras vidas, que es sabiduría. Lo otro es sapiencia.

Aunque la testarudez es la fuerza bruta de la voluntad es un déficits de la misma; pues entraña la dificultad de evaluar el cambio de una inversión o proyecto. El persistir en nuestro error es la causa de nuestro fracaso. Pues, una vez que hemos tomado una decisión nos resulta muy difícil reconocer el error de la misma y, además, cambiar de opinión. Esta persistencia nos fuerza a insistir, con más energía, en el mismo error. No evaluamos, solo persistimos.

Seguimos llevando adelante nuestra decisión, aun cuando ésta siga produciéndonos más pérdidas. Empleamos estrategias cuya inutilidad está demostrada. Nuestra reticencia a detener una inversión o un proyecto es continuar un derroche más desmesurado. Continuar, por ejemplo, un matrimonio o un noviazgo fracasado es pasar de la amistad al odio, es dañarse mutuamente; es empeñarse en las pérdidas.

La testarudez puede ser peligrosa cuando la misma está dirigida inadecuadamente. La fuerza de voluntad sin las herramientas de evaluación, de análisis puede resultar equivocada con vista a un fin. Una fuerza de voluntad sin prudencia puede convertirse en una estampida. Pues, la prudencia corresponde a la buena deliberación y podría regularizar esa fuerza de voluntad para que no se convierta en una ciega obcecación.

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sábado, 11 de noviembre de 2017

NUESTROS MIEDOS Y LA TOMA LA DECISIONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

El miedo es ínsito a la toma de decisiones, así como lo es la adrenalina. Pues toda toma de decisión encarna previamente el éxito o el fracaso, y no sabemos cuál de los dos será el resultado. Con respecto al miedo en la toma de decisiones que es el tema que abordo en este artículo, voy a tomar dos aspectos que José Antonio Marina aborda en el texto «La inteligencia fracasada», los cuales configuran la temática acá tratada.

Los aspectos en cuestión son: Primero, la procastinación; que proviene del latín procrastinare (pro, adelante, y crastinus, referente al futuro) Éste es el hábito de ​ postergar, posponer o retrasar actividades y situaciones sustituyéndolas por otras más irrelevantes o agradables. El segundo aspecto es la indecisión.

La procastinación como hemos expuesto, en el párrafo anterior, es un hábito o mejor dicho un mal hábito que asumimos conscientes o inconscientemente. Por el cual, postergamos nuestras decisiones y acciones para hacerlas más tarde o después de otra cosa, la cual por lo general tiene menos importancia que lo postergado. O diferimos nuestras decisiones para no hacer algo en el momento en que lo habíamos pensado, sino que lo dejamos «para más tarde».

Con esto evitamos la toma de decisiones. Aunque no necesariamente hacemos lo urgente antes que lo importante; porque podríamos estar haciendo algo trivial antes que lo importante. Con el hábito de la procastinación producimos un aplazamiento, un negarnos a hacer las cosas. Es una práctica acompañada de argumentos y tácticas dilatorias.

El sujeto procastinador tiene la intención de hacer tal cosa, pero mañana. Mañana esta intención será nuevamente aplazada con la misma firme resolución de hoy. El individuo con tal hábito tiene una gran fuerza de voluntad para decidir a actuar mañana, pero una débil voluntad para hacerlo hoy. Siempre pospone para mañana, que es cuando tendrá la valentía y la energía necesaria enfrentarse a esa decisión o acción. Es un sujeto de fecha renovable.

Vive en el «mañana si lo hago». Pues es en el futuro donde él se siente pleno fuerza. Como he señalado, este sujeto maneja hábilmente argumentos y tácticas dilatorias. Por lo que el individuo procastinador es un «postergador raciocinante», como nos dice Marina. Él elabora argumentos muy convincentes para él mismo, con los cuales se aconseja aplazar la decisión o la acción. O argumentos para mostrarles a los demás porque ha sido necesario diferir la decisión.

Aunque siempre lo abruma la falta de tiempo, el exceso de actividades. Vive siempre retrasado con pagos atrasados; se regodea en los argumentos para tomar la decisión que luego posterga; es mejor hacerlo mañana cuando esté más tranquilo, se dice a sí mismo. Busca hacer lo agradable efímero antes que lo importante; se le acumulan las tareas pendientes con lo cual se le va complicando la vida cotidiana. Vive largo tiempo con la gotera en el lavamanos porque será el próximo fin de semana el momento ideal para arreglarlo.

Aplaza y vuelve aplazar la toma de decisión y la acción porque le falta hacer algo antes, que siempre resulta imprescindible. O se esmera en excesivos detalles o refinamientos  por lo que queda agotado, y por supuesto no puede llevar a cabo la acción para realizar lo planteado. O se plantea una pseudo perfección, lo que le permite darle largas al asunto.  

Los argumentos y las tácticas dilatorias consumen más tiempo y energía que hacer propiamente la tarea. Marina señala, que el sujeto procastinador no dilata la actividad porque ésta sea dolorosa o muy molesta. Es el miedo a realizar la tarea lo que consume a esta persona. Pues quien logra liberarse de este hábito se encuentra bien consigo mismo, está en paz por decirlo de alguna manera.

Otro elemento que influye en los sujetos que postergan las decisiones y acciones es la «percepción del tiempo». El individuo al diferir la decisión argumenta que hay poco tiempo para realizarla; él imagina que la acción va durar más tiempo del que en realidad durará. Por tanto, no vale la pena iniciar tal acción porque no la va a terminar, por ejemplo, ese mismo día. El argumento es que «poco tiempo es ningún tiempo». Busca «el tiempo al por mayor» nos dice Marina.
           
El segundo aspecto que nos impide la toma de decisión es la indecisión. Toda decisión es una determinación definitiva, un producto final; es firmeza y seguridad. Con ella se produce un antes y un después. Después de deliberar tenemos que elegir una cosa u otra; por tanto, es excluyente. Siempre dejamos algo afuera. Este acto de «dejar afuera» supone para muchas personas un obstáculo difícil de asumir.

A quienes tienen esta dificultad las llamamos irresolutas o indecisas. En algunos casos es un fenómeno patológico, pero no llegaremos hasta allá. La persona al tener estos conflictos para tomar una decisión ante cualquier problema delibera sin cesar. Con lo cual convierte la deliberación en un proceso inútil. En muchos casos, es un acontecimiento externo lo que detiene tal proceso de deliberación. Porque la persona no lo puede detener.

La indecisión, nos indica Marina, “suele derivar de un estilo afectivo acobardado, que teme equivocarse o que teme la novedad. Prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer y si le obligan a decidir, le condenan a un infierno”. Para el indeciso la «posibilidad de excluir» le niega la decisión, y esto lo angustia.

Al indeciso le cuesta ejercer la libertad, porque ésta se ejecuta a través de la toma de decisión y la responsabilidad de lo elegido. Que radica en lo incluido y lo excluido. Y como señala Marina “La incapacidad de tomar decisiones es, sin duda alguna, un fracaso de la inteligencia”.

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viernes, 10 de noviembre de 2017

LA LÓGICA DÉBIL EN LA AUSENCIA DE NUESTRA CIVILIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Nos imaginamos que la razón es necesaria para la supervivencia y la convivencia. No obstante, nos movemos y actuamos bajo un pensamiento egocéntrico e incoherente, que va progresando hacia lo ilógico y la arbitrariedad. El cual se agudiza en tiempo de dificultades económicas, sociales, culturales… Pues está sometido a la intensidad de la necesidad material, en la cual los individuos nos vemos apremiados a la preservación de nuestra vida y la de los más cercanos a nosotros.

Así aun cuando estemos interesados en los aspectos cognitivos de la inteligencia, debemos admitir que solo es necesario una fuerte motivación para que los sujetos abandonemos los reductos íntimos y nos lancemos a la defensa de nuestra realidad; que es, como hemos señalado, una realidad determinada por la necesidad. Más cercana al estado de naturaleza que a la civilidad.   

¿Qué nos impulsaba a hacerlo? Lo que nos mueve a pasar de la evidencia privada a la evidencia intersubjetiva, que en este caso roza en la agresividad permanente, es una lógica débil conformada por nuestras incoherencias. Tal impulso procede de la necesidad de relacionarnos con los demás, pero no a partir de una relación armónica. La pasión por vivir con otras personas está dirigida, en este caso, por un modo disfuncional de inteligencia interpersonal.

En la ausencia de la civilidad las necesidades vitales se imponen a la adecuación de la realidad, de la comunicación con otros y a una cooperación en el plano práctico del mero interés propio. Todas estas cosas exigen que la configuración de la conciencia de los sujetos se estructure en un espacio voluble, no-común, intrapersonal y débil. El hablar, por ejemplo, que no es diálogo permanece fragmentariamente en el mundo privado, una tierra de nadie que no se utiliza para todos.

En esto consiste el uso de la lógica débil e incoherente, que es una forma irracional de la inteligencia. Usamos una operatividad transfigurada, en la que incluimos el no-razonamiento con el que buscamos evidencias compartidas. Pues necesitamos intercambiar una realidad deformada para entendernos con los demás, sin abandonar el ámbito cómodo y protector de nuestras evidencias privadas, de nuestras creencias íntimas.  Esto no es una relación sana.

No sopesamos las evidencias ajenas ni las analizamos; tampoco las propias, pues éstas se han constituido en nuestra evidencia más palmaria. Cerramos, con esto, el camino a la búsqueda siempre abierta de una interpretación plausible, de unos valores firmes, claros y mejor justificados. En este sentido, la irracionalidad y el encasillamiento de la opinión personal nos llevan irremisiblemente a la violencia.

No exponemos nuestras ideas a la deliberación, lo que hacemos es combatir entre nosotros. El uso irracional de la inteligencia nos impide convivir, esto se concreta en la anti-ética en que nos desenvolvemos. Por eso naufragamos en la búsqueda por la dignidad.

Si la inteligencia nos permite la convivencia y, por tanto, la supervivencia social; la lógica débil e incoherente es nuestra amenaza. A diario tropezamos con la misma piedra social y personal, el comportamiento incivilizado. En este aspecto, somos sujetos sociales fracasados, somos una sociedad fracasada. Porque solo ajustamos nuestra realidad al estado de necesidad, que es una evidencia privada convertida en realidad.  

Somos incapaces de comprender lo que pasa y lo que nos pasa; de solucionar los problemas personales y sociales. Vivimos equivocados. Vivimos sistemáticamente equivocamos, por lo que emprendemos metas disparatadas y nos empeñamos en usar medios ineficaces que nos hacen cada día más disfuncionales. Desaprovechamos las ocasiones favorables y nos parece de lo más normal; decidimos amargarnos la vida y la de otros sin ningún sentido de responsabilidad personal. Terminamos, entonces, despeñándonos  en la crueldad y la violencia.

Fracasamos como individuos y como sujetos colectivos. Y en este fracaso la interacción es un abrasivo nivel mental, una corrosión de las posibilidades. Cada sujeto está solo y empantanado en su necesidad y necedad provocando dinámicas depresivas, que salpican el entorno. Somos una sociedad depresiva por nuestro modo de vida, por los valores aceptados, por las instituciones y por las metas que nos hemos y nos han propuesto.

Nuestra lógica débil nos ha convertido en una sociedad enferma y traumatizada. Descarriada, que ha perdido el rumbo de las interrelaciones, pues solo intenta sobrevivir en su famélica individualidad. La incoherencia signa nuestro hacer diario y nos hunde permanentemente en el fracaso. Esto no es vivir, es un mero durar.

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miércoles, 8 de noviembre de 2017

LA ADMINISTRACIÓN DE NUESTRAS ACCIONES, NO DEL TIEMPO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Cómo administramos nuestro tiempo? Todos tenemos la misma cantidad de tiempo para hacer lo que tenemos que hacer. En esto nadie tiene ventaja sobre otro. Sin embargo, la cuestión depende de cada quien, de cómo aprovechamos nuestro tiempo. Sea en el trabajo, en el hogar, todos podemos beneficiarnos de hacer uso eficiente del mismo. Considerarlo un recurso preciado.

La gerencia del tiempo es una forma imprecisa de hablar de nuestro hacer, pues a lo que se refiere es al uso de nuestras acciones en forma regular. Por tanto, lo que tenemos que comprender es la forma más adecuada de hacer uso de nuestras acciones, y toda acción contiene en sí una decisión de actuar. ¿Cómo estamos actuando en nuestro hacer? Es, entonces, la pregunta fundamental.

Manejar nuestras acciones nos exige a ser explícitos en cuanto al valor que le damos a nuestras decisiones de actuar. Esto nos permite dirigir nuestros esfuerzos en concordancia con vista a un fin. Controlar nuestras acciones nos ayuda a mantener el equilibrio entre las diversas fuerzas bajo las cuales estamos sometidos, nos facilita el logro de nuestras metas; con lo que paliamos el estrés.

El tiempo no lo podemos controlar, porque él es independiente de nosotros. Lo que sí podemos controlar es nuestro hacer. Existen muchos escritos sobre el manejo del tiempo, esto es un error. Lo que podemos, insisto, es manejar nuestras acciones. Por ello, lo que debemos conocer es ¿cómo utilizamos nuestro hacer? Por ejemplo, ¿cómo hacemos las cosas durante una semana? ¿Llevamos una bitácora de las acciones que realizamos? Nos movemos en el tiempo como el pez en el agua, pero lo que podemos organizar son nuestras acciones que acaecen en el tiempo.

No dividimos ni organizamos el tiempo, lo que dividimos y organizamos son nuestras acciones en el tiempo. Por ejemplo, organizamos nuestras llamadas, reuniones, visitas inesperadas, trabajo, viajes, comida, descanso, actividades personales… esto no es tiempo, son acciones. Por ello, debemos analizar si nuestras acciones se corresponden con nuestras responsabilidades.

Por otra parte, toda acción debe estar en función de una meta establecida. Para así  determinar lo que queremos lograr en un tiempo determinado, esto en función de que sea importante o urgente. Para ello podemos desglosar cada meta en tareas específicas, y le asignamos un tiempo de ejecución a cada una. En el cumplimiento de las metas es fundamental establecer las prioridades, porque de ello depende cuándo las llevaremos a cabo. Si no determinamos las prioridades estamos como Alicia en la bifurcación de los caminos.

En este orden de cosas, al organizar nuestras actividades o acciones debemos identificar cuáles son las herramientas adecuadas para realizar las tareas establecidas en un lapso de tiempo específico. Las herramientas están en función de la actividad que realizamos; las herramientas de un mecánico automotriz son diferentes a las de un burócrata. Cada uno de nosotros debemos conocer cuáles son los instrumentos que requerimos.

Debemos identificar, con el fin de eliminarlos, cuáles son los enemigos de nuestras acciones. Por lo general, los principales problemas para controlar nuestro hacer suelen ser, por ejemplo, sobrecargar nuestras actividades, esto es, tratar de hacer más de lo que podemos hacer; asumir tareas de otros; atender llamadas no planificadas y hacer uso indiscriminado de los dispositivos móviles; visitas inesperadas, reuniones improvisadas… Todas estas son actividades que entorpecen nuestro hacer, y mucho más cuando no planificamos nuestras acciones.

Para mejorar nuestras actividades es fundamental planificar las mismas. Por prioridades, importancia, semanal… La planificación está en función de lo que haga y con quien lo hace. Por ejemplo, no es lo mismo trabajar solo que trabajar con un grupo de personas; ser subordinado que ser dirigente. La planificación de las actividades varía en función del contexto en que éstas se realizan.  

Como he indicado antes toda actividad está en función de una meta. Por lo tanto, es necesario preguntarnos si lo que estamos haciendo, en este momento, ¿nos mueve en dirección de cumplir la meta trazada? La pregunta es un controlador. Porque si la respuesta es NO, en algo estamos fallando. Y si estamos fallando estamos desperdiciando nuestro esfuerzo, es decir, nuestra acción.

Si la respuesta, a la pregunta controladora, es NO. Estamos administrando inadecuadamente nuestra acción; estamos siendo ineficientes e ineficaces. Estamos malgastando nuestro esfuerzo; estamos desperdiciando nuestro hacer. Entonces, somos gerentes deficientes de nuestras acciones. El tiempo, por su parte, seguirá allí igual para todos. Sin embargo, la administración inadecuada de nuestras acciones nos convierte en sujetos fracasados, porque no hemos podido cumplir nuestras metas. Por el contrario, el manejo adecuado de nuestras acciones es parte de ser sujetos exitosos. 

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miércoles, 1 de noviembre de 2017

LA VOLUNTAD DE LA NADA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Qué es la voluntad de la nada? Quien aborda esta temática es F. Nietzsche en la «Voluntad de poderío» como algo opuesto a la voluntad de poder. En los prolegómenos a esta temática, el filósofo nos señala que la negación de toda creencia es el signo de un aumento de poder en el espíritu, a esto lo llama el nihilismo activo. El cual es el instinto creador de abismos. Contrario a éste, se encuentra el nihilismo pasivo.

Por otra parte, nos indica Nietzsche que el poder de suspender la acción, de no reaccionar, es el más grave efecto de la debilidad. Lo que es propio de una voluntad débil. En cambio, la voluntad de poder impulsa a que nuestra relación con las cosas se vea exigida por una decisión y una acción inmediata. Por ello, el pensador alemán nos indicara que “el que es pobre en vitalidad, el débil, empobrece también la vida; el que es rico en vitalidad, el fuerte, la enriquece. El primero es el parásito del segundo”.

Como apreciamos la voluntad débil es parasitaria, es débil y empobrecedora de la vida. Carece de vitalidad. Ante esta postura sumisa de la voluntad débil, Nietzsche declara: “Yo enseño a decir «no» contra todo aquello que nos debilita, contra todo aquello que nos agota. Yo enseño a decir «sí» frente a todo lo que fortalece, lo que acumula fuerzas y justifica el sentimiento de vigor”. Esta es la manifestación de la voluntad de poder.

En este contexto, tenemos que las posiciones extremas no son resueltas por posiciones más moderadas, sino por otras soluciones igualmente extremas. Pues, lo que está sobre el tapete de la vida es tener la fuerza de no dejarnos engañar. Para el filósofo, la moral de la voluntad débil lo que ha enseñado es a odiar y a despreciar lo que constituye el rasgo fundamental del carácter del sujeto dominante, esto es, la voluntad de poder.

Nuestra actitud, nuestras acciones y personalidad temerosa se fundamenta en el odio moral a la voluntad de poder, y en el amor a la voluntad débil. A ser engañados sin oponer resistencia, a no asumir posiciones extremas; a no tener fuerza ni sentimiento de vigor; a no reaccionar y atajar toda acción. En esto se nos va la vida, que para Nietzsche no debe ser ninguna vida, por cuanto carece de voluntad propiamente.

Para el filósofo, lo que tiene valor en la vida es el grado de poder, a condición de que la vida misma sea voluntad de poder. Lo contrario a este valor en la vida, a esta voluntad de poder es nuestra tendencia de caminar a nuestra perdición; que se presenta en nosotros como la voluntad de perdernos, como la elección instintiva de lo que necesariamente nos destruye. Este instinto de nuestra autodestrucción, la «voluntad de la nada».

Tal voluntad de la nada nos arroja a no tomar decisiones; a no invertir en los capitales de nuestra experiencia porque nos negamos conocernos. A preservar en el desorden, en lo ilógica, en el inadecuado desenlace y la desconexión. La nada de la voluntad se instituye deformarnos, desmontarnos. Para no creer en nosotros mismo. Es el principio y fin de nuestra negación.

La voluntad de la nada es la voluntad de sufrir, la voluntad de obedecer y ser obedientes. De la resignación y la entrega. El destruir el mundo de nuestra imagen. De la desconfianza en nosotros mismos. De ser otro, pero no ser nosotros. Lo que busca es querer tener menos de lo que se tiene, ser cada vez menos.

Tener y querer tener menos, es lo que desea la voluntad de la nada. En este sentido, en cada uno de nosotros se va afirmando el sumiso y el animal acorralado. Al conservar una voluntad de la nada tenemos más probabilidades de ser vencidos, porque eso es lo que buscamos. Lo que buscamos es un amo.

La voluntad de la nada sabe obedecer y ser obediente; por ello siempre encuentra a quien lo sabe mandar. Ella trabaja como mero instrumento servil del poderío, es su sirvienta. Es evidente que la voluntad de la nada decrece a cada aumento de poderío. Tal voluntad solo es la interpretación de la otra voluntad que la domina. No podemos conocer ninguna interpretación de esta sumisa voluntad, porque no la tiene.

Para esta voluntad todo es sumisión, resignación. Por ello no hay en ella interpretación. El ser sujeto no le es dado, cuando lo tiene es porque es algo añadido o imaginado; algo que se esconde en otra voluntad a la que ella atiende.

La voluntad de la nada se hunde en la ignorancia de sí misma. En ella no existe ni la palabra "yo", ni la palabra "acción", ni la palabra "pasión"; no existe la línea de horizonte de ningún pensamiento, solo es el desierto, la arena. El sendero hacia la nada es solo un andar hacia el hecho de ser cada vez más inconsciente.

La nada es un proceso in infinitum, una determinación inactiva que no llega nunca a la conciencia de sí misma ni de alguna cosa fija y determinada. Es el mero vacío de la voluntad de la nada. No conoce, por eso no pone nada bajo cierta condición; ella es lo condicionado, lo sometido. La materia inerte.

Al conocerse ni conocer tal voluntad  no se pone en relación con algo. No se siente condicionada por algo, ni condiciona algo porque no sabe. Como carece de poderío su existencia no es un proceso, no es un devenir. No posee ser. Pues, bajo qué forma, bajo qué fuerza podría llegar a tener ser. Solo es una posesión de otro. No tiene medida propia, es la medida de quien la mide.

La voluntad de la nada no se enfrenta al cambio, es lo perecedero. Es la expresión de un alma débil, llena de desconfianza y de malas experiencias. Ve gustosa lo a-rracional, el reblandecimiento y el moralismo nos diría Nietzsche.

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martes, 31 de octubre de 2017

NUESTRA PERSONALIDAD AFECTIVA, ESTAR EN EL SENTIMIENTO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Como sujetos no nos detenemos. Vamos permanentemente organizando el mundo, construyendo nuestras  fortalezas, entendiendo a los demás, desconfiando de ellos. Muchas veces, perturbamos intencionadamente a los demás, disfrutamos saltándonos las prohibiciones, engañando deliberadamente, tanteando hasta dónde podemos infringir las reglas. Además, anticipamos el sentimiento de los otros y encontramos placer en poder afectarlos de alguna manera.

También aparecen otros sentimientos, que nos rigen, en los cuales intervienen las normas, el juicio sobre el comportamiento propio y ajeno. Descubrimos el sentido de la responsabilidad y entramos en la vida; en las miradas ajenas, acogedoras o terribles como jueces cercanos. Disfrutamos al ser mirados con cariño: «Mira cómo hago esto bien», «Mira la manera en que lo hago» éstos son nuestros frecuentes reclamos de atención.

Nos constituyen, por otra parte, sentimientos más complejos, como la responsabilidad personal y la conformidad a unas normas. La alegría y la tristeza son sentimientos simples o básicos. El orgullo, la vergüenza o la culpa, por el contrario, son complejos. A veces, nos encontramos atribuyendo nuestros sentimientos a otros, por ejemplo, a nuestros padres cuando decimos «Mamá estará orgullosa de mí si hago esto». Esto es una muestra de que nuestros sentimientos son sociales. Ya que, yo puedo sentirlos o quien me ve, solo es necesario que la persona esté afectivamente entrelazada conmigo.

Reconocemos que nos podemos sentir orgullos o sentir vergüenza aunque no haya un público presente; nos sentimos orgullosos o avergonzados por nosotros mismos. Esta dualidad se ha instalado en nuestra conciencia. De este modo, nos convertimos en actores y jueces en un solo sujeto. La vida se nos complica, estos son los inconvenientes de la reflexión y de la libertad.

En medio de todo este marasmo va apareciendo en nuestras vidas otro elemento sorprendente, que nos da mucho que pensar. Oímos decir que los sentimientos pueden «controlarse» y que, en muchas ocasiones, «deben controlarse». Ante esta sentencia empezamos a sentirnos culpables de lo que sentimos, sin saber la manera de evitarlo. Estas en un drama sentimental.

La constitución de nuestra personalidad afectiva es un proceso estimulante y dramático, amable y trágico, lleno de claridades y tinieblas. Al mismo tiempo que aparecen y se consolidan nuestros modelos afectivos, aparecen y se consolidan nuestros esquemas intelectuales.

Los fenómenos afectivos aparecen en nosotros sin que intervengamos en ellos. Más que autores, somos víctimas o beneficiarios de éstos. Ante nuestras ocurrencias sentimentales nos encontramos siempre inermes. No podemos elegir el amor; no podemos disipar la vergüenza; enfriar el odio; calmar la angustia; animar el aburrimiento o prender la alegría, éstos nos asaltan. El gobierno de los mismos es una lucha de la voluntad racional.

Nuestro primer contacto con el mundo es afectivo. En esa instancia nos movemos por nuestros intereses, por nuestra curiosidad; por la necesidad de comunicarnos y entender a los otros. En este proceso nuestra inteligencia racional se va haciendo objetiva, hasta el punto que comenzamos a objetivar aquellos valores que antes vivimos en y con el sentimiento. Comenzamos a evaluarlos y distinguirlos entre sentimientos buenos o malos, correctos o incorrectos, adecuados o inadecuados.

De esa manera, nuestra inteligencia afectiva va añadiendo nuevas rutas al laberinto que vamos recorriendo. A través de todas estas aventuras y desventuras se va configurando nuestra personalidad. Dice Pascal, «es menester que la razón se apoye sobre estos conocimientos del corazón y del instinto, y que fundamente en ellos todo su discurso». Como apreciamos la confianza en la inteligibilidad de la vida apasionada no es cosa de hoy.

Una concepción de la afectividad ha de tener un doble propósito. Por una parte, describir lo que nos sucede, los alborotos anímicos que nos envenenan o salvan. Por otra, explicarlos, buscar sus causas, leyes o regularidades. Es pertinente elaborar una cartografía sentimental, desarrollar una estética de la misma. Para llegar a una educación sentimental.

Lo primero que debemos saber es que nuestros sentimientos son experiencias conscientes, con y en los cuales nos encontramos implicados, complicados e interesados. Con nuestra inteligencia racional mantenemos una relación distanciada, de alejamiento, con las cosas; en esto consiste lo que llamamos objetividad. De este modo, no nos hacemos árbol cuando vemos un árbol; pero sí nos entristecemos cuando vemos un espectáculo triste.

Por este estar involucrados es que decimos «me siento alegre, triste, deprimido, feliz o enamorado». Cuando decimos esto hacemos constar que hay una presencia duplicada de nosotros en el sentimiento. Somos los que sentimos y, a la vez, somos parte inherente de lo sentido. Es decir, nos sentimos a nosotros mismos triste, alegre o desesperado.

El mundo forma una aleación con nosotros, está entramado con nosotros. Nos afecta. Ésta es la experiencia inaugural de nuestro trato afectivo con él. Estamos en el sentimiento. Vivimos sentimentalmente. Alumbramos el mundo con nuestra luz sentimental, o por el contrario lo oscurecemos con nuestra oscuridad sentimental.

Referencias:
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jueves, 14 de septiembre de 2017

NUESTRAS ZONAS DE APEGOS O DESAPEGOS: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Nuestro mundo de la experiencia se va haciendo familiar gracias a las interrelaciones que vamos estableciendo, y a nuestra capacidad interpretativa del mundo que nos rodea y en el cual interactuamos. En este mundo desarrollamos la confianza, el miedo, la certeza, la incertidumbre; todo lo interpretamos que acuerdo a los signos que codificamos como amigables o no.

En este sentido, comenzamos a desplegar lo que Vigotski llama la «zona de desarrollo próximo», la cual está constituida por el entorno y las actividades que somos capaces de ejecutar con la ayuda de los adultos más cercanos, pero que aún no somos capaces de realizar solos. Esto lo seguimos haciendo a lo largo de nuestra vida, por ejemplo, en un nuevo empleo desplegamos esta zona con ayuda de los amigos o con quienes tenemos empatía. Necesitamos el apoyo de los otros.

De esta manera, soportamos nuestra incertidumbre al estar acompañados, pero luego tendremos que soportarla a solas. Es un proceso de aprendizaje, en el cual generamos nuestra zona de desarrollo lejano o distante. Si estamos en un nuevo empleo, el despliegue de la zona de desarrollo próximo se manifiesta cuando aparece un objeto nuevo, una tarea o una persona nueva, en ese instante buscamos establecer contacto con la persona de mayor confianza, para leer en ésta si debemos aceptar la presencia del tal objeto o persona, o saber si estamos acorde con la nueva tarea asignada.

Si en la persona leemos en la expresión de seguridad, nosotros asumimos confianza, sonreímos y no tememos ir al encuentro de la novedad; pero si la persona hace un gesto de preocupación, nosotros nos cohibimos, buscamos un refugio interior. La interpretación que hagamos de la expresión de la otra persona es un comentario acerca del mundo, que vamos descubriendo y evaluando en el diálogo afectivo e informativo que tenemos con nuestro entorno.

Constantemente hacemos evaluaciones por nuestra cuenta y riesgo; pues estamos obligados a enfrentar los tumultos emocionales que se nos presentan día a día. Vivimos una realidad compartida la cual está conformada por diálogos minuciosos que nos proporcionan informaciones afectivo-cognitivas, con las cuales vamos construyendo nuestro mundo. Nos interesamos por la información cognitiva; pues pretendemos desglosar datos supuestamente objetivos para separarlos de los comentarios subjetivos o sentimentales. Sin embargo, no nos separamos de la afectividad. Ya que ésta es parte de nuestro constructo social.

Configuramos, de este modo, nuestro carácter básico de relación afectiva con el entorno. Puesto que desarrollamos una «confianza básica» con el entorno que nos es familiar, a partir de una relación primigenia que se fundamenta en una urdimbre afectiva. Confiamos en nuestro mundo más inmediato, sea éste la calle donde vivimos o el lugar donde trabajamos; y consideramos una selva llena de trampas y asechanzas a aquel otro mundo que desconocemos. Ambas interpretaciones se dan por nuestras experiencias primeras, fundadas en lo afectivo.

Vuelvo al ejemplo de cuando comenzamos un nuevo empleo o lo apreciamos cuando los nuevos estudiantes llegan a la universidad; en ambos casos buscamos establecer un diálogo minucioso y continúo con los nuevos compañeros. Con el fin de establecer una correspondencia funcional, sea este dialogo unas elocuentes pláticas o una conversación silenciosa y rápida. Necesitamos desplegar esa zona de proximidad, nos es necesaria, para ganar confianza y así desplazarnos en este nuevo ámbito en que nos encontramos.

En estas conversaciones sincronizamos miradas, palabras, gestos corporales… Buscamos establecer una realidad compartida, una armonía emocional que nos permita acercarnos y explorar lo que nos es desconocido y no-familiar. Buscamos información, apoyo mutuo para comprender esta nueva realidad en la que nos adentramos. En el caso de los estudiantes nuevos mutuamente buscan enseñarse a «cómo sentir», a «cuánto sentir» y «si hay que sentir algo» sobre las personas y  objetos del entorno. O buscamos a la persona que ya se desenvuelve en ese entorno para que nos enseñe eso.

A través de los datos que vamos recabando generamos episodios de cercanía o de ausencia, según la interacción con lo desconocido. La cercanía nos lleva al apego, a identificarnos o no con esta nueva zona, de esta manera la hacemos propia o la hacemos extraña. De acuerdo a la relación que establecemos generamos un modo afectivo, que define nuestra relación con la zona si es de proximidad o de lejanía. Hay lugares y personas con los cuales nunca nos sentimos identificados, nos son ajenos. En cambio, con otros establecemos una relación empática, familiar.

Esa relación determina el tipo de emociones que podemos sentir, serán de acercamiento, de rechazo o de indiferencia según consideremos al entorno. De este modo, conformamos nuestro mundo a partir de zonas afectivas; son referencias del vigor emocional que tenemos hacia ellas, lo que nos permite apartarnos o explorarlas; en ellas dominamos nuestros miedos y problemas o desplegamos nuestras alegrías y dichas.

Nuestra seguridad básica se funda en la certeza de esas zonas afectivas que nos son gratas. Nuestra experiencia se va construyendo con la representación e interacción activa de la realidad, la cual nos permite asimilar nuevas informaciones, seleccionarlas y producir ocurrencias para desplazarnos en ella. En este proceso desarrollamos nuestros modelos, patrones o esquemas, del mundo y con éstos nos enfrentamos a él. Estos modelos afectivos y cognitivos son las relaciones de apego o desapego que tenemos con las diversas zonas en que interactuamos.

A lo largo de nuestra vida elaboramos diversos modelos del mundo, en los cuales vamos incorporamos nuestra personalidad, organizamos nuestros pensamientos, emociones y conductas. Si hemos disfrutado de un apego seguro con nuestra zona de proximidad desarrollamos relaciones gratificantes, confiamos en la disponibilidad de las personas con las que nos relacionamos y regulamos nuestro malestar de manera adaptativa. Por el contrario, si nos desarrollamos una zona de proximidad insegura percibimos relaciones estrechas, adversas e insatisfactorias, desarrollamos un concepto devaluado de nosotros mismos y consideramos que somos incapaces de merecer atención y cuidado.

Una vez establecidos estos modelos o patrones operamos con ellos en nuestra experiencia diaria de manera consciente e inconsciente. Nos hacemos resistentes al cambio o lo aceptamos como algo natural. Ya que actuamos en función de estos modelos, en la asimilación de nuevas informaciones, con frecuencia solo percibimos aquello que corrobora nuestra forma de ver el mundo, esto es, de nuestro modelo de apego o desapego.

Referencias:
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miércoles, 9 de agosto de 2017

PARA QUÉ SIRVE PENSAR: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Para llegar a pensar tenemos que prepararnos —instruirnos, educarnos— para alcanzar el pensar. Sin embargo, como dice Heidegger ¿qué quiere decir pensar? Y decimos nosotros ¿cómo nos preparamos para este pensar? Tenemos que aprender a pensar porque el pensar no es un acto natural, aunque así lo parezca.

Cuando nos disponemos aprender a pensar admitimos, a la vez, que aún no sabemos pensar. Podemos llegar a pensar porque tenemos la posibilidad de hacerlo, es una condición que está abierta a nosotros. Es una posibilidad. No obstante, la posibilidad no nos asegura que tengamos la capacidad de hacerlo. Dice Heidegger, nosotros somos capaces de algo en la medida que aquello o eso nos guste; que lo deseemos. Porque deseamos algo es que lo dejamos venir, acercarse; que sea parte de nosotros. Nos abrimos a lo que queremos, lo dejamos que se acerque y se una a nosotros. En esto se abre la posibilidad.

Este deseo que nos permite acercarnos a eso que queremos es lo que nos cobija o resguarda en nuestro ser pensante. Y en ésta permanecemos porque lo deseamos; en este caso, deseamos pensar. Por otra parte, solo aquello que nos GUSTA o que DESEAMOS es que tenemos en CONSIDERACIÓN, es a lo que ATENDEMOS a lo que prestamos «atención». Por ejemplo, si nos gusta la mecánica automotriz atendemos a los vehículos, si nos gusta la literatura atenderemos a los libros.  

Solo pensamos en lo que tomamos en consideración, lo que nos resulta IMPORTANTE a nosotros. Heidegger nos interroga sobre ¿qué es aprender? Y nos indica: “El hombre aprende en la medida en que su hacer y dejar de hacer los hace corresponder con aquello que, en cada momento, le es exhortado en lo esencial. A pensar aprendemos cuando atendemos a aquello que da que pensar”. Aquello que nos importa y deseamos. Si algo nos es indiferente no lo tomamos en consideración, no lo tomamos en cuenta y por tal razón no pensamos en tal cosa. Solo atendemos a aquello que da que pensar, y nos da que pensar en la medida de nos resulta importante. Allí aprendemos a pensar.

“Todo lo que es de consideración da que pensar” dice Heidegger. Lo que nos resulta de interés. Lo que es «preocupante» para nosotros. Lo que es neurálgico, fundamental, vital. Pero no como algo universal; sino como algo que es parte de las inteligencias múltiples que nos constituyen. Solo a partir de nuestras inteligencias es que las cosas se hacen «preocupantes» para cada uno en particular. Ahora bien, no hay un preocupante universal, sino preocupantes de acuerdo a la conformación de los individuos; para lo que a mi inteligencia lógico-matemática es preocupante no es preocupante para la inteligencia musical del otro.

En términos generales siempre están incitándonos a actuar más, en vez de pensar. Esto lo observamos en las terapéuticas sociales y en las concepciones triunfalistas. Por ello siempre vemos que la gente pregunta por el ¿cómo hacer? Es decir por el actuar, antes que el pensar.

Hemos señalado antes que pensamos en lo que nos importa, lo que nos llama la atención. Lo que nos interesa. Interesar, nos dice Heidegger, es “estar en medio de y entre las cosas, estar en medio de una cosa y permanecer cabe ella”. Cuando salimos de entre ella no resulta indiferente. Sin embargo, no debemos confundir el «INTERESARSE» con «LO INTERESANTE». El primero atiende a lo «estar en medio de». Lo segundo se refiere a lo inmediato; a aquello a lo que somos indiferentes y no prestamos atención al momento siguiente y pasamos a otra cosa que nos interesa tan poco como lo que anteriormente nos resultaba «interesante».

Lo INTERESANTE, actualmente, lo hemos degradado a lo momentáneo, a lo inmediato; lo que termina en poco tiempo por resultarnos indiferente y terminamos tirándolo al basurero de lo que consideramos aburrido. Propio de la sociedad del hartazgo y del empalagamiento, de esto he escrito un artículo anteriormente.

El hecho de que estemos pendientes de lo que es INTERESANTE no quiere decir que tengamos disponibilidad para el pensar. Más bien parece lo contrario. Pues confundimos lo interesante con lo PREOCUPANTE, éste es lo que nos conduce a pensar. “El hecho de que todavía no pensemos, sería sólo un descuido, una negligencia por parte del ser humano”, pero esto es solo una parte nos señala Heidegger. Pues, “el hecho de que todavía no pensemos proviene más bien de que esto que está por pensar le da la espalda al hombre”. ¿Qué es este dar la espalda? Que se retira de nuestro interés, pero no es absolutamente ausente. Porque en cualquier momento puede reclamar nuestra atención. Por ejemplo, muchas veces caminamos por cierta calle, muchas cosas nos son indiferentes hasta que un día algo que ha estado allí siempre reclama nuestra atención; antes nos daba la espalda, ahora no.

La relación entre nosotros a y el pensar solo es auténtica y fructífera si el abismo que hay entre nosotros y el pensar se hace visible, y se presenta inicialmente como un abismo sobre el que no podemos tender ningún puente. La imposibilidad inicial, que nos incita al desear.

¿Qué quiere decir pensar? Heidegger nos dirá que significa estar al acecho, aun cuando no hayamos entrado en lo que es propiamente el pensar. En este sentido, todavía no estamos  pensando propiamente; sin embargo, todavía no estamos el elemento en el que el pensar propiamente piensa. El rasgo fundamental del pensar es la percepción.

Percibir es la palabra griega «noesis» que significa: darse cuenta de algo presente.  Darnos cuenta que está presente, volverlo y aceptarlo como un presente. Este percibir es dejar que lo presente esté ante nosotros en toda su extensión. Se nos ha puesto delante y de este modo se ha hecho presente. Por lo tanto, ocupa toda nuestra atención, nuestro interés. De esta presencia nosotros hacemos nuestras representaciones. Y con éstas nos dirigimos al des-ocultamiento de las cosas. En el pensar predomina el estado de des-ocultamiento. Pensar sirve, entonces, para quitarle el ocultamiento a las cosas, para hacerlas presentes a nosotros, y darles representación.

Nota: Las citas de Heidegger pertenecen al artículo “Qué quiere decir pensar”

Referencias:
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