viernes, 17 de noviembre de 2017

LAS ILUSIONES DE LA OBSTINACIÓN O EL ERROR DEL INVERSIONISTA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Cuando invertimos en algo todos deseamos obtener ganancias. Si invertimos en lo financiero, lo corporal, el conocimiento o los valores tenemos el deseo de obtener un tipo de ganancia, ese es nuestro deseo y por eso invertimos. Si invierto en lo corporal es porque deseo un cuerpo saludable, o si invertimos en un negocio es porque esperamos que el mismo nos dé una renta para vivir.

En esta acción fusionamos de dos aspectos, a saber, nuestro deseo y nuestra inversión. No obstante, en muchos casos, nuestros deseos no se cumplen o no son satisfechos por medio de la inversión que hemos realizado. Por lo que la inversión se convierte en un gasto, el cual nunca tiene  retorno; y en caso extremo en un derroche que puede llevarnos a la bancarrota. ¿Qué ha fallado en ese proyecto de inversión? Y ¿Por qué ha fallado?

Muchas veces nos dejamos llevar por nuestras ilusiones de perspectivas, aun cuando sabemos que son ilusiones; éstas nos impiden evitar los errores en la evaluación de la inversión que hemos realizado. La ilusión, en tanto espejismo errado, hace que al invertir, sea dinero o esfuerzo, para hacer algo tendamos a continuar haciéndolo, aunque sepamos que estamos teniendo más pérdidas que ganancias.

Persistimos en continuar haciendo lo que estamos haciendo, con la certeza real de que no estamos obteniendo ninguna ganancia. Pensamos que estamos aprovechando nuestra inversión aunque no haya ningún retorno de capital financiero, de conocimiento, de salud, de valores…  A esto es lo que se llama el «tozudez del inversionista» que se produce por la obstinación del mismo.

Tal obstinación se encarna en que hemos invertido en algo y, por tanto, debemos mantenernos en esa inversión aun cuando solo hay pérdidas. Para ello buscamos justificar por qué la inversión no tiene retorno, o de tenemos la vana esperanza de que ya vamos a tener ganancias. Por ejemplo, con esta próxima tirada de dados ganaré el premio. Esta tozudez explica la persistencia de muchos matrimonios fracasados que continúan en bancarrota, pero en el cual los inversionistas continúan juntos; más amargándose que siendo felices.

Nuestra obcecación no mantiene adheridos a una mala decisión; comprometidos rabiosamente a un proyecto fracasado, en cuya realización hay más pérdidas que ganancias. Nos negamos a renovar nuestra decisión, persistimos ciegamente en nuestro empeño. Insistimos en la incomodidad o en el esfuerzo sin frutos; pervivimos en la «molestia soportable» o en la situación del aguante. En Venezuela se usa el término  «guapear» que significa soportar la situación adversa.

La testarudez, que es propia del demente y del fanático, es la fuerza bruta de la voluntad con ausencia de la evaluación de la situación, de las metas, de los objetivos. Lo prudente es saber cuándo hay que perseverar y cuándo hay que desistir. De allí la importancia de la prudencia en nuestras vidas, que es sabiduría. Lo otro es sapiencia.

Aunque la testarudez es la fuerza bruta de la voluntad es un déficits de la misma; pues entraña la dificultad de evaluar el cambio de una inversión o proyecto. El persistir en nuestro error es la causa de nuestro fracaso. Pues, una vez que hemos tomado una decisión nos resulta muy difícil reconocer el error de la misma y, además, cambiar de opinión. Esta persistencia nos fuerza a insistir, con más energía, en el mismo error. No evaluamos, solo persistimos.

Seguimos llevando adelante nuestra decisión, aun cuando ésta siga produciéndonos más pérdidas. Empleamos estrategias cuya inutilidad está demostrada. Nuestra reticencia a detener una inversión o un proyecto es continuar un derroche más desmesurado. Continuar, por ejemplo, un matrimonio o un noviazgo fracasado es pasar de la amistad al odio, es dañarse mutuamente; es empeñarse en las pérdidas.

La testarudez puede ser peligrosa cuando la misma está dirigida inadecuadamente. La fuerza de voluntad sin las herramientas de evaluación, de análisis puede resultar equivocada con vista a un fin. Una fuerza de voluntad sin prudencia puede convertirse en una estampida. Pues, la prudencia corresponde a la buena deliberación y podría regularizar esa fuerza de voluntad para que no se convierta en una ciega obcecación.

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sábado, 11 de noviembre de 2017

NUESTROS MIEDOS Y LA TOMA LA DECISIONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

El miedo es ínsito a la toma de decisiones, así como lo es la adrenalina. Pues toda toma de decisión encarna previamente el éxito o el fracaso, y no sabemos cuál de los dos será el resultado. Con respecto al miedo en la toma de decisiones que es el tema que abordo en este artículo, voy a tomar dos aspectos que José Antonio Marina aborda en el texto «La inteligencia fracasada», los cuales configuran la temática acá tratada.

Los aspectos en cuestión son: Primero, la procastinación; que proviene del latín procrastinare (pro, adelante, y crastinus, referente al futuro) Éste es el hábito de ​ postergar, posponer o retrasar actividades y situaciones sustituyéndolas por otras más irrelevantes o agradables. El segundo aspecto es la indecisión.

La procastinación como hemos expuesto, en el párrafo anterior, es un hábito o mejor dicho un mal hábito que asumimos conscientes o inconscientemente. Por el cual, postergamos nuestras decisiones y acciones para hacerlas más tarde o después de otra cosa, la cual por lo general tiene menos importancia que lo postergado. O diferimos nuestras decisiones para no hacer algo en el momento en que lo habíamos pensado, sino que lo dejamos «para más tarde».

Con esto evitamos la toma de decisiones. Aunque no necesariamente hacemos lo urgente antes que lo importante; porque podríamos estar haciendo algo trivial antes que lo importante. Con el hábito de la procastinación producimos un aplazamiento, un negarnos a hacer las cosas. Es una práctica acompañada de argumentos y tácticas dilatorias.

El sujeto procastinador tiene la intención de hacer tal cosa, pero mañana. Mañana esta intención será nuevamente aplazada con la misma firme resolución de hoy. El individuo con tal hábito tiene una gran fuerza de voluntad para decidir a actuar mañana, pero una débil voluntad para hacerlo hoy. Siempre pospone para mañana, que es cuando tendrá la valentía y la energía necesaria enfrentarse a esa decisión o acción. Es un sujeto de fecha renovable.

Vive en el «mañana si lo hago». Pues es en el futuro donde él se siente pleno fuerza. Como he señalado, este sujeto maneja hábilmente argumentos y tácticas dilatorias. Por lo que el individuo procastinador es un «postergador raciocinante», como nos dice Marina. Él elabora argumentos muy convincentes para él mismo, con los cuales se aconseja aplazar la decisión o la acción. O argumentos para mostrarles a los demás porque ha sido necesario diferir la decisión.

Aunque siempre lo abruma la falta de tiempo, el exceso de actividades. Vive siempre retrasado con pagos atrasados; se regodea en los argumentos para tomar la decisión que luego posterga; es mejor hacerlo mañana cuando esté más tranquilo, se dice a sí mismo. Busca hacer lo agradable efímero antes que lo importante; se le acumulan las tareas pendientes con lo cual se le va complicando la vida cotidiana. Vive largo tiempo con la gotera en el lavamanos porque será el próximo fin de semana el momento ideal para arreglarlo.

Aplaza y vuelve aplazar la toma de decisión y la acción porque le falta hacer algo antes, que siempre resulta imprescindible. O se esmera en excesivos detalles o refinamientos  por lo que queda agotado, y por supuesto no puede llevar a cabo la acción para realizar lo planteado. O se plantea una pseudo perfección, lo que le permite darle largas al asunto.  

Los argumentos y las tácticas dilatorias consumen más tiempo y energía que hacer propiamente la tarea. Marina señala, que el sujeto procastinador no dilata la actividad porque ésta sea dolorosa o muy molesta. Es el miedo a realizar la tarea lo que consume a esta persona. Pues quien logra liberarse de este hábito se encuentra bien consigo mismo, está en paz por decirlo de alguna manera.

Otro elemento que influye en los sujetos que postergan las decisiones y acciones es la «percepción del tiempo». El individuo al diferir la decisión argumenta que hay poco tiempo para realizarla; él imagina que la acción va durar más tiempo del que en realidad durará. Por tanto, no vale la pena iniciar tal acción porque no la va a terminar, por ejemplo, ese mismo día. El argumento es que «poco tiempo es ningún tiempo». Busca «el tiempo al por mayor» nos dice Marina.
           
El segundo aspecto que nos impide la toma de decisión es la indecisión. Toda decisión es una determinación definitiva, un producto final; es firmeza y seguridad. Con ella se produce un antes y un después. Después de deliberar tenemos que elegir una cosa u otra; por tanto, es excluyente. Siempre dejamos algo afuera. Este acto de «dejar afuera» supone para muchas personas un obstáculo difícil de asumir.

A quienes tienen esta dificultad las llamamos irresolutas o indecisas. En algunos casos es un fenómeno patológico, pero no llegaremos hasta allá. La persona al tener estos conflictos para tomar una decisión ante cualquier problema delibera sin cesar. Con lo cual convierte la deliberación en un proceso inútil. En muchos casos, es un acontecimiento externo lo que detiene tal proceso de deliberación. Porque la persona no lo puede detener.

La indecisión, nos indica Marina, “suele derivar de un estilo afectivo acobardado, que teme equivocarse o que teme la novedad. Prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer y si le obligan a decidir, le condenan a un infierno”. Para el indeciso la «posibilidad de excluir» le niega la decisión, y esto lo angustia.

Al indeciso le cuesta ejercer la libertad, porque ésta se ejecuta a través de la toma de decisión y la responsabilidad de lo elegido. Que radica en lo incluido y lo excluido. Y como señala Marina “La incapacidad de tomar decisiones es, sin duda alguna, un fracaso de la inteligencia”.

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viernes, 10 de noviembre de 2017

LA LÓGICA DÉBIL EN LA AUSENCIA DE NUESTRA CIVILIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Nos imaginamos que la razón es necesaria para la supervivencia y la convivencia. No obstante, nos movemos y actuamos bajo un pensamiento egocéntrico e incoherente, que va progresando hacia lo ilógico y la arbitrariedad. El cual se agudiza en tiempo de dificultades económicas, sociales, culturales… Pues está sometido a la intensidad de la necesidad material, en la cual los individuos nos vemos apremiados a la preservación de nuestra vida y la de los más cercanos a nosotros.

Así aun cuando estemos interesados en los aspectos cognitivos de la inteligencia, debemos admitir que solo es necesario una fuerte motivación para que los sujetos abandonemos los reductos íntimos y nos lancemos a la defensa de nuestra realidad; que es, como hemos señalado, una realidad determinada por la necesidad. Más cercana al estado de naturaleza que a la civilidad.   

¿Qué nos impulsaba a hacerlo? Lo que nos mueve a pasar de la evidencia privada a la evidencia intersubjetiva, que en este caso roza en la agresividad permanente, es una lógica débil conformada por nuestras incoherencias. Tal impulso procede de la necesidad de relacionarnos con los demás, pero no a partir de una relación armónica. La pasión por vivir con otras personas está dirigida, en este caso, por un modo disfuncional de inteligencia interpersonal.

En la ausencia de la civilidad las necesidades vitales se imponen a la adecuación de la realidad, de la comunicación con otros y a una cooperación en el plano práctico del mero interés propio. Todas estas cosas exigen que la configuración de la conciencia de los sujetos se estructure en un espacio voluble, no-común, intrapersonal y débil. El hablar, por ejemplo, que no es diálogo permanece fragmentariamente en el mundo privado, una tierra de nadie que no se utiliza para todos.

En esto consiste el uso de la lógica débil e incoherente, que es una forma irracional de la inteligencia. Usamos una operatividad transfigurada, en la que incluimos el no-razonamiento con el que buscamos evidencias compartidas. Pues necesitamos intercambiar una realidad deformada para entendernos con los demás, sin abandonar el ámbito cómodo y protector de nuestras evidencias privadas, de nuestras creencias íntimas.  Esto no es una relación sana.

No sopesamos las evidencias ajenas ni las analizamos; tampoco las propias, pues éstas se han constituido en nuestra evidencia más palmaria. Cerramos, con esto, el camino a la búsqueda siempre abierta de una interpretación plausible, de unos valores firmes, claros y mejor justificados. En este sentido, la irracionalidad y el encasillamiento de la opinión personal nos llevan irremisiblemente a la violencia.

No exponemos nuestras ideas a la deliberación, lo que hacemos es combatir entre nosotros. El uso irracional de la inteligencia nos impide convivir, esto se concreta en la anti-ética en que nos desenvolvemos. Por eso naufragamos en la búsqueda por la dignidad.

Si la inteligencia nos permite la convivencia y, por tanto, la supervivencia social; la lógica débil e incoherente es nuestra amenaza. A diario tropezamos con la misma piedra social y personal, el comportamiento incivilizado. En este aspecto, somos sujetos sociales fracasados, somos una sociedad fracasada. Porque solo ajustamos nuestra realidad al estado de necesidad, que es una evidencia privada convertida en realidad.  

Somos incapaces de comprender lo que pasa y lo que nos pasa; de solucionar los problemas personales y sociales. Vivimos equivocados. Vivimos sistemáticamente equivocamos, por lo que emprendemos metas disparatadas y nos empeñamos en usar medios ineficaces que nos hacen cada día más disfuncionales. Desaprovechamos las ocasiones favorables y nos parece de lo más normal; decidimos amargarnos la vida y la de otros sin ningún sentido de responsabilidad personal. Terminamos, entonces, despeñándonos  en la crueldad y la violencia.

Fracasamos como individuos y como sujetos colectivos. Y en este fracaso la interacción es un abrasivo nivel mental, una corrosión de las posibilidades. Cada sujeto está solo y empantanado en su necesidad y necedad provocando dinámicas depresivas, que salpican el entorno. Somos una sociedad depresiva por nuestro modo de vida, por los valores aceptados, por las instituciones y por las metas que nos hemos y nos han propuesto.

Nuestra lógica débil nos ha convertido en una sociedad enferma y traumatizada. Descarriada, que ha perdido el rumbo de las interrelaciones, pues solo intenta sobrevivir en su famélica individualidad. La incoherencia signa nuestro hacer diario y nos hunde permanentemente en el fracaso. Esto no es vivir, es un mero durar.

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miércoles, 8 de noviembre de 2017

LA ADMINISTRACIÓN DE NUESTRAS ACCIONES, NO DEL TIEMPO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Cómo administramos nuestro tiempo? Todos tenemos la misma cantidad de tiempo para hacer lo que tenemos que hacer. En esto nadie tiene ventaja sobre otro. Sin embargo, la cuestión depende de cada quien, de cómo aprovechamos nuestro tiempo. Sea en el trabajo, en el hogar, todos podemos beneficiarnos de hacer uso eficiente del mismo. Considerarlo un recurso preciado.

La gerencia del tiempo es una forma imprecisa de hablar de nuestro hacer, pues a lo que se refiere es al uso de nuestras acciones en forma regular. Por tanto, lo que tenemos que comprender es la forma más adecuada de hacer uso de nuestras acciones, y toda acción contiene en sí una decisión de actuar. ¿Cómo estamos actuando en nuestro hacer? Es, entonces, la pregunta fundamental.

Manejar nuestras acciones nos exige a ser explícitos en cuanto al valor que le damos a nuestras decisiones de actuar. Esto nos permite dirigir nuestros esfuerzos en concordancia con vista a un fin. Controlar nuestras acciones nos ayuda a mantener el equilibrio entre las diversas fuerzas bajo las cuales estamos sometidos, nos facilita el logro de nuestras metas; con lo que paliamos el estrés.

El tiempo no lo podemos controlar, porque él es independiente de nosotros. Lo que sí podemos controlar es nuestro hacer. Existen muchos escritos sobre el manejo del tiempo, esto es un error. Lo que podemos, insisto, es manejar nuestras acciones. Por ello, lo que debemos conocer es ¿cómo utilizamos nuestro hacer? Por ejemplo, ¿cómo hacemos las cosas durante una semana? ¿Llevamos una bitácora de las acciones que realizamos? Nos movemos en el tiempo como el pez en el agua, pero lo que podemos organizar son nuestras acciones que acaecen en el tiempo.

No dividimos ni organizamos el tiempo, lo que dividimos y organizamos son nuestras acciones en el tiempo. Por ejemplo, organizamos nuestras llamadas, reuniones, visitas inesperadas, trabajo, viajes, comida, descanso, actividades personales… esto no es tiempo, son acciones. Por ello, debemos analizar si nuestras acciones se corresponden con nuestras responsabilidades.

Por otra parte, toda acción debe estar en función de una meta establecida. Para así  determinar lo que queremos lograr en un tiempo determinado, esto en función de que sea importante o urgente. Para ello podemos desglosar cada meta en tareas específicas, y le asignamos un tiempo de ejecución a cada una. En el cumplimiento de las metas es fundamental establecer las prioridades, porque de ello depende cuándo las llevaremos a cabo. Si no determinamos las prioridades estamos como Alicia en la bifurcación de los caminos.

En este orden de cosas, al organizar nuestras actividades o acciones debemos identificar cuáles son las herramientas adecuadas para realizar las tareas establecidas en un lapso de tiempo específico. Las herramientas están en función de la actividad que realizamos; las herramientas de un mecánico automotriz son diferentes a las de un burócrata. Cada uno de nosotros debemos conocer cuáles son los instrumentos que requerimos.

Debemos identificar, con el fin de eliminarlos, cuáles son los enemigos de nuestras acciones. Por lo general, los principales problemas para controlar nuestro hacer suelen ser, por ejemplo, sobrecargar nuestras actividades, esto es, tratar de hacer más de lo que podemos hacer; asumir tareas de otros; atender llamadas no planificadas y hacer uso indiscriminado de los dispositivos móviles; visitas inesperadas, reuniones improvisadas… Todas estas son actividades que entorpecen nuestro hacer, y mucho más cuando no planificamos nuestras acciones.

Para mejorar nuestras actividades es fundamental planificar las mismas. Por prioridades, importancia, semanal… La planificación está en función de lo que haga y con quien lo hace. Por ejemplo, no es lo mismo trabajar solo que trabajar con un grupo de personas; ser subordinado que ser dirigente. La planificación de las actividades varía en función del contexto en que éstas se realizan.  

Como he indicado antes toda actividad está en función de una meta. Por lo tanto, es necesario preguntarnos si lo que estamos haciendo, en este momento, ¿nos mueve en dirección de cumplir la meta trazada? La pregunta es un controlador. Porque si la respuesta es NO, en algo estamos fallando. Y si estamos fallando estamos desperdiciando nuestro esfuerzo, es decir, nuestra acción.

Si la respuesta, a la pregunta controladora, es NO. Estamos administrando inadecuadamente nuestra acción; estamos siendo ineficientes e ineficaces. Estamos malgastando nuestro esfuerzo; estamos desperdiciando nuestro hacer. Entonces, somos gerentes deficientes de nuestras acciones. El tiempo, por su parte, seguirá allí igual para todos. Sin embargo, la administración inadecuada de nuestras acciones nos convierte en sujetos fracasados, porque no hemos podido cumplir nuestras metas. Por el contrario, el manejo adecuado de nuestras acciones es parte de ser sujetos exitosos. 

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miércoles, 1 de noviembre de 2017

LA VOLUNTAD DE LA NADA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

¿Qué es la voluntad de la nada? Quien aborda esta temática es F. Nietzsche en la «Voluntad de poderío» como algo opuesto a la voluntad de poder. En los prolegómenos a esta temática, el filósofo nos señala que la negación de toda creencia es el signo de un aumento de poder en el espíritu, a esto lo llama el nihilismo activo. El cual es el instinto creador de abismos. Contrario a éste, se encuentra el nihilismo pasivo.

Por otra parte, nos indica Nietzsche que el poder de suspender la acción, de no reaccionar, es el más grave efecto de la debilidad. Lo que es propio de una voluntad débil. En cambio, la voluntad de poder impulsa a que nuestra relación con las cosas se vea exigida por una decisión y una acción inmediata. Por ello, el pensador alemán nos indicara que “el que es pobre en vitalidad, el débil, empobrece también la vida; el que es rico en vitalidad, el fuerte, la enriquece. El primero es el parásito del segundo”.

Como apreciamos la voluntad débil es parasitaria, es débil y empobrecedora de la vida. Carece de vitalidad. Ante esta postura sumisa de la voluntad débil, Nietzsche declara: “Yo enseño a decir «no» contra todo aquello que nos debilita, contra todo aquello que nos agota. Yo enseño a decir «sí» frente a todo lo que fortalece, lo que acumula fuerzas y justifica el sentimiento de vigor”. Esta es la manifestación de la voluntad de poder.

En este contexto, tenemos que las posiciones extremas no son resueltas por posiciones más moderadas, sino por otras soluciones igualmente extremas. Pues, lo que está sobre el tapete de la vida es tener la fuerza de no dejarnos engañar. Para el filósofo, la moral de la voluntad débil lo que ha enseñado es a odiar y a despreciar lo que constituye el rasgo fundamental del carácter del sujeto dominante, esto es, la voluntad de poder.

Nuestra actitud, nuestras acciones y personalidad temerosa se fundamenta en el odio moral a la voluntad de poder, y en el amor a la voluntad débil. A ser engañados sin oponer resistencia, a no asumir posiciones extremas; a no tener fuerza ni sentimiento de vigor; a no reaccionar y atajar toda acción. En esto se nos va la vida, que para Nietzsche no debe ser ninguna vida, por cuanto carece de voluntad propiamente.

Para el filósofo, lo que tiene valor en la vida es el grado de poder, a condición de que la vida misma sea voluntad de poder. Lo contrario a este valor en la vida, a esta voluntad de poder es nuestra tendencia de caminar a nuestra perdición; que se presenta en nosotros como la voluntad de perdernos, como la elección instintiva de lo que necesariamente nos destruye. Este instinto de nuestra autodestrucción, la «voluntad de la nada».

Tal voluntad de la nada nos arroja a no tomar decisiones; a no invertir en los capitales de nuestra experiencia porque nos negamos conocernos. A preservar en el desorden, en lo ilógica, en el inadecuado desenlace y la desconexión. La nada de la voluntad se instituye deformarnos, desmontarnos. Para no creer en nosotros mismo. Es el principio y fin de nuestra negación.

La voluntad de la nada es la voluntad de sufrir, la voluntad de obedecer y ser obedientes. De la resignación y la entrega. El destruir el mundo de nuestra imagen. De la desconfianza en nosotros mismos. De ser otro, pero no ser nosotros. Lo que busca es querer tener menos de lo que se tiene, ser cada vez menos.

Tener y querer tener menos, es lo que desea la voluntad de la nada. En este sentido, en cada uno de nosotros se va afirmando el sumiso y el animal acorralado. Al conservar una voluntad de la nada tenemos más probabilidades de ser vencidos, porque eso es lo que buscamos. Lo que buscamos es un amo.

La voluntad de la nada sabe obedecer y ser obediente; por ello siempre encuentra a quien lo sabe mandar. Ella trabaja como mero instrumento servil del poderío, es su sirvienta. Es evidente que la voluntad de la nada decrece a cada aumento de poderío. Tal voluntad solo es la interpretación de la otra voluntad que la domina. No podemos conocer ninguna interpretación de esta sumisa voluntad, porque no la tiene.

Para esta voluntad todo es sumisión, resignación. Por ello no hay en ella interpretación. El ser sujeto no le es dado, cuando lo tiene es porque es algo añadido o imaginado; algo que se esconde en otra voluntad a la que ella atiende.

La voluntad de la nada se hunde en la ignorancia de sí misma. En ella no existe ni la palabra "yo", ni la palabra "acción", ni la palabra "pasión"; no existe la línea de horizonte de ningún pensamiento, solo es el desierto, la arena. El sendero hacia la nada es solo un andar hacia el hecho de ser cada vez más inconsciente.

La nada es un proceso in infinitum, una determinación inactiva que no llega nunca a la conciencia de sí misma ni de alguna cosa fija y determinada. Es el mero vacío de la voluntad de la nada. No conoce, por eso no pone nada bajo cierta condición; ella es lo condicionado, lo sometido. La materia inerte.

Al conocerse ni conocer tal voluntad  no se pone en relación con algo. No se siente condicionada por algo, ni condiciona algo porque no sabe. Como carece de poderío su existencia no es un proceso, no es un devenir. No posee ser. Pues, bajo qué forma, bajo qué fuerza podría llegar a tener ser. Solo es una posesión de otro. No tiene medida propia, es la medida de quien la mide.

La voluntad de la nada no se enfrenta al cambio, es lo perecedero. Es la expresión de un alma débil, llena de desconfianza y de malas experiencias. Ve gustosa lo a-rracional, el reblandecimiento y el moralismo nos diría Nietzsche.

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