viernes, 18 de diciembre de 2015

DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE HUMILDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Ser humilde está de moda. Incluso es una exigencia, y uno no sabe por qué. Se nos exige ser humilde, sin saber en qué consiste la noción de humildad[1]. No obstante, seguimos exigiendo y loando tal condición como una razón fundamental en nuestro hacer cotidiano. Nicola Abbagnano[2] señala, en primera instancia, que la humildad es “la actitud de voluntaria abyección, típica de la religiosidad medieval, sugerida por la creencia en la naturaleza miserable y pecaminosa del hombre.”

Como vemos estamos ante una concepción religiosa medieval que considera que somos unos seres miserables y pecaminosos, por lo que debemos tener una actitud abyecta. De esta idea parte nuestra concepción de humildad. Abbagnano cita a Bernardo de Claraval, para quien la humildad “es la virtud por la cual el hombre, con verdadero reconocimiento de sí, se tiene a sí mismo por vil”. Como apreciamos, en esto consiste ser humilde, tenerse a uno mismo por un sujeto vil.

Por su parte, San Pablo entendió la humildad “como ausencia del espíritu de competencia y de vanagloria”, nos precisa Abbagnano. Tomas de Aquino, por su parte, equipara la humildad con la magnanimidad[3]. En este sentido, Aquino está más cerca de Aristóteles que de Bernardo de Claraval y de la concepción medieval. Ya que le da un carácter filosófico y no religioso a la noción de humildad.

Debemos señalar que la humildad no es una noción bien vista por los filósofos griegos, ya que consideraron a ésta como algo propio de la bajeza de nacimiento, como sumisión y algo falto de valor o de poco valor. En la Edad Moderna, Spinoza negó que la humildad fuese una virtud y la consideró una emoción pasiva, nos señala Abbagnano. Por cuanto ésta nace del hecho de que, expresa Spinoza, "el hombre considera su impotencia. Pues si suponemos que el hombre considera su impotencia por el hecho de que entiende algo más potente que él y con este conocimiento limita su potencia de obrar…" En la humildad el sujeto es impotente ante algo que es superior a él. De aquí que es un ser limitado.

Kant, nos dice Abbagnano, distinguió dos tipos de humildad. A saber, la «humildad moral» que es "el sentimiento de la pequeñez de nuestro valor en relación con la ley"; y la «humildad espuria» que es "la pretensión de adquirir, mediante la renuncia a cualquier valor moral de sí, un valor moral oculto". En la primera apreciamos nuestra pequeñez ante la ley; en la segunda la solicitud de querer tener un valor moral que no es en sí mismo. En ningún caso, en Kant hay un sentido o consideración religiosa con respecto a la humildad.

Por otra parte, el filósofo de Königsberg nos indica que “la pretensión en superar a los demás rebajándose a sí mismo es una ambición opuesta al deber hacia los demás y el servirse de este medio para obtener el favor de otros es hipocresía y adulación”. Se refiere a la «falsa humildad», de la cual muchas personas hacen uso para conseguir bienes a su conveniencia.

Nietzsche consideró que la humildad es un aspecto de la "moral de los esclavos". Esta concepción de la humildad, nos indica Abbagnano, está dirigida contra la concepción medieval. Como apreciamos, en sentido filosófico el humildad es un concepto poco venturoso. Y en el sentido religioso medieval nos considera como sujetos viles, nada apropiados para una sociedad de la «autoestima» y del éxito. 

La concepción de humildad, como apreciamos, corresponde a una relación con un ser superior a nosotros. Ante el cual solo tenemos, por nuestra condición de inferioridad, que ser humildes. Entonces, ¿cómo podemos ser humildes con un igual? Esto es un problema que se plantea frente a aquellos que abogan por la humildad, como condición fundamental en las relaciones interpersonales. Ya que nos encontramos ante el hecho de tratar al otro o como un ser superior o tratarlo como un igual. Si lo tratamos como un igual no podemos ser humildes ante este otro sujeto, si lo tratamos como una entidad superior le estamos dando atributos que no le corresponden como sujeto.

Considero que aquellos que pregonan la humildad, lo que hacen es contraponer ésta con respecto a la actitud soberbia. En vez de decir no seas soberbio, dicen se humilde. En este sentido, habría que hablar de no ser soberbios en las relaciones interpersonales y no de ser humildes. Dice Aristóteles que “los soberbios son necios porque se engañan acerca de sí mismos: comienzan empresas honorables creyendo ser dignos de ellas, pero así sólo hacen resaltar su insuficiencia” «Ética a Nicómaco» IV, 3, 1125 a 27.

La soberbia es el vicio de la magnanimidad, es decir, de la grandeza de ánimo o espíritu. Spinoza señala, en «Ethica» III, 26, que “la soberbia es... una alegría nacida del hecho de que el hombre se estima a sí en más de lo justo". Al estimarnos más de la cuenta despreciamos al otro en tanto sujeto. Por tanto, en lo que éste hace y piensa. Lo consideramos un algo inferior a nosotros.  De allí lo intolerable de la actitud soberbia.

Debemos evitar la soberbia cuando establecemos nuestras relaciones en los diferentes ámbitos personales, ya que ésta es generadora de conflictos interpersonales. Esta actitud, además, nos impide ver las posibilidades generadoras que hay en los otros. Y nubla nuestras propias posibilidades, más adelante nos pasará factura en nuestra vida.


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[1] El término humildad viene del griego «ταπεινοφροσύνη» y del latín «humilitas».
[2] Nicola Abbagnano. Diccionario de Filosofía, México, Fondo de Cultura Económica, décima reimpresión, 1993, pp. 630-631.
[3] Acerca de este concepto he escrito “De la magnanimidad en nuestro pensar-hacer”. Ver: http://obeddelfin.blogspot.com/2015/05/de-la-magnanimidad-en-nuestro-pensar.html

viernes, 11 de diciembre de 2015

DEL POST POST A LA POLÍTICA VENEZOLANA DE PRINCIPIO DEL SIGLO XXI

Karl Marx, al inicio de «El dieciocho brumario de Luis Bonaparte» indica: “Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia[1] y otra vez como farsa”. En la «realpolitik», como dicen los alemanes, esto sucede muy a menudo. Por diferentes razones, entre éstas el desconocimiento u olvido de la historia política.

            En el caso venezolano del siglo XXI es un hecho. Posterior a la figura de Chávez lo que se ha dado es una farsa o comedia. Se ha querido rememorar, malamente, a una figura ya ida. Un caso paralelo, pero no igual, fue López Contreras. Quien a mi juicio, era tan dictador como Juan Vicente Gómez, su tutor. López, como bien se sabe, fue el designado por Gómez para sucederlo; ya que ocupaba el cargo de Ministro de Guerra al momento de la muerte de aquel.

            López Contreras fue el sucesor-designado y luego electo presidente. Hasta acá las semejanzas, solo semejanzas. Algo parecido sucedió entre finales del 2012 y el año 2013. Sin embargo, López pudo otear que la situación política no era la misma que había vivido su antecesor. Que la cosa política y social había cambiado. De allí que empezó a alejarse con cautela de las maneras de gobernar del hombre de La Mulera.

            En eso podemos decir que fue habilidoso, como corresponde a alguien que pretenda ejercer una buena «realpolitik». En lo que respecta a lo sucedido en el siglo XXI fue diferente, ya que el designado, y luego elegido, no pudo ver que la situación política no era la misma. Y se empeño en continuar la misma manera de gobernar del hombre de Sabaneta; de allí la farsa como señaló el barbudo de Tréveris. Tal empeño ha estado plagado de errores; pero así actúan, por lo general, quienes perseveran en una concepción mesiánica.

            Para evitar la farsa era necesario plantearse una «realpolitik» para gobernar. Pero esto no era posible desde el principio, porque el principio mismo ya era inamovible. Se hace necesaria una cita larga del mismo barbudo y del mismo texto ya indicado:

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.

            En la «realpolitik» es necesario deslastrarse de la tradición, pero no olvidar la historia. Esta última tiene que estar presente, para no hacer la farsa pensando que se hace la tragedia. El hombre de Queniquea fue más habilidoso que el electo del siglo XXI. En esto el proyecto andino se amoldó  a las circunstancias que se le presentaron. Por el contrario, el legado se impuso a toda circunstancia posible; incluso impidió toda posibilidad. “Todo un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida…” palabras del ya citado.

Querer repetir febrilmente el pasado o aferrarse a él conduce a un callejón que pocas veces tiene salida. Lo que en la política real se convierte en una trampa a corto plazo. De allí que el legado se convierta en la misma trampa que hay que evitar. Por lo que el mismo Marx señala, con respecto a su tiempo, que “la revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir”. Esto lo decía Castro Leiva en «De la patria boba a la teología bolivariana», al hacer la crítica a toda esa semiología política.

Entonces, como no entender que haya ocurrido una derrota que ya estaba incubada desde el mismo inicio de la elección, y agrandada con el paso del tiempo. Los electores son los mismos, no hay una nueva población. “Así contesta al coup de main de febrero de 1848 el coup de tête de diciembre de 1851. Por donde se vino, se fue”, señalaba Marx. Lo que hay son circunstancias diferentes con los mismos referentes, es decir, una farsa en el sentido expuesto por Marx.

            De allí los llamados al debate, al análisis, a la reflexión. No a la acción. Ya que ésta está negada por el pasado, por la semiótica que da vueltas sobre antiguas glorias. De allí el retorno a caricaturas. El hablar en la mudez, el decir sin decir nada. Porque, como indica Marx, “quedaría por explicar cómo tres caballeros de industria pudieron sorprender y reducir a cautiverio, sin resistencia, a una nación de 36 millones”. Una cifra cerca a la actual.



[1] Debemos entender, en este caso, tragedia en el sentido del teatro griego, y no como algo catastrófico. En el caso de la farsa, se refiere a la comedia, la comparsa, la bufonería. Esta nota es nuestra, no pertenece a Marx.