jueves, 30 de enero de 2014

DEL RESENTIMIENTO A LA DESCONSTRUCCIÓN DE MI MISMO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Si la suma de nuestras penas o desplaceres es mayor la de nuestros goces y disfrutes hay que encarar una ruptura, es preciso entrar en el olvido. Hay que actuar en el sentido del olvido, no quiero decir con esto que hagamos como si nunca hubiera existido lo dicho, lo hecho, lo callado, lo olvidado; cuando hablado de actuar en «el sentido del olvido» me refiero a actuar tratando de no tomar en cuenta lo que debamos deplorar.

Evitar los parásitos, las interferencias que agotan nuestra existencia; en cambio debemos iniciar el deseo de una comunicación transparente entre las partes que nos constituyen. En este caso, olvidar es gastar todo, saldar la cuenta. En una existencia en que no existiera la capacidad de olvido viviríamos en el recuerdo de los dolores, las penas, las tristezas, las tragedias, las impericias y las sombras. Sí, también en el recuerdo de las alegrías, los goces, pero aquellas son más devastadoras que estas últimas.

En el olvido hay una satisfacción que, antes el resentimiento, es preciso desear. Si esta satisfacción no la podemos alcanzar es mejor la indiferencia; un olvido, no tal vez de los daños mismos, pero sí de las personas que los causaron. Porque conforman zonas oscuras que se instalan en los pliegues de nuestra alma. En este olvido, en tanto catarsis, hacemos una purificación de las cosas pesadas que nos des-construyen; el remedio es la purgación, la eliminación de los malos humores, una sangría ética de nuestro ser.

No olvido, e incluyo el perdón aquí, en nombre del amor al prójimo. Al contrario, mi olvido tiene lugar en función del equilibrio que satisface mi armonía conmigo mismo. Con este olvido catártico evito las perturbaciones y los efectos desfavorables de los desplaceres que minan mi cuerpo habitado, ahora, por el deseo de venganza.

Mi olvido borra las sombras de mi ser. Activa mi salud disminuyendo las pulsiones mortíferas y las pasiones mórbidas que se han ido configurando en mi resentimiento. Lo nocivo de este resentimiento que ahora me constituye me ataca, me destruye, socava mi carne y mi alma en lo más profundo, paraliza mi capacidad para la acción y para mi reflexión.
           
Dominado por el resentimiento sólo existo en la esperanza de una venganza, de mi venganza; quiero responder con violencia al recuerdo de mi disgusto, y con este fin alimento día a día a la bestia agazapada dentro de mí. En ese sentido, la muerte actúa dentro de mí de múltiples formas.

Mi rencor, mi resentimiento conforman las formas más activas del ser que soy. En este estado, yo atesoro la animosidad, lo vulgar, en este ardor cultivo mis pulsiones más destructoras. En este tiempo de mí auto-envenenamiento me implico en la incapacidad para entregarme; sólo encuentro satisfacción en rumiar mi bilis, permanezco en un estado que me acerca a la bestia y me aleja de la cultura.

En mí resentimiento macero mí incapacidad de consumar el mal, de expresarlo para expiarlo. Mi rencor se nutre del poder masoquista para destruir, masacrar y malograr los equilibrios precarios instalados en mi cuerpo y en mi alma. Estoy en el auto-engendramiento de mí muerte, que implica en este mí resentimiento en el que guardo, conservo y atesoro el dolor como capital que llevo dentro de mí.

La venganza diferida que ansío en mi amargura es signo de mi pequeñez, por ser signo de mi debilidad. En mí proyecto de ser violento el día de mañana, confieso mi incapacidad de serlo aquí y ahora, de serlo inmediatamente. En esto sigo alimentando mi resentimiento, la auto-destrucción de mí yo.

Por eso, en esta mi pulsión enfermiza me remito a la condición de esclavo, me signo en la condición distintiva de criatura esclavizada, en la cual elucubro hipótesis de acción de las cuales soy impotente. Esta condición de resentido revela mi condición de infra-fuerza. Aquí donde me obstruyo, me repliego, me perjudico; mi odio hacia mí mismo y hacia el mundo, mi masoquismo, mi autoflagelación, al no exteriorizarse socava mi cuerpo, mi alma en una mengua, en un desecamiento genero todas mis patologías. Pues, soy ausencia.

En esta ausencia, en esta auto-aniquilación se da el punto de ruptura que ha de poner en acción la determinación, la voluntad reflexiva de liquidar el resentimiento. Porque mi reflexión me permite captar el punto de mi dolor, el momento de mi infección, para operar, curar y purificar, con el propósito de recuperar mi bienestar. Abro con la reflexión una situación de estabilidad que posibilita la catarsis de mi ser.
           
Que se borren los rastros, que las heridas cicatricen completamente es inconcebible, sin duda. Pero al menos la destrucción de mi yo no habrá triunfado sin un enemigo declarado, que soy yo mismo. El resentimiento no es aceptable porque arruina mi vida y la de otros, porque produce desplacer y dolor, porque en él guardo y atesoro lo nocivo. El rencor implica desorden y caos triunfantes en mi cuerpo, conforman partes perversas que hacen estragos y subordinar mi realidad a las pulsiones de muerte. El resentimiento es mi incapacidad de deshacerse de mi pasado, corrompe mi presente y compromete mi futuro.


La capacidad de olvidar me libera y me alivia, me devuelve la disponibilidad de mí mismo. Ahora el derroche de mi vida apunta a la restauración de mi soberanía. Entonces son posibles las acciones del pleno goce de mí mismo. Al desembarazarme de aquello que me destruye, dispongo de la libertad para desplegarme en mi realidad y en la del otro. Me puedo construir a mí mismo, he allí mi soberanía. 

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