Si la suma de
nuestras penas o desplaceres es mayor la de nuestros goces y disfrutes hay que
encarar una ruptura, es preciso entrar en el olvido. Hay que actuar en el sentido del olvido, no quiero decir con esto que hagamos como si nunca hubiera existido lo
dicho, lo hecho, lo callado, lo olvidado; cuando hablado de actuar en «el
sentido del olvido» me refiero a actuar tratando de no tomar
en cuenta lo que debamos deplorar.
Evitar los parásitos, las interferencias
que agotan nuestra existencia; en cambio debemos iniciar el deseo de una
comunicación transparente entre las partes que nos constituyen. En este caso, olvidar
es gastar todo, saldar la cuenta. En una existencia en que no existiera la
capacidad de olvido viviríamos en el recuerdo de los
dolores, las penas, las tristezas, las tragedias, las impericias y las sombras.
Sí, también en el recuerdo de las alegrías, los goces, pero aquellas son más
devastadoras que estas últimas.
En el olvido hay
una satisfacción que, antes el resentimiento, es preciso desear. Si esta
satisfacción no la podemos alcanzar es mejor la indiferencia; un olvido, no tal vez de los daños mismos,
pero sí de las personas que los causaron. Porque
conforman zonas
oscuras que se instalan en los pliegues de nuestra alma. En este olvido, en
tanto catarsis, hacemos una purificación de las cosas pesadas que nos
des-construyen; el remedio es la purgación, la eliminación de los malos
humores, una sangría ética de nuestro ser.
No olvido, e
incluyo el perdón aquí, en nombre del amor al prójimo. Al contrario, mi olvido tiene
lugar en función del equilibrio que satisface mi
armonía conmigo mismo. Con este olvido catártico evito las perturbaciones y los efectos
desfavorables de los desplaceres que minan mi cuerpo habitado, ahora, por el
deseo de venganza.
Mi olvido borra las sombras de mi ser. Activa mi salud disminuyendo las pulsiones mortíferas y las pasiones
mórbidas que se han ido configurando en mi resentimiento. Lo nocivo de este
resentimiento que ahora me constituye me ataca, me destruye, socava mi carne y mi
alma en lo más profundo, paraliza mi capacidad para la acción y para mi
reflexión.
Dominado por el
resentimiento sólo
existo en la esperanza de una venganza, de mi venganza; quiero responder con
violencia al recuerdo de mi disgusto, y con este fin alimento día a día a la
bestia agazapada dentro de mí. En ese sentido, la muerte actúa dentro de mí
de múltiples formas.
Mi rencor, mi resentimiento conforman las formas
más activas del ser que soy. En este estado, yo atesoro la animosidad, lo
vulgar, en este ardor cultivo mis pulsiones más destructoras. En este tiempo de mí auto-envenenamiento me implico en la incapacidad para entregarme;
sólo encuentro satisfacción en rumiar mi bilis, permanezco en un estado que me
acerca a la bestia y me aleja de la cultura.
En mí
resentimiento macero mí incapacidad de consumar el mal, de expresarlo para
expiarlo. Mi
rencor se nutre del poder masoquista para destruir, masacrar y malograr los
equilibrios precarios instalados en mi cuerpo y en mi
alma. Estoy en
el auto-engendramiento de mí muerte, que implica en este mí resentimiento en el
que guardo, conservo y atesoro el dolor como capital que llevo dentro de mí.
La venganza
diferida que ansío en mi amargura es signo de mi pequeñez, por ser signo de mi debilidad.
En mí proyecto
de ser violento el día de mañana, confieso mi incapacidad de serlo aquí y
ahora, de serlo inmediatamente. En esto sigo
alimentando mi resentimiento, la auto-destrucción de mí yo.
Por eso, en esta mi pulsión enfermiza me remito
a la condición de esclavo, me signo en la condición distintiva de criatura
esclavizada, en la cual elucubro hipótesis de acción de las cuales soy impotente.
Esta condición de resentido revela mi condición de infra-fuerza. Aquí donde me
obstruyo, me repliego, me perjudico; mi odio hacia mí mismo y hacia el mundo, mi
masoquismo, mi autoflagelación, al no exteriorizarse socava mi cuerpo, mi alma
en una mengua, en un desecamiento genero todas mis patologías. Pues, soy
ausencia.
En esta ausencia, en esta
auto-aniquilación se da el punto de ruptura que ha de poner en acción la
determinación, la voluntad reflexiva de liquidar el resentimiento. Porque mi
reflexión me permite captar el punto de mi dolor, el momento de mi infección,
para operar, curar y purificar, con el propósito de recuperar mi bienestar.
Abro con la reflexión una situación de estabilidad que posibilita la catarsis
de mi ser.
Que se borren los rastros, que las heridas
cicatricen completamente es inconcebible, sin duda. Pero al menos la
destrucción de mi yo no habrá triunfado sin un enemigo declarado, que soy yo
mismo. El resentimiento no es aceptable porque arruina mi vida y la de otros, porque
produce desplacer y dolor, porque en él guardo y atesoro lo nocivo. El rencor implica
desorden y caos triunfantes en mi cuerpo, conforman partes perversas que hacen
estragos y subordinar mi realidad a las pulsiones de muerte. El resentimiento
es mi incapacidad de deshacerse de mi pasado, corrompe mi presente y compromete
mi futuro.
La capacidad de olvidar me libera y me alivia,
me devuelve la disponibilidad de mí mismo. Ahora el derroche de mi vida apunta
a la restauración de mi soberanía. Entonces son posibles las acciones del pleno
goce de mí mismo. Al desembarazarme de aquello que me destruye, dispongo de la
libertad para desplegarme en mi realidad y en la del otro. Me puedo construir a
mí mismo, he allí mi soberanía.
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