jueves, 26 de febrero de 2015

EL OCIO SIGNIFICATIVO Y EL TIEMPO LIBRE: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Para disfrutar de nuestro pensar-hacer es necesario que ejercitemos la libertad que tenemos de elegir nuestros propios centros de interés, y de actuar conforme a ellos en la elección del recorrido, la atención y los tiempos que nos otorgamos para la contemplación o la acción. Para hacer esto es importante estar convencidos de que toda opción para su realización es válida. Incluso, la de hacerlo de manera rápida o pasar por alto la mayor parte de las cosas que nos atañen; asimismo la de hacer solos aquellos que realmente nos interesa, y además, de hacerlo sólo cuando tengamos verdaderos deseos de hacerlo.

Como indica Gripdonck: “El hombre libre debe tener energía suficiente para imponerse a los esfuerzos que no está obligado a hacer. Sólo entonces será libre”. Concurrir a nuestro propio pensar-hacer y disfrutar de él no es ni puede ser una obligación, es una experiencia de ocio. Acá el concepto de ocio se determina como proceso educativo, a la vez, el mismo es un agente de disfrute personal y desarrollo social.

Estamos pues ante una visión humanista que conjuga ocio; ejercicio de la libertad y desarrollo de nuestra persona, tanto individual como social. En este sentido, pensamos el ocio como una experiencia integral del sujeto; como derecho fundamental y como ámbito de desarrollo por medio de manifestaciones culturales y recreativas. Una experiencia significativa del ocio es una experiencia multidimensional; la cual está centrada en actuaciones libres y satisfactorias para el sujeto que la realiza, con implicaciones individuales y sociales. Además, tal experiencia tiene un fin en sí misma.

Como hacer fundamental, la experiencia del ocio significativo favorece el desarrollo personal, la educación, el trabajo y la salud de aquel que la realiza. El ocio gira en torno al tiempo, a la libertad y a los constructos sociales de cada individuo. En el ocio se habla de una libertad más real que aparente, porque, al contrario que, en otros hábitos sociales el paradigma hegemónico no introduce implícita o explícitamente elementos de control. El sujeto determina libremente su experiencia, ésta no viene enlatada.

Los progresos de la sociedad del éxito y la felicidad no han favorecido las vivencias del ocio. Ya que el éxito y la felicidad no está dada para todos y tampoco en todas partes. El ocio, en tanto experiencia, solo tiene sentido en la persona que la ejerce. Por otra parte, la sociedad de consumo ha confundido o intenta confundir el ocio con el tiempo libre que deja la labor. La última es una realidad importante y llena de medios, pero, en muchos casos, desierta de sentido.

La reducción de la jornada laboral, el adelanto de la jubilación y el aumento de las expectativas de vida contribuyen a la consolidación y aumento del tiempo libre. De allí que en el mercado de la felicidad, el disfrute ha ganado gran importancia en nuestra vida. Por ejemplo, la promoción del turismo, el disfrute de las vacaciones, la incidencia de la televisión, la visita a los centros comerciales, el apoyo institucional al desarrollo de las actividades culturales, son indicadores que configuran nuevos estilos de vida en los que el disfrute tiene gran incidencia.

No obstante, ocio y tiempo libre son dos conceptos diferentes. En ambos el tiempo es una constante; ya que, toda vivencia transcurre en un determinado tiempo. El tiempo libre se refiere a ese ámbito temporal que está ausente de obligaciones, el cual nos permite llevar a cabo cualquier tipo de actividad. Por el contrario, el tiempo de ocio es el tiempo empleado en prácticas de ocio. ¿En qué consisten estas prácticas de ocio?

La práctica del ocio no depende de la actividad que se realiza, tampoco del tiempo. La práctica del ocio tiene que ver con el sentido, con el significado que le da quien la experimenta. De este modo, la acción y la percepción de quien realiza el ocio puede transformarse o no en vivencia del ocio. La experiencia de ocio es independiente, y se caracteriza por la conciencia que se tiene de la elección y de la voluntariedad de llevarla a cabo.

Pensar en la experiencia del ocio como una potencialidad es pensar en las posibilidades del no hacer laborante. Así podemos ser en la medida que estamos relacionados con nuestro propio no hacer laborante. Esto nos permite rechazar gran parte de la «instrumentalidad» que va asociada a la noción de tiempo libre, que está concentrada en prácticas u objetos concretos. En la experiencia del ocio nos permitimos la capacidad de equivocarnos y, a la vez, generamos nuestra capacidad de aprendizaje; esto nos permite introducir el pensamiento creativo en los diferentes momentos del ocio significativo.

La experiencia del ocio está abierta a cualquier direccionalidad; no tiene ni principio ni fin, ni salida ni llegada, ni origen ni destino, pues no está reglado. Es la multiplicidad de la posibilidad. Es elección y voluntad del sujeto en su pensar-hacer. Es nuestra propia experiencia que parte de nuestro querer libre.



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martes, 24 de febrero de 2015

LA EXPERIENCIA DEL OCIO SIGNIFICATIVO EN LA FORMACIÓN DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La experiencia del ocio, en su sentido más puro, es un fin en sí mismo. Pues se realiza sin pretender otra cosa a cambio de la acción. El ocio es opuesto a la experiencia laborante, e incluso diferente al tiempo libre. En la experiencia laborante nos dedicamos a la producción de medios de consumo, que ofrecemos y nos ofrecen como medios para hacer realidad nuestro tiempo libre, que en muchos casos carece de fines y sentidos.

El ocio significante se distingue del pasatiempo y sobrepasa la idea de descanso y evasión. La experiencia del ocio se diferencia de otras vivencias porque ésta tiene capacidad de sentido, y potencia la capacidad para crear encuentros creativos y satisfactorios que originan desarrollo personal y social. En el sentido de fin en sí que posee el ocio se elabora la idea de gratuidad. En tanto ocio no se debe nada. Por tanto, el ocio no es un acto de consumo. Es manifestación plena del sujeto.

En un entorno que tiende a limitarnos a ser meros espectadores de una realidad que no sabemos bien si es o no, el ocio nos da la posibilidad de cuestionar nuestra capacidad de ser libres, para hacer lo que deseamos y nos gusta. En este sentido, el ocio es una búsqueda que debemos asumir por nosotros mismos y cada uno debe encontrar para sí.

Los esquemas de comportamiento que llevamos a cabo, en sus diversas manifestaciones, están enmarcados y encuadrados en un contexto social que los hace posible; pero al mismo tiempo también son manifestaciones personales. La experiencia del ocio, como otras facetas de nuestra existencia, depende de lo individual; por medio de éste nos integramos a entender nuestro entorno haciendo de la libre elección un hecho tan real como las oportunidades nos permitan realizarla. No podemos explicar la experiencia del ocio a partir de formas mecánicas producto de un determinismo. Ya que el agente de la experiencia hace una elección libre desde su voluntad de querer, aún cuando ésta tiene una génesis y un entorno social determinado.

En la experiencia del ocio significativo nadie nos dice como nos divertirnos, porque tal experiencia se da a partir de la conciencia de nosotros mismos, de la identificación de nuestro entorno inmediato y de nuestra propia realidad. Es necesario, por tanto, disponer de un sentido ético de nuestra existencia, el cual enriquece y eleva el sentido de nuestra vida. De este modo, hablamos del ocio como configurador de nuestros sentidos de vidas, de nuestras actividades placenteras, de nuestro pensar-hacer, y de nuestro desarrollo social.

Cada experiencia de ocio es una vivencia integral de nuestros valores, es una re-creación de nuestras ganas de vivir. En el ocio nos encontramos a nosotros mismos; pues es una experiencia de encuentros en la que establecemos contactos con otras realidades, que abren nuestros horizontes de significados y sentidos a la comprensión y al conocimiento de nuestra existencia.

A partir de lo antes señalado, la experiencia del ocio funda un construir, un morar y un pensar del bienestar personal; que nos aleja de no saber aprovechar o emplear nuestro propio tiempo, que nos aparta del ser incompletito y enajenado. Una ética de nuestra existencia contribuye a valorizar y entender el ocio como parte constitutiva de nuestro pensar-hacer. Aprendemos a valorarlo y a reconocerlo como configurador de un modo de vida general.

La vivencia de la dimensión del ocio está relacionada con el aprendizaje lúdico, como algo esencial para la realización de éste. A través del juego-aprendizaje atribuimos al mundo significados distintos, opuestos a los que atribuimos, por lo general, a esta realidad plana. Desde el juego-aprendizaje abordamos la realidad desde la imaginación, desde el querer y ocupamos todos los intersticios de nuestra existencia. A través del juego-aprendizaje nos acercamos a lo simbólico, a otras expresiones que nos pone en la naturaleza de nuestro ser.

Por medio del juego-aprendizaje complejizamos el mundo, lo llenamos de significantes y significados, lo que nos permite acercarnos a un mundo de vivencias propias y alegres. Aun cuando nuestro entorno y estilo de vida dificultan el poder vivir la experiencia del ocio y, por tanto, de la alegría que éste aporta. La experiencia del ocio conjuga los estímulos externos e internos, lo que nos permite una interacción más abierta tanto introspectiva como social. 

En el ocio se produce un desprendimiento de los intereses de la vida rutinaria. Por tener en sí una conciencia de querer hacer lo que se hace, y en este hacer ocioso asumimos de manera abierta las reglas implícitas en un espacio-tiempo que realiza una vivencia placentera. El ocio significativo desarrolla el potencial creativo que se va perdiendo, poco a poco, en la actividad rutinaria.

La experiencia de ocio nos proporciona una vitalidad interior, que a medida que es repetida van constituyendo placeres individuales y sociales de nuestros haceres. En esta experiencia el sujeto, que la realiza, tiene la percepción de lo que quiere y debe hacer; tiene una percepción de que sabe que es capaz de hacerlo, porque va siendo consciente de sus capacidades para desarrollar las habilidades para ello.

De manera que, se produce un interés dinámico entre lo que nos gusta hacer y lo que podemos hacer. Este rasgo independiza a la experiencia de ocio de la actividad laborante; ya que la clave reside en el interés desinteresado que nos proporciona y el disfrute que supone su realización. Lo contrario a la actividad laborante. De este modo, el vigor de la experiencia del ocio se va a convertir en fundamento de nuestro desarrollo personal y social; ya que la incidencia del ocio trasciende el espacio individual, para ir a insertarse en el desarrollo de los intereses comunitarios y sociales.



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martes, 10 de febrero de 2015

LA SEMIÓTICA CORPORAL EN NUESTRAS RELACIONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Nuestra semiótica corporal ocupa un lugar privilegiado en nuestras relaciones sociales, ya que ésta manifiesta diversos instrumentos de transmisión a través de discursos y mensajes hacia los otros. Es la manifestación no-oral de nuestro lenguaje. Ya que, en lo personal y social tenemos diversos medios y modos de expresión que nos caracterizan; y que, además, sigan nuestra manera de interactuar con los otros.    

En este sentido, es legítimo ser conscientes de nuestra semiología corporal, como prácticas discursivas de primer orden. Pues debemos considerar la práctica corporal como una pieza de nuestro patrimonio personal y social, cualquiera sean las manifestaciones de nuestro cuerpo. En tanto conjunto diferenciado de expresiones en un universo de interacciones sociales; un complejo repertorio de expresiones dirigidas a visibilizar y legitimar nuestro estar en el mundo.

Hacemos uso de un tejido complejo de manifestaciones expresivas, que son significativas e interpretadas por los otros. A través de nuestra semiótica corporal canalizamos mensajes con los otros actores sociales, con quienes compartimos situaciones a diario. En nuestras relaciones sociales confluyen diversos emisores-receptores de mensajes, con sus diversos modelos de comportamiento comunicativo.

Esta semiótica compleja, por lo variada, es uno de los indicadores del carácter personal y social que nosotros reflejamos. Una formación cultural de nuestra historia personal. Por medio de esta semiología verbalizamos nuestro carácter personal y, a la vez, social. Todos somos agentes sociales de comunicación, sea consciente o inconsciente este hacer. Pues asumimos la emisión y recepción de mensajes dirigidos a otros; aunque estos otros formen parte de nuestro entorno conocido o no.         

Nuestra semiótica corporal constituye la forma de comunicación más arcaica y más directa. Pensemos en el cine mudo, por ejemplo, que ante la imposibilidad temporal de la palabra, asume la semiología corporal y así todos podemos entender de qué trata la trama de la película, con un mínimo de equívocos. No obstante, la jerarquía semiótica no se refleja en la conciencia general como un patrimonio plenamente entendible, de allí los equívocos.

La corporalidad no es ni está tan clara. Como todo discurso está a merced de las equivocaciones o de las interpretaciones erráticas. E incluso, nuestra semiótica corporal puede formar parte de los objetos de consumo; por ejemplo, esas maneras y modos que asumimos porque están de moda, o que copiamos inconscientemente de figuras de la televisión o cine. Y que luego resulta difícil discernir si estos modos pertenecen en primera instancia al cine y luego copiados por nosotros, o fue el cine quien las copió de la vida.

Cuando nuestra corporalidad es parte de los objetos de consumo, ésta se concibe como signos utilitarios, que perecen por el uso mismo o la temporalidad. Allí hablamos de la artificialidad del uso del cuerpo, a partir de modelos paradigmáticos. Somos, en tal caso, una imagen especular de otro. Acá nuestra semiótica corporal termina en el contenedor. Esto explica porque, en muchos casos, nos es difícil la recuperación de nuestro patrimonio corporal, ya que este ha sido una impostura.

La impostura no tiene en sí ni interés emblemático ni histórico, es solo una vaciedad. Existe, además, escaso interés por recuperar su propia producción corporal. Llegamos, en este aspecto, a utilizar corporalidades ajenas. Esto parece una conducta ingenua o una parodia de nosotros mismos. Tal vez, un problema patológico, en los casos más graves. En tal caso, los resultados son siempre un remedo inferior del modelo imitado. No hay gestos, solo muecas.

Una verdadera recuperación de nuestra corporalidad conlleva un reconocimiento verdadero de nuestra historia, de nuestro patrimonio personal y social. La vigencia de lo recuperado contiene en sí la efectiva contemporaneidad de mí mismo, de mi yo; de mi cuerpo como lo que soy. La posibilidad cierta de que soy cuerpo. Por tanto, recupero y me abro a la legitimidad de mi propia recreación.

La relación deficiente con nuestro patrimonio corporal se acentúa cuando nuestra actitud oscila entre el desdén por nosotros mismos y la simpatía por un otro paradigmático. Algo frecuente en nuestro hacer cotidiano. Pues, a veces, nos adscribimos a acciones temporales y puestas en un valor social; y negamos, sin saber, lo que proviene de esa nuestra historia que nos conforma. Proponemos el descarte y sustitución de nuestro cuerpo.

Otra actitud es la atracción por lo raro, lo distinto, lo original. Un descubrimiento temático de reivindicaciones extra-personales. Pero distante de nuestros códigos semiológicos. Soy, pero no soy. Solo re-lecturas de género menor sobre nosotros mismos, donde hay muchos de snobismo. Lo ajeno nos interesa porque satisface cierto placer cultural; porque nos sirve para marcar y re-marcar cierta distancia con respecto a los otros.

Señalamos lo nuestro cotidiano como algo obsoleto y ajeno. De este modo, incorporamos ciertos rasgos a nuestro patrimonio histórico corporal, y convertimos a éste en un pastiche, en una ironía. En un opuesto a nosotros mismos. Adoptamos una mirada, una actitud, una corporalidad que no nos pertenece, nos hacemos un remedo. Una perdida. De allí que sea necesario construir o re-construir nuestra semiótica corporal con autosuficiencia, que contenga, a la vez, lo personal y lo social que somos.             



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jueves, 5 de febrero de 2015

EL SIMULACRO DE NUESTRA EXISTENCIA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

No es extraño que, en nuestra vida, las diversas imitaciones que asumimos terminen con el tiempo por convertirse con un original que posiblemente fuimos. En muchos casos, esta simulación de vida la hemos generado por la imitación de modelos que hemos considerados reales. Ahora, tales modelos no tienen ni origen ni realidad conocida, solo los hemos asumidos y ya.

            La imitación precede nuestra vida. Somos, ente este aspecto, una mera superposición de simulacros. Somos solo hilachas de vida, vestigios de algo aparentemente real que subsiste en medio de su propio desierto. Ya decía Nietzsche, crece el desierto. Un desierto propio que es nuestra irrealidad. Solo intentamos, en este simulacro coincidir con algo real. No obstante, seguimos siendo simulacro.

            Porque en alguna medida, ya no podemos distinguir entre lo real y eso modelo de simulacro que vivimos. Buscamos una coincidencia entre lo real y el simulacro, como señala Baudrillard. Pero tanto la coincidencia, como la diferencia entre lo real y la imitación han terminado por esfumarse. Ni siquiera hay una apariencia. Cómo puede, entonces, haber un ser. Todo termina por ser una hiper-simulación.

            Si  nuestra vida la hemos producido o conformado a partir de modelos paradigmáticos establecidos, entonces podemos repetir el modelo que deseemos. Entramos en una disociación dada por un continuo escindirnos. No hay identidad entre ser y hacer, ni entre ser y ser, ya que cualquier modelo es siempre una posibilidad para ser. En este aspecto, somos o nos conformamos como el producto de una combinatoria de modelos.

            De este modo, construimos nuestro existir liquidando todo referente. Porque en este liquidar hacemos surgir artificialmente un conjunto de signos, que suplantan lo real por signos de aquello que es real. Sin embargo, ya no podemos discernir qué es lo real. En este sentido, solo podemos fingir una realidad que no sabemos si tenemos. Por lo que en este estado estamos ante la ausencia de nosotros mismos.

            No podemos distinguir lo verdadero de lo falso, lo real de lo imaginario. Pues estamos en una constante simulación. Lo que está en juego es el poder de la apariencia, que corroe la realidad hasta cancelar el propio del que se ha generado. Llegamos al momento en que la referencia se satisface en un círculo ininterrumpido sin referencias, la pura vacuidad. Porque la simulación termina por negar incluso el valor de ese sigo o apariencia en que ha devenido.

En esta eliminación de toda referencia, la simulación contiene toda representación que nos hacemos de nosotros mismos; por lo que terminamos, en aquella ausencia, como un simulacro. En este proceso perverso, pasamos ser el reflejo de una realidad; por ser una máscara de una realidad; una ausencia que no tiene que ver con ningún tipo de realidad, de su propia realidad. Pues terminamos convirtiéndonos en un mero simulacro.

En este simulacro de nosotros mismos, este ser que ya no es lo que era hace su aparición la nostalgia del ser que fuimos. La nostalgia cobra todo el sentido del sinsentido. Ahora el sujeto puja por una verdad, por una objetividad, por una autenticidad que no se sabe donde puede tener asidero. Queremos producirnos una realidad y un referente, pero la simulación está presente como estrategia de disuasión de nosotros mismos ante los otros. El sujeto está muerto en su propia simulación.         
       
           El intento de disuasión, producido por aquella nostalgia del sinsentido, es una simulación de sí mismo; por medio del cual trata de preservar la sospecha de su principio de realidad, por lo cual el sujeto se hace, a la vez, un simulacro referencial. Como simulacro es referente de sí mismo. La vacuidad aparece como una dimensión más del hacer del sujeto. Así, todos nosotros somos simulacro.

         Un simulacro que proclamamos una originalidad universal. Estamos, en este sentido, en un mundo vivificado  artificialmente y disfrazado de realidad. Un mundo de simulación, al cual habita un sujeto de simulación. Que alucina una verdad, que es un chantaje de lo real, una simulación de la felicidad. A la modalidad yo original sucede la aparente libertad, la aparente felicidad, el aparente bienestar.

          Con el pretexto de salvar a un original del sujeto, solo construimos desgraciadamente una réplica, que es simulación de la simulación. Un desdoblamiento del simulacro que somos, una reducción que se sustenta en lo artificial. En medio de esta circunstancia, la realidad ni la simulación tiene sentido para nosotros. Por ello, erigimos lo simbólico, como una forma de dar valor y sentido a las cosas, de darnos valor y sentido a nosotros mismos. Pretendemos construir un orden aparente. De allí que debemos construir un mito, que tranquilice nuestra conciencia desventurada y dé sentido acerca de nuestro presente y nuestro futuro.

        Reinventamos lugares y viajes de origen de manera artificial. Recuperamos, a través de de un simulacro, una realidad mediante un subterfugio, mediante una excusa y una excusa artificiosa. Una alucinación mistifica. Decimos botar todo y volver a empezar, pero nada ha cambiado. Vivimos un mundo parecido a un paraíso perdido, más sonriente más auténtico bajo la luz del modelo del simulacro. Como la perfecta escenificación de nuestros placeres y bienestares.        



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martes, 3 de febrero de 2015

EL ATURDIMIENTO DE NUESTRAS EMOCIONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Nuestras emociones y afectos tienen relación con el tiempo, pues la duración o no puede alterar a éstos. Por ejemplo, una situación que nos resulta excitante puede convertirse en aburrida si ésta se prolonga; recordemos que somos seres de carácter voluble. Otro caso, puede ser la furia que si dura mucho tiempo se termina convirtiendo en rencor, en furia envejecida y enconada en nuestro ser-hacer.

Nuestros sentimientos, bien lo sabemos, son unas de las puertas más accesibles a nuestra intimidad no consciente. De allí, que se haga tanto uso de ellos en las diversas actividades terapéuticas; ya que se pretende, desde afuera, derribar las puertas de nuestra intimidad. Se pretende invadirnos en nombre de la felicidad y el bienestar. Si las puertas permanecen cerradas aparecen diferentes juicios que nos invalidan como sujetos sintientes.    

¿Cómo sabemos que estamos enamorados, furiosos, aterrados o melancólicos? Por dos aspectos que tenemos que distinguir. En primer lugar, una cosa es la claridad de la experiencia. Segundo, otra es la claridad del significado de la experiencia. Como apreciamos son dos cosas distintas, y requieren dos perspectivas distintas. Tomemos por ejemplo, el significado de la experiencia de los celos. El celoso sabe que siente angustia ante la posibilidad —real o ficticia— de que alguien le arrebate el objeto de su amor; y a partir de esta angustia interpreta la realidad a su manera. Dado el caso, el mundo del celoso se vuelve amargamente significativo, implacable y destructivo; porque cada gesto, cada olvido, cada palabra, cada ausencia de palabra, se convierte en prueba, en corroboración y demostración de sus sospechas de celo, y por supuesto de su desdicha.

En este sentido, los sentimientos se convierten en un balance de nuestras circunstancias. Son un balance y una balanza continúa con los cuales significamos el mundo, desde varios niveles de profundidad que incluyen mensajes cifrados, a los cuales imponemos sentidos. Que a la vez nos imponen nuestro sentido del mundo, no podemos escapar de ellos.

Las emociones son puntos de llegada y de partida en nuestras vidas. Ellas son resumen y propensión de nuestro pensar-hacer. Por medio de éstas damos cuenta de nuestras acciones pasadas y preparamos las acciones futuras, iniciamos así una nueva tendencia. Nos disponemos, por éstas, para la acción o la inacción; este último tipo de acción también es un modo de comportarse. Un tanto criticado por las tendencias operativas de la terapéutica. No obstante, válida en la construcción o desconstrucción del sujeto.  

Por ejemplo, emociones como el miedo incita a la huida de lo que sentimos que nos amenaza, el amor al acercamiento hacia el sujeto de deseo, la vergüenza a ocultarnos o separarnos de los otros. La alegría nos anima a mantener la acción que estamos realizando, la tristeza nos conlleva a retirarnos o apartarnos de los demás tras la búsqueda de un consuelo íntimo; la furia nos prepara para el ataque; la ternura, por el contrario, nos hace propensos a ofrecer las caricias.

Los afectos y sus derivados conforman el conjunto de todas nuestras experiencias, y tienen un componente evaluativo a través de nuestras sensaciones de dolor y placer, deseos, sentimientos. Nuestras sensaciones de dolor y placer están constituidas por componentes sensoriales, afectivos y cognitivos, cada uno de éstos dependen de un sistema neuronal distinto, según ha señalado Melzack.

Por su parte, nuestros deseos son conciencia de una necesidad, de una carencia o de una atracción que tenemos. Éstos, normalmente, van acompañados de sentimientos que los amplían y le dan urgencia. Los sentimientos se conciben como bloques de información integrados, los cuales incluyen valoraciones en las que estamos implicados; los que nos proporcionan, como señalamos antes, un balance y una balanza de situaciones y una predisposición para actuar.

En el gobierno de las emociones, hay que recoger información de fuentes diversas, limpiarla de ruidos, contrastarla. Esto nos advierte que al estudiar un sujeto es difícil de comprender como un sentimiento aislado, porque cada uno de nosotros forma parte de un entramado afectivo muy complejo, que está lleno de sinergias y reciprocidades, en el que intervienen nuestras creencias, alores, esperanzas y nuestros miedos conformados en un andamiaje cultural.

En este momento, nuestra cultura —en un discurso contradictorio— presiona y favorece la insatisfacción y la agresividad sobre nuestras formas de vida. Nuestra necesidad de consumo, de innovaciones, de progreso, de felicidad, de bienestar se basa en una continua incitación al deseo. Esta «pleonexia», que es la proliferación de los deseos, la avidez de éstos, nos conduce a la idea de que sentirnos satisfechos es esterilizador. Solo la insatisfacción, esta pulsión de los deseos incita a la invención, a fluir, a la abundancia, a ser distintos, a ser desde, algo como poner en un lugar, pero necesariamente no ser ese ser. Así parece que estamos o condenados al estancamiento —fracasados, según esta tendencia— o a la ansiedad irremediable del éxito.



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