sábado, 29 de diciembre de 2018

EN LA BÚSQUEDA DE LO QUE SOMOS: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

A veces la intuición es acertada, mas no siempre es así. Incluso, la razón falla. Para superar la intuición y a la razón como hecho falibles es necesario comprender qué es el proceso de razonar. Sin embargo, muchas veces, no podemos ir más allá de algo que no conocemos, por eso debemos preguntar ¿qué es eso? Está no es una pregunta ni operativa ni causal. Es sustancial.

Para ello, debemos comprender el significado de nuestro razonar. Cómo  razonamos, cómo ahonda en nuestras búsquedas; no podemos saltar más allá de nuestro pensar-sentir. Esto no significa que debemos poseer un cerebro muy perspicaz, o que seamos grandes estudiosos o gente erudita. Para buscar a lo que es, lo que hace falta es honestidad de pensar, de claridad, deseo de ser receptivo y no temer lo que podamos encontrar sea en el exterior o en nuestra interioridad.

Debemos tener claro que no existe barrera entre lo íntimo y lo externo. Lo íntimo es lo externo y éste es aquel. Puede ser que no estén integrados, y esa es parte de nuestra contradicción personal y social. Ahora bien, para que se produzca esta integración, debe haber comprensión que son una unidad, y así debemos entenderlo en nuestro proceso de pensar-sentir-hacer. Esto último no es una secuencia lógica, ni procedimental.

Nuestro pensamiento es resultado del pasado, del presente y del futuro posible. En estos tres momentos se basa nuestro pensar. Es un proceso de vivencia, de definición y de registro. Esto lo hacemos a cada instante, aunque no almacenamos todo, pues muchas cosas se borran. Hay cosas a las cuales nombramos y así la reconocemos. Al niño que recién comienza hablar le enseñamos como se llaman las cosas, así aprendemos como se llaman, no lo que son. Aunque, por lo general, confundimos como se llama algo con lo que ella es.

Este error es muy común. Y lo hacemos muy seguido. Si nombramos algo creemos conocerla. De este modo, creemos haber experimentado una cosa por el hecho de nombrarla. Por ejemplo, la pasión amorosa por haber nombrado el amor. Creemos que comprendemos algo por nombrarla. Damos nombre a algo para reconocerlo, como esto y no lo otro. Sin embargo, esto no es comprender, no es tener la vivencia de una cosa. Es más fácil dar un nombre que saber qué es.

Este proceso de nombrar, no es la vivencia. Es, por el contrario, contacto, sensación, deseo, conciencia e identificación, este proceso que incluye el nombrar lo consideramos experiencia y conciencia. Y así lo captamos. No obstante, debemos preguntarnos ¿cuál es la función de nuestro pensar?

Usamos nuestro pensamiento cuando queremos regresar a nuestra casa, pensamos cómo podemos llegar a nuestra casa. Si hacemos el mismo recorrido de todos los días, lo más probable es que usemos un pensamiento mecánico, automático, ya aprendido. Si queremos hacer un recorrido nuevo, desconocido usaremos otro tipo de pensamiento, tal vez, exploratorio.  

¿Cómo funciona nuestro pensamiento? Por ejemplo, cuando nos protegemos a nosotros mismos, cuando buscamos seguridad económica, social o psicológica. Debe funcionar diferente en y para cada situación. Ya que allí hay un pensamiento que funciona bajo el instinto de autoprotección. No estoy pensando en procesos neurofisiológicos del cerebro, sino como configuramos nuestro modo de pensar-hacer-sentir.

Cuando somos bondadosos con alguien, cuando amamos a alguien o cuando utilizamos a alguien para conseguir un fin, acá se dan procesos de pensar-sentir distintos. Cada proceso de nuestro pensar surge cuando nos enfrentamos a situaciones. Cuando hay temor, cuando existe el deseo de poseer, cuando hay conflicto, pensamos de manera diferente. Porque hay involucrados asuntos diferentes.

Nuestro proceso de pensamiento nace ante situaciones, entonces nuestro ego, nuestro yo, debe dar una respuesta. Pues el pensar tiene que ver con nosotros, y nosotros somos ese ego o yo que somos. Y actuamos por éste. Cuando todo marcha bien y no tenemos problemas no atendemos a nuestro pensar. Algo así a como cuando no tenemos problemas económicos no estamos pendiente de nuestra cuenta bancaria.

Ahora bien, cuando se presenta algún conflicto en nuestro pensar-hacer inmediatamente buscamos cómo podemos solucionar el mismo. Buscamos pensar y ver cómo lo solucionamos. Para esto debemos pensar. Entonces, pensar es un solucionar problemas, pensamos para solucionar problemas; o mejor dicho, necesitamos de un pensar capaz de solucionar algo. Que es un pensar diferente. No es un mecánico ni automático.

Si comprendemos que el proceso de pensar admite y no puede excluir el yo, esto adquiere importancia; pues el yo es importante. Pensar y el yo desempeñan un papel muy importante en nuestra vida; porque nosotros,  de una forma u otra, nos preocupamos por nosotros mismos. Todos buscamos cómo protegernos, cómo ganar, cómo llegar, cómo lograr algo, cómo hacernos mejores, cómo tener esta o aquella virtud, cómo desechar, cómo negar, cómo admitir, cómo hallar lo que buscamos. De esta manera, reconocemos cuán interesados estamos en nosotros mismos.

Somos el proceso de nuestro pensar, no estamos separados de éste. Saber que estamos interesados en nosotros mismos necesita, en la tradición filosófica, conocernos a nosotros mismos. Porque no puede ser un intereses inmoral, fatuo o trivial. O simplemente un hedonismo sibarítico. Debe ser un interés serio y ético, no volátil y fácil. 

Cuando surge el impulso de ser más o ser menos, de ser adecuados o inadecuados; entonces aparece el proceso de interesarnos y conocernos a nosotros mismos. El proceso de pensar aparece cuando existe el interés por nosotros mismos, o cuando queremos eludirnos a nosotros mismos de forma consciente o no. Acá empieza el proceso de pensar.

Si comprendemos que somos lo que somos, en el sentido sartreano de que lo importante es “lo que hacemos con lo que han hecho de nosotros”. Allí nuestro pensar aparece. Interviene un proceso reflexivo, pues para llegar a ser algo tenemos que agudizar nuestro pensar.

Referencias:
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sábado, 22 de diciembre de 2018

LA MAQUINA DE LA FELICIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Cuando Leo Auffmann le pregunta a Lena: «¿Qué pensarías si trato de inventar una máquina de la felicidad?» Ella le responde rápidamente con una pregunta: «¿Pasa algo malo?»[1]

La pregunta, en cuestión, es algo muy sencilla y, a la vez, atiende a un asunto muy importante. Porque si es necesario inventar una maquina de la felicidad es por qué algo pasa o algo no anda bien. Por otra parte, en el diálogo se contraponen dos caracteres opuestos, el soñador de Leo Auffmann y el espíritu de Lena Auffmann, que percibe algo presente y lo acepta como algo presente; en este percibir, Lena deja que lo presente este ante ella tal como es.

Auffmann es aupado, por algunos amigos, a llevar adelante su proyecto, para que acalle a aquellos «comentaristas de la muerte». Por esta razón, debe inventar una maquina que «anime el futuro, infinitamente alegre». Esta es una esperanza muy vieja en el género humano, que anda tras la búsqueda de la felicidad como el burro tras la zanahoria, desde hace tiempo.

Leo Auffmann, por su parte, argumenta interrogativamente «¿Acaso hoy las máquinas no nos hacen llorar?» Porque cada vez que el hombre y la máquina parecen entenderse algo cambia. «Y los aeroplanos nos tiran bombas, los coches nos arrojan a los precipicios». El conflicto hombre-maquina parece irresoluble según Auffmann y muchos otros que así lo consideran.

La meta que se propone Leo Auffmann con la máquina de la felicidad es que ésta ayudaría a la «metamorfosis de la infancia» y, cuando pasaran los años el invento, «permitiría que un hombre dormitara en las hojas caídas como los niños en otoño». De esta manera, los hombres se alegrarían de ser parte del mundo. Por lo que tal aparato a pesar «de los pies húmedos, la sinusitis, las camas arrugadas, y esas horas de las tres-de-la-mañana cuando los monstruos le devoran el alma a uno, fabrique felicidad».

Por su parte, Lena Auffmann sentencia que tal máquina «no la necesitamos».

¿Cómo será el aspecto de una maquina de la felicidad? Auffmann piensa que puede ser «algo que se pueda llevar en el bolsillo o que lo lleve a uno en su bolsillo». Por lo menos, «tiene que ser brillante». La felicidad siempre consideramos que debe y tiene que ser algo radiante.

Ahora bien, cómo llegar a saber ¿qué es la felicidad? Para esto el inventor recurre al diccionario y pregunta a Lena «¿Te sientes "complacida, contenta, alegre, deleitada"? ¿Te sientes "dichosa, afortunada"? ¿Las cosas son para ti "agradables y convenientes", "satisfactorias y cómodas"?» No es la pregunta sobre la ontología de la felicidad, las que hace Auffmann, sino más bien interroga sobre un estar o sentirse de una determinada manera en el mundo, esto es, un ¿cómo qué?

La máquina toma forma y Leo Auffmann temblando de fatiga, hambriento y tambaleándose por el arduo trabajo anuncia que la maquina de la felicidad está lista y terminada. Un anuncio de esta naturaleza indudablemente tiene que atraer a todos los de la casa y el pueblo.

En medio de la noche, Leo Auffmann sabe que algo lo ha despertado. Pues, en otro cuarto alguien llora. Es Saul, su hijo, quien llora en medio de la noche. Auffmann se levanta, se acerca a la cama del hijo y le pregunta si ha tenido una pesadilla; pero éste no deja de llorar hasta que al fin se duerme de nuevo.

El padre con un presentimiento baja al garaje y comprueba que la maquina está caliente. Confirma que Saul ha estado esta noche ahí y ha usado la maquina de la felicidad. Pero ¿por qué Saul no es feliz? ¿Por qué necesita de la máquina? ¿Por qué quiere aferrarse a la felicidad? Y, sin embargo, habiendo estado en la maquina llora en medio de la noche.

A la tarde siguiente, Leo Auffmann guía a Lena ante la máquina y ella pregunta: «¿Esto es la felicidad? ¿Qué botón debo apretar para sentirme alegre, contenta, agradecida, y satisfecha?» Saul le advierte a la madre que no entre a la máquina.

Lena entra, cierra la puerta y aprieta un botón. La máquina, dice Bradbury, «se estremeció suavemente, como un enorme perro dormido». Fuera Leo y sus hijos comenzaron a oír la voz de sorpresa de Lena, pues ella veía París, Londres, Roma, Las Pirámides, La Esfinge; sentía el olor del perfume; escuchaba El Danubio azul y comenzó a bailar. Es «asombroso», dijo Lena.

Sin embargo, sin mediación alguna, Lena se echó a llorar. Todos se quedaron sorprendidos por aquel «llanto de bebé» que oían. Leo Auffmann no se pudo contener y abrió la puerta de la máquina, «allí estaba su mujer, con lágrimas que le rodaban por las mejillas. — Espera -dijo-. Déjame terminar. Lloró otro poco».

Auffmann apagó la máquina.
«—¡Oh, qué cosa más triste! -gimió Lena-. Me siento mal, terriblemente mal -salió de la máquina… ¡París! Y de pronto quise estar en París, ¡y supe que no estaba!». El desconcierto se da porque la máquina produce la sensación de que es cierto lo que se ha visto, oído u olido. Sin embargo, al estar sentados en la máquina se sabe con certeza que aquello no es cierto. Es un choque de emociones en la certeza de saber que aquello que parece verdad es mentira, es una mera ilusión. De allí el desconsuelo y el llanto de quienes han usado la máquina.

Nada de lo que ahí se siente es importante, dice Lena:
«—Pero tu máquina dice que es importante. Y lo creí. Ya se me pasará, Leo. Déjame llorar un rato.
— ¿Y qué otra cosa?
— ¿Otra cosa? La máquina me dijo: "Eres joven." Y no lo soy. ¡Miente, esta Máquina de la Tristeza!»

La maquina de la felicidad es en verdad la máquina de la tristeza. Pues, dentro de la ésta «la puesta de sol parece ser eterna, el aire huele bien, la temperatura es agradable. Todo lo que quieres que dure, dura». Sin embargo, en algún momento, dice Lena, uno tiene que «salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas… los chicos esperan el almuerzo, las ropas necesitan botones». Tenemos que afrontar un mundo de acciones prácticas que la máquina excluye.

La eternidad de la felicidad no es posible, concluye Lena. «La puesta de sol dura un minuto o dos, mejor. Luego, pasemos a otra cosa. La gente es así, Leo». Por ello, «las puestas de sol son hermosas porque sólo ocurren una vez y desaparecen». Esto recuerda aquellos placeres falsos, de los cuales Epicuro exhortaba a no seguir.

El error de Leo Auffmann, según Lena, es que él ha detenido las cosas rápidas y ha traído las cosas lejanas al patio. A un sitio que no les corresponde. Ese es el dilema de la máquina de la felicidad, que nos muestra y nos hace disfrutar de algo que sabemos que es inalcanzable.

Esa separación nos enajena, porque comenzamos solo a anhelar aquello otro sin tener la posibilidad de alcanzarlo. Estamos acá y, a la vez, queremos irnos; por eso lloramos y no somos una unidad. «Lo primero que se aprende en la vida es que uno es tonto. Lo último que se aprende en la vida es que se sigue siéndolo», nos dice Bradbury. Esto es cierto si llevamos una vida desmembrada, sin darnos cuenta que la felicidad todavía funciona, no siempre bien; pero todavía funciona.

La felicidad, esa cosa ambigua que buscamos como un ensueño, está aquí todo el tiempo, en la vida cotidiana. En las metas que nos proponemos, en nuestras posibilidades, en nuestros proyectos; en el hacer con los familiares y amigos; está en nuestro pensar-hacer-sentir de cada día. En nuestras interrelaciones con los otros. En medio de nuestras tristezas, alegrías, miedos y sorpresas que cada uno de nosotros construimos y padecemos. En esas cosas que cada día hacemos y no nos damos cuenta por ser tan sencillas.

Referencias:
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[1] Personajes de «El vino del estío» de Ray Bradbury. 

sábado, 15 de diciembre de 2018

LA VIDA COMO ACCIÓN AUTO-REVELADORA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La vida en tanto relación es asimismo un proceso que nos auto-revela a nosotros mismos. Cuando no dejamos que sea así, auto-reveladora, la vida se convierte en una mera actividad que nos satisface. Por eso cuando hacemos uso de la relación tan solo para nuestra propia seguridad, la interrelación engendra confusión y antagonismo.

Vivimos llenos de cosas, incluso abrumados por éstas. Y esas cosas  son esencialmente ideas sobre lo que debemos ser y sobre lo que no debemos ser. En este roce resultan inevitables nuestras disputas, luchas y miserias internas y externas. Para evitar estos roces buscamos levantar o imponer barreras, nos disciplinamos o nos entregarnos a la anarquía, nos reprimimos o damos rienda suelta a nuestros instintos; pero nunca nos buscamos a nosotros mismos.

Tales acciones nos resultan difíciles, porque no es mediante la mera determinación, la práctica o la disciplina, que podemos intervenirnos o no a nosotros; solo dejaremos de intervenirnos cuando tengamos comprensión de nuestro propio proceso. Solo entonces será posible que existan relaciones libres de contienda y de discordia con nosotros y con los otros.

Muchas veces, pensamos la vida más que vivirla. En este caso, el saber y la erudición se convierten en impedimentos para la comprensión de nuestro pensar-hacer-sentir. Puede ser que sepamos meditar, reflexionar de manera extraordinaria, sin embargo, esto no nos asegura que seamos conscientes de nuestro vivir.

La mayoría de nosotros sabemos que la erudición se puede convertir en una afición, y creemos que por el mero hecho de saber podemos conocernos a nosotros mismos. Debemos recordar que nuestra mente está repleta y, a veces, ahogada por los hechos, los conocimientos. Lo cual nos impide recibir algo nuevo, ya que nuestra mente está repleta de lo conocido y no queda espacio para recibir algo desconocido. Nuestro saber es de lo conocido y con éste tratamos de comprender lo desconocido.

Leemos innumerables libros y procuramos imaginarnos o sentir lo que es esa experiencia ajena. Sin embargo, solo podemos pensar en algo que conocemos. Sin embargo, creemos que comprendemos más si poseemos más información, más libros, más hechos, más material impreso. Y en parte es cierto, pero esta es una comprensión erudita, de por sí necesaria. Ahora bien, la vida necesita ser vivida, sentida plenamente.

Para darnos cuenta de algo que no sea la proyección de lo que conocemos, tenemos que dejar de lado lo conocido para abocarnos a la comprensión de lo desconocido. Aunque siempre nos aferramos siempre a lo conocido, por ser esto parte de la seguridad que buscamos. Lo desconocido nos asusta y es natural, pero debemos exponernos a ello.

Construimos certidumbres y seguridades es parte de nuestra naturaleza, la cual se asienta en lo conocido. Más que concebir o imaginar lo desconocido debemos vivirlo. Pues, cuando lo conocido lo comprendemos, a la vez, lo disolvemos y desechamos, en ese momento nos arriesgamos a lo desconocido.

No es tan difícil, porque ya antes tenemos experiencias de lo desconocido. Porque para construir nuestra seguridad hemos tenido que pasar por lo desconocido.  Lo que hemos hecho es traducir lo conocido en algo sólido. Lo que tenemos que hacer es que dejar abierta cada experiencia y no traducirla a lo inmediatamente conocido. No e pongamos nombre, ni la clasifiquemos ni la registremos. Dejamos el saber como actividad permanente. De este modo, ni lo conocido ni la erudición se convierten en un obstáculo.

Para vivir la vida no necesitamos que lo nos pasa al frente esté subtitulado, ni tiene una introducción explicativa, solo salimos a la calle con un bagaje que poseemos, el cual de sentido y significación a nuestra vida. Sin embargo, podemos dejar proyectarnos en las situaciones y solo observarlas como algo nunca antes visto. Asombrarnos con lo que vemos como un gato curioso.

Porque de lo contrario, la erudición y nuestro saber se convierten en un impedimento, en un estorbo, porque comenzamos a categorizar todo con lo que ya conocemos. Algo así como aquellas pinturas renacentistas que hacían los pintores europeos de América cuando los conquistadores describían este continente. Pintaban lo que ya conocían, no lo que se les describía.

No estamos negando nuestros conocimientos técnicos, por ejemplo, cómo conducir un vehículo, cómo hacer funcionar una máquina; este es un conocimiento eficiente. Lo que tenemos es que dejar que la vista vea, el oído oiga, la nariz huela, el pensamiento piense. Esto es ese sentimiento de felicidad productiva que el conocimiento mecánico nos puede ofrecer.

En este sentido, el proceso de conocimiento descubre cualquier cosa nueva, y este descubrir empieza por nosotros mismos. Por tanto, la comprensión se realiza al estar despojados de ese conocimiento que nos da seguridad. Es fácil tener experiencias a partir de nuestras creencias y de nuestro saber; pero estas experiencias son el producto de la proyección de lo que sabemos.

Por lo que tal experiencia es algo falsa e ilusoria. Si tenemos que descubrir lo desconocido, es decir a nosotros mismos, se hace necesario mirarnos como algo nuevo, algo nunca antes visto. Quitarnos el uso del saber como autoprotección, como seguridad. Porque si buscamos protegernos a nosotros mismos por medio del saber, entonces no estamos buscando lo que nos auto-revele.

En el proceso productivo estamos libres de lo que obscurece el presente. Nos liberamos de la información, de las experiencias ajenas, de lo que alguien haya dicho, y tratamos de aproximarnos a eso que está allí delante de nosotros como la madre cuando toma en sus manos y mira por primera vez al recién nacido.

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sábado, 8 de diciembre de 2018

DESENTRAÑAR NUESTRO VIVIR: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Basar nuestra vida en quién está en lo cierto o quién equivocado es algo vano, sin sentido. Antes que vivir en esta insensatez es preferible explorar nuestros problemas sin juicio previo. En vez de ser espectadores debemos participar en nuestra propia discusión, y ver si podemos penetrar en nuestros problemas, sean éstos individuales y colectivos. Porque ambos nos atañen directamente.

Es necesario para nosotros ir más allá de las murmuraciones, del parloteo, más allá de las exigencias e influencias del mundo, para descubrir por nosotros mismos lo que somos. Al develar lo que somos podemos afrontar muchos de los problemas que nos constituyen.

Quizá podamos discutir despacio, con nosotros mismos, para captar el sentido de nuestra vida, de nuestro existir, y plantearnos ¿qué es todo esto? Eso es posible si podemos ser honestos con nosotros mismos, cosa bastante difícil. En este proceso nos revelamos a nosotros mismos por nuestro propio pensar, y así podemos penetrar en algo que valga la pena dejándonos de fruslerías.

Tenemos que descubrir por nosotros mismos la significación de nuestro pensar-hacer-sentir, lo cual implica desentrañar nuestro vivir. Captar el conjunto de significados que pueden hacer posible desenmarañar nuestros condicionamientos, nuestros malos prejuicios, nuestras creencias y valores falsos.


Esa es la verdadera cuestión, nuestro verdadero reto. Qué pensar y qué no pensar; pues a ello estamos atados, sujetos a diversas normas. Por lo que constantemente buscamos seguridad en lo que hacemos: en nuestra familia, en nuestro trabajo, en nuestras relaciones, en los juicios…

Queremos estar seguros, y ese mismo deseo nos engendra temor, culpa y ansiedad. Si nos miramos vemos cuán temerosos estamos, pues existe en nosotros la sombra de la inseguridad; por tanta pobreza, suciedad y miseria en todo los que nos rodea aunque no sea de manera inmediata.

Sabemos esto o lo intuimos, pero no sabemos cómo librarnos de todas nuestras inseguridades. No sabemos cómo deshacernos de éstas. De manera que vivimos marchitos, sin inocencia y envejecidos. Cuando, por el contrario, aspiramos a ser frescos, inocentes y jóvenes. Por ello, debemos renovarnos para poder percibir, observar y descubrir qué hay en nosotros. Si hay algo que toda esta inmediatez, de estas palabras, de estas frases y de estos condicionamientos.

¿Qué observamos en nosotros? ¿Cómo nos observamos? Si nadie tiene que decirnos cuándo tenemos hambre, pues sabemos cuando la tenemos hambre. Entonces, ninguna descripción externa nos da la experiencia de nosotros mismos. Tenemos experimentar lo que somos.

Queremos experimentar lo que significa nuestra vida o, por el contrario, nos queremos aferrar a algo, a cualquier cosa. Nuestra experiencia debe abarca lo que nos he conocido y se debe remontar a lo desconocido de nosotros mismos. Nos reconocemos y buscamos también lo que no reconocemos en nosotros.

En este buscarnos acumulamos conocimientos, experiencias individuales como capacidad de idear, de comunicarnos, de sentir, de pensar racional o irracionalmente. En unos casos, somos afables, tranquilos, serenos; también brutales, implacables, altaneros, arrogantes, vanos. Por ello, nos hallamos en un estado de auto-contradicción y empujados en distintas direcciones.

Por otra parte, sabemos que nos hemos educado con una cierta técnica y con unos códigos de conducta, con los cuales buscamos permanencia y seguridad. O vivimos de esperanzas conociendo frustraciones, fracasos, éxitos o logros. Podemos, además, rememorar, recordar. Todo esto es nuestra totalidad.

A veces, solo conocemos segmentos de nosotros, por ejemplo, de estar celosos o irritados, llenos de sueños e insinuaciones. Todo esto somos. Nos encontramos en el tiempo, en nuestra historia, en nuestro relato.  Por ello es necesario desentrañar lo que somos, que es nuestro vivir.


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sábado, 1 de diciembre de 2018

EL DILEMA DE DADÁ O LA NO MENDICIDAD EN LA VIDA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

En estos días al ir a comprar un pasaje en autobús pensaba que se podía pagar el mismo con punto de venta. Pero el asunto no era así, la modalidad era una parte en efectivo y otra con punto de venta. Al querer apelar a la discrecionalidad del empleado éste me dijo: «las reglas son las reglas».

Y tenía toda la razón el empleado, las reglas son las reglas y en todos los ámbitos hay reglas. Uno, por lo general, lo que hace es apegarse al lugar donde las reglas le resultan más adecuadas y favorables. Pero siempre habrá reglas que seguir. Uno puede apelar a la libertad; sin embargo, nuestra libertad está condicionada por nuestra misma finitud.

Uno puede romper las reglas existentes al no estar de acuerdo con éstas, pero terminará construyendo otras reglas. Aquí es donde está el dilema de Dadá. Algunos señalan que Dadá es el anti-arte, uno puede pensar que se refieren a que éste es otro arte o un arte enfrentado al existente. Sin embargo, Dadá es el no-arte.

Es por esta razón que este no-movimiento-artístico no puede perdurar. Porque de hacerlo tendría que crear otras reglas. Y no se quiere someter a ello. El Dadá se manifiesta como el no-arte, y de allí su efímera vida. Es el grado cero del arte, para usar de la mala manera la expresión de Barthes. Pues, si intenta vivir tendría que construir reglas de arte, convertirse en arte y se niega a ello.

Ante esta disyuntiva, Dadá decide perecer. Traición le han hecho los historiadores y críticos de arte que lo han incluido en el arte. Olvidar a Dadá es difícil, la ruptura es muy violenta y desgarradora en esa época heroica donde todo el arte moderno se manifestaba como arte nuevo. 

El darnos cuenta de que «las reglas son las reglas» nos permite vislumbrar el mundo con una voluntad de poder diferente. Las reglas están allí, nosotros las acatamos, asunto nada extraordinario, o buscamos un ámbito con otras reglas más convenientes a nuestro pensar… Al tener conciencia de esto nos evitamos a nosotros mismos la condición de mendicidad.

Ese imperativo de «las reglas son las reglas» es la otra parte de la voluntad de poder o es otra voluntad de poder que se pone delante de nosotros. Si acepto esto no tengo que apelar a la mendicidad para lograr algo, sencillamente o me aparto de ellas o las acepto, o busco cualquier otra opción para llevar adelante mi voluntad de poder.

En el caso de Dadá, éste decide perecer, porque Dadá no mendiga nada al arte, solo lo niega. Nosotros tenemos más opciones. Porque somos una voluntad de vivir. Lo contrario, sería o la voluntad de la nada o la no-vida. En nosotros el conjunto de decisiones posibles es más amplio. Lo que si debemos evitar en tanto voluntad de poder es el grado de mendicidad.
El estado de indigencia es posible evitarlo al tener certeza del hecho de que «las reglas son las reglas» y con ellas puedes hacer lo que quieras, pero no pueden humillarnos.

Las reglas solo son eso, reglas. Son instrumentos para relacionarnos personas e instituciones. Son parte de nuestro pensar-hacer. En tanto instrumentos nos facilitan la vida en unos casos, en otros nos pueden permitir pensar en cómo resolver algo que no puedo solucionar con tales reglas.

Si uno piensa que las reglas son obstáculos e impedimentos, solo está justificando su no-hacer. Y achacamos a las reglas nuestra inoperatividad. Debemos tener cuidado con esta salida fácil a la búsqueda de soluciones. Porque justificamos lo que no tiene justificación.

Al asumir las reglas como lo que son, es decir, instrumentos. Abandonamos la idea del «pobrecito», de querer que nos traten con esa mirada de huérfanos, abandonamos la mendicidad en nuestro pensar-hacer. Asumimos la vida como lo que es, un conjunto de acciones prácticas. Y estamos en ésta para intervenir o no en ella.

Ante las reglas tenemos nuestra decisión, que involucra lo personal y lo social. Nuestra decisión es más importante que las reglas, porque aquella es dinámica y éstas son estáticas. La regla permanece. La decisión, por el contrario, se modifica según la circunstancia y somos dueños de ella.

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