lunes, 29 de junio de 2020

CUARENTENA EN EL AQUÍ Y EL AHORA




La cuarentena ha disuelto nuestro mañana, nuestro futuro. Nos ha confinado a la desmesuradamente del aquí y el ahora, tan grato este slogan a muchos, en teoría. La posibilidad de una muerte cierta ha desajustado nuestras expectativas, que siempre ponemos en el mañana.
En esta cuarentena solo vivimos en el ahora, en el aquí, porque no sabemos si al salir a la calle nos contagiamos y así perdemos toda posibilidad por una muerte irremediable. Esta situación trastoca nuestro pensar-hacer, pues por naturaleza estamos orientados hacia el futuro, siempre estamos haciendo planes para mañana, nunca permanecemos en el hoy. Es esta posibilidad la que la espada de Damocles nos ha arrebatado momentáneamente.
Nos planteamos nuestro futuro diariamente para enfrentarlo con determinación recurriendo a las ventajas que nos brinda nuestra historia personal, nuestro saber de las cosas. Sin embargo, es este saber lo que en este incierto presente no podemos ejercer, ya que nuestro derecho a pensar y desear un mañana está truncado porque una muerte anunciada a la vuelta de la esquina. 
El confinamiento nos niega la capacidad de seguir al ritmo que nos habíamos impuesto el vivir diario; nos impide intentar cualquier innovación, cualquier intercambio. Por ello nos sentimos incapaces de reaccionar y adaptarnos a esta situación. Por estos días vivimos de fantasmas marchitos porque el presente es insípido.
Es un golpe duro perder la batalla de nuestro saber, cuando hasta hace poco clamábamos con orgullo «Tenemos ideas y futuro». Ahora nos damos cuenta de que el tan cacareado “Aquí y ahora” es una oferta aburrida, para la cual se necesita una ética estoica. Además, si carecemos de imaginación creadora y flexibilidad intelectual seremos incapaces de innovar en esta situación, por el carácter imprevisto de la misma y por ser promotora del desorden existencial en que nos encontramos.
Esto nos sucede al ser ignorantes de la observación concreta y de la experiencia existencial; por ser parte de una educación dogmática y abstracta, en la cual permanecemos apresados a un corsé intelectual que nos impide prever y asimilar los cambios. De esta manera, nos anclamos a lo de siempre, a lo conocido, al limitar nuestras capacidades para aprender y protegernos de cuestionamientos de un sistema de castas. En esta situación no logramos superar los preceptos en los cuales nos encontramos imbuidos, incluso podemos insistir en permanecer en ellos.
Por otra parte, es muy común oír que somos un animal de costumbres. No obstante, esto es una verdad a medias, porque también en igual o mayor grado nos  atrae lo nuevo, nos gusta hacer cosas distintas, nos gustan las sorpresas. Buscamos nuevos objetos e intentamos cambiar de continuo, aunque sea con un corte de cabello. No nos contentamos con los caminos trillados, con lo de siempre decimos. Aunque tales cambios y novedades sean a nivel externo, nos gustan y las buscamos.
Este querer disfrutar de constantes novedades: de lo nuevo, de lo último, nos atrae mucho. Este disfrute nos ha sido arrebatado por la cuarentena, porque en esta cotidianidad impuesta no tenemos posibilidad de  lo nuevo, de meternos en problemas. Nos sentimos aburridos porque los problemas que trae lo nuevo nos ha sido arrebatado, está fuera de nuestro alcance. En este confinamiento estamos en una situación en que no podemos crearnos los problemas que queremos, ni siquiera podemos plantearnos los mismos. Esto nos tiene de manos atadas.
Todos nos encontramos en el vivir diario en situaciones que, por lo general, sabemos resolver. No obstante, los problemas existenciales nos resultan muy problemáticos, como los que nos ha generado la cuarentena. El descubrimiento de lo problemático existencial es un paso esencial para la creación de nuevas perspectivas y puntos de vistas, porque la formulación de problemas es una actividad de nuestro ser inteligente y habilidoso.
Los problemas son algo que nos sucede en el hacer de nuestro vivir, me refiero a nuestros asuntos cotidianos y normales. Por ejemplo, si nos planteamos cocinar algo, no nos limitamos a poner los alimentos tal cual la compramos a cocinar, nos planteamos: ¿Cómo vamos a preparar esto? Pues, no queremos hacer lo mismo de siempre, queremos hacer del simple cocinar y comer un arte.
Entonces, ¿por qué no sabemos plantearnos nuestros problemas existenciales, si es lo que tenemos más a mano?  Tal vez porque siempre estamos sedientos de lo externo, de lo que está a nuestro derredor, de esas cosas externas que nos causan novedad. Pues, lo novedoso es uno de nuestros incentivos naturales, de las necesidades innatas que guían nuestro comportamiento.
Por eso miramos, oímos, olfateamos, tocamos, degustamos de manera instintiva y concupiscente, para estar al tanto del mundo en que nos encontramos. Somos la desmesura de lo curioso. Al no estar estimulados por lo externo nos dormitamos, nos aburrimos o nos quejamos de un insomnio ontológico, que nos hace permanecer despiertos en ausencia de estímulos por la apabullante presencia de la nada, que es como un descomunal bostezo.
Si hemos inventado toda clase de actividades estimulantes y estupefacientes, ha sido para aplacar nuestra insidiosa manifestación de la nada que hace del aburrimiento un pariente miserable de la angustia. Si la cultura nació para llenar con su farmacopea de estímulos los aburridos días, entonces la causa de nuestras dificultades es ante todo de orden cultural, intelectual y ética. Al hacer de éstas algo inamovibles. Puesto que, nuestro futuro no está escrito en ningún sitio, nunca es demasiado tarde para reaccionar y edificar una cultura personal. Tal movimiento tiene que ver con nuestro autoconocimiento, con modificar nuestra condición existencial, con liberarnos del trabajo inútil e improductivo; con incrementar nuestras fortalezas, nuestras posibilidades y con el dominio de nuestros temores banales.
La imposición de este aquí y ahora se produce porque hemos perdido el aliento de nuestro futuro y la posibilidad de lo novedoso. Tenemos que dar un paso para reconocer nuestro pensar-hacer, para salir de este marasmo ético en que nos hemos sumergido en la cuarentena, y que posiblemente ya venía de antes.
Tenemos que aprender que nuestro pensar-hacer es una producción nuestra, que no debe pertenecer solo al reino de lo artificial, de lo desgajado y ajeno a lo natural. Nuestro pensar-hacer, bien entendido, es la novedad que tiene algo que aportar a nuestro natural humano, la forma de relacionarnos con nosotros mismos. Lo que no armoniza solo produce desorden, degeneración y caos.
Mediante nuestro pensar-hacer establecemos interacciones nuevas con nosotros mismos, con los demás humanos y con todos los seres del mundo. Con estas interacciones modificamos nuestras relaciones con nosotros mismos, también cambiamos nuestro entorno, lo humanizamos, lo hacemos a nuestra medida. Además, de adaptarnos al medio también lo modificamos, esta es una ventaja que tenemos y debemos aprovecharla para salir airosos como personas de esta cuarentena.
Obed Delfín Consultoría y Asesoría Filosófica

martes, 9 de junio de 2020

EL YO ENFERMO


Ese yo biográfico que somos es un ego, y nadie creo tiene dudas de eso. En la conversa entre Moisés y Dios, cuando el primero le dice: «Si voy a los israelitas y les digo: “El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros”; cuando me pregunten: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les responderé?». Dijo Dios a Moisés: «Yo soy el que soy» Y añadió: «Así dirás a los israelitas: “Yo soy” me ha enviado a vosotros».
Si Moisés quedó complacido con esta explicación no sabemos. Tal vez nosotros no quedemos muy complacidos si le preguntamos a alguien ¿quién eres tú? y éste nos responde “Yo soy yo”. Aunque tiene toda la razón de responder de esa manera. Puede ser que Moisés no fuese muy curioso y se conformo con semejante respuesta, que dice todo y no dice nada.
Por otra parte, está aquella escena memorable entre Mafalda y Felipito cuando éste jugando con un yo-yo se encuentra a Mafalda y ésta curiosa le pregunta ¿qué eso? Por la falta de claridad, Mafalda termina llamando a Felipito egocéntrico, cosa que no hizo Moisés cuando bien podía haberlo hecho.




Es frecuente considerar que el egoísmo es un «solipsismo práctico», una actitud en la cual lo único que importa al sujeto es su «yo mismo». Por lo cual, el sujeto solipsista se diferencia y niega a los otros, puede estar contra los otros. En este sentido, el solipsismo niega la existencia o la subsistencia del mundo externo, ya veremos a que se refiere esta negación.
El solipsismo se define como la radicalización del subjetivismo, en el cual la conciencia se reduce al «yo solo», que en latín se escribe “solus ipse”. El mismo se basa en la individualidad del yo. El solipsismo, en sentido estricto, es aquel en que el sujeto está encerrado en los límites del «yo solo», sin posibilidad de salir al mundo de las relaciones interpersonal. El yo está encerrado en sí mismo, por lo cual el mundo solo está constituido en el yo y por el yo, es decir, solo vale para este yo.
El sujeto solipsista no se debe confundir con el sujeto narcisista. El narcisista está enamorado de sí mismo porque piensa que nadie lo está o puede estarlo de él; así mismo intenta, con criterio selectivo, atraer a otros a su mundo para que le ratifiquen lo encantador que es. El narcisista es un ser contradictorio y enmascara sus conflictos con fachadas de perfección, que necesita que otros reconozcan.
El solipsista, por su parte, comparte un ensimismamiento similar al narcisista. Pero, al mismo tiempo, niega que haya otras personas en el mundo, aparte de él mismo. El solipsista se reconoce a sí mismo como sujeto y, a la vez, niega que los otros lo sean, niega la existencia de los otros.
La mayoría de nosotros, si somos razonables, suponemos que los otros seres humanos son semejantes a nosotros; que son sujeto o personas como nosotros, que piensan y sienten al igual que nosotros. El solipsista no. Para él el universo olo gira en torno a él, porque él no está seguro de que los demás sean personas que piensan y sientan, que sean como él.
Todo solipsista piensa que está solo en el mundo, porque es único. Si no existen otras personas como él, entonces tampoco existen otros solipsistas. Él se considera un sujeto único, y no le importan los demás porque estos no existentes en tanto sujetos pensantes ni sintientes.
El solipsista cree, realmente, que no hace daño a los demás ni con su actitud ni con su comportamiento. Pues para él, repito, las demás no existen como personas; solo existente como cuerpos, como cosa extensa, no como sujetos emocionales ni mentales.
El solipsista no tiene capacidad para entender que los demás sufren, porque los demás no existen. Y si no existen como personas solo son instrumentos de uso. De allí su comportamiento indiferente para con las personas, ya que él se encuentra en sí y para sí mismo en el mundo. Los demás no cuentan, porque solo son cuerpos y solo cuerpos de uso.
Obed Delfín Consultoría y Asesoría Filosófica