Cercana a la
memoria, está la dimensión atópica del individuo que desenmascara los intereses
de la lógica del sistema, de la organización, esto es, de las relaciones de
poder. No sólo la desmemoria es un signo de nuestro presente, convivimos en
medio de relaciones anti-atópica. Pues ni el presente del pasado ni presente
del futuro nos despiertan interés. Cada individuo se acostumbra a dar por
satisfecho con un presente simple y fugaz, la
instantaneidad del vivir; que está fuera de toda vinculación con el
pasado que hay que recrear y del futuro que hay que anticipar.
Relaciones de
individuos en una sociedad sin esperanza, ya que estamos arrogados en un mundo
en el que el presente es sólo presente. Nos movemos en un conglomerado, en el
cual se ha desvalorizado la esperanza, los sueños diurnos, la imaginación, la
ficción; que necesita vivir del fin de la atopía, porque las relaciones de
poder no toleran la crítica. Desde la memoria y la atopía, la crítica es
posible.
La atopía
constituye una dimensión de la condición del ser, que se concreta aquí y ahora.
Porque la atopía se funda en la esperanza que da paso al análisis de la cultura
actual, donde que hay algo que aparentemente no es disponible, no determinable,
no deducible a partir de la lógica tautológica de la memoria, en ésta
comenzamos con las manos vacías.
Lo que nos ha
constituido como sujetos es nuestra negativa a aceptar el mundo, lo dado, lo
fáctico, la realidad misma como algo ya terminado. Por ello, el individuo
aparece como un ser que es capaz de desear lo imposible, ya que existe una
diferencia entre lo que es y lo que puede llegar a ser. En este aspecto, la
esperanza es una apertura, una insatisfacción.
La esperanza
está en el hacer de la existencia, es un salirse de sí; de este modo la persona
es capaz de trascender las circunstancias actuales, de ir más allá de las
condiciones que le dicta e impone el presente. La atopía se basa en el deseo.
Desde allí que la mujer y el hombre sean seres deseantes, buscadores de algo, menesterosos,
seres carentes, que comienzan la búsqueda con las manos extendidas.
Desde pronto
la persona busca algo. Pide algo, y grita. No tiene lo que quiere, pero hay que
aprender a lograrlo. La esperanza necesita de la formación del sujeto. Debemos
aprender a gobernar la esperanza, porque lo que se desea no está, ni llega
pronto o nunca llega oportunamente. El gobierno de la esperanza, como el
gobierno de las emociones nos permite no caer en la desesperanza, que llega a
ser destructiva, que rompe y manipula todo lo que toca. La esperanza pertenece
al espíritu siempre naciente, por ello el espíritu que ha envejecido ya no tiene la esperanza nada, no es capaz de
esperar.
Desde el
principio en el espíritu naciente hay el deseo de ser otro, de ser algo otro.
Existe el deseo de ser algo por-venir. Se parte de la imitación, de la mímesis.
Somos seres miméticos, deseamos lo que los otros desean. La mímesis es un
instrumento antropológico y pedagógico, que encierra la pregunta de ¿el cómo
quién? Toda nuestra existencia está cruzada por el sueño diurno del principio
de la esperanza.
Estos sueños
diurnos nos sirven de apoyo para el inconformismo, la desesperanza, la abulia.
Nuestros sueños diurnos funcionan abiertamente, en ellos deseamos. No obstante,
el deseo siempre es insatisfecho, no se conforma con lo que consigue siempre
aspira a más; como lo expone el divino Platón, con respecto al amor, en el
“Banquete”. El deseo es impulso permanente y fundamental, con él soñamos
nuestra felicidad; aunque no hay respuesta universal a la pregunta sobre la
naturaleza de la felicidad.
El sueño
atópico me incita a una vida plenamente humana. En este sueño deseo de viajar,
por ello no quedo atado a un lugar; me muevo casi a mi antojo del lugar y de la
situación en que me encuentro. Evado las relaciones de vigilancia, lo
panóptico, muestro su inhumanidad que niega los sueños diurnos como principio
de esperanza. En quienes no encuentran salida a la decadencia se manifiesta el
miedo a la esperanza y contra la esperanza.
En ese momento,
el miedo se manifiesta como la máscara sujeto; del fenómeno soportado pero no entendido,
de lo lamentado pero no transformado. Y se inaugura, entonces, el ser realista,
que según la racionalidad instrumental consiste es vivir de acuerdo con lo que
las cosas son. Lo contrario, se dice, es ser un idealista, un soñador, alguien
que no tiene los pies sobre la tierra. Desde este punto de vista, el ser realista
se opone a la esperanza, a la atopía; es un realismo que se funda en la tiranía
del presente absoluto.
Se renuncia a
la esperanza, al espíritu naciente, a la voluntad de poder. Sólo dirigimos nuestra
intención y esfuerzo a aquellos objetivos alcanzables, llenos de nuevas
ganancias, pero carentes de atopía. Un individuo sin esperanza carece de
movimiento; está condenado a ser alucinado por los pragmáticos de turno que
invocan la inmovilidad de las cuestiones. Que pretenden que las personas se
plieguen a la desesperanzada, a la opacidad de la realidad presente. Entrampados
en estos pragmáticos somos incapaces de imaginar y analizar las alternativas y
opciones abiertas a las oportunidades. Es la dimensión atópica del sujeto la
que abre la condición de la posibilidad.
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