El
conocimiento de uno mismo significa, en Platón, distanciarse cognitivamente de
este mundo de apariencias, para mirar hacia el topos de las ideas en el cual estaba la verdad. Para los estoicos,
por el contrario, para conocerse a uno mismo no es necesario este alejarse del mundo.
En el
conocimiento de uno mismo, según el párrafo anterior, no se plantea una
alternativa, en términos de o uno conoce la naturaleza de las cosas o uno se
conoce a sí mismo. No hay tal alternativa. Puesto que, uno sólo se conoce a sí mismo
teniendo sobre la naturaleza un punto de vista, un conocimiento, un saber
amplio que permite conocer la organización general de ésta y los detalles de la misma. Esto es, no puedo conocerme a mí mismo sino
conozco la naturaleza de las cosas.
Para los
epicúreos, el conocimiento de la naturaleza tiene la razón fundamental de liberarnos
de nuestros miedos y de los mitos que nos abruman. El conocimiento estoico, por
su parte, trata de conocer las cosas y entre éstas a nosotros mismos, para permitimos entendernos a nosotros mismos en el aquí y ahora en
que nos encontramos, es decir, el conocimiento estoico tiene como fin el re-situarnos en un
mundo totalmente racional y tranquilizador.
El mundo estoico donde una providencia divina nos ha colocado y en donde estamos; una providencia que nos
ha situado en el interior de una cadena de causas y
efectos, necesarias y razonables; las cuales debemos aceptar si queremos realmente
liberarnos de este encadenamiento a través de una única forma posible: el
reconocimiento de la necesidad del encadenamiento. Acá priva la concepción del
destino y el conocimiento de éste como modo de estar y conocer el mundo, y de
la liberación a través de conocernos a nosotros mismos.
El
conocimiento de mí mismo y el conocimiento de la naturaleza de las cosas, según
los estoicos, no se encuentran en una oposición alternativa, ambos
conocimientos están absolutamente ligados entre sí. En tanto que el conocimiento de la naturaleza
me revelará que soy un punto, cuyo único problema consiste en situarme, a la
vez, allí donde me encuentro y aceptar el sistema de racionalidad que me ha
insertado en este lugar del mundo.
En este
sentido, para el estoicismo, no perder de vista y recorrer con la mirada el
conjunto del mundo son dos actividades indisociables entre sí, a condición de
que exista el movimiento
espiritual en el cual el sujeto se establece desde sí mismo y a sí mismo el
máximo de distancia que hace que el sujeto alcance la
cima del mundo, el lugar más próximo a dios participando de este modo de la
actividad de la racionalidad divina. Insertarse en el mundo y no desligarse de
él, explorar sus secretos en lugar de dirigirse hacia los secretos interiores,
en esto consiste la virtud del alma. Y el alma que está en comunicación con
todo el universo y explora todos sus secretos, puede controlarse en sus
acciones y en sus pensamientos.
Por otra
parte, existen dos componentes esenciales en el retorno hacia mí mismo, en este
volver sobre mí mismo. En esta expresión del volver sobre mí mismo aparece la idea de un
movimiento real del sujeto que soy con relación a mí mismo. No se trata de la
preocupación de cuidar de mí o de permanecer vigilante
en lo que concierne a mí mismo; se trata de un desplazamiento del sujeto que
soy con relación a mí mismo. Esto es, el sujeto que soy debo de ejercitarme en
algo que soy yo mismo.
Los términos desplazamiento, trayectoria, esfuerzo,
viaje, movimiento… todos estos términos pertenecen a
la idea de una conversión de mí mismo. Y en esta idea de la conversión de mí mismo
nos encontramos con el tema del retorno. Estos dos
elementos —el desplazamiento del sujeto hacia sí mismo y el retorno de uno a sí
mismo— son con frecuencia expresados sirviéndose de la metáfora de la
navegación.
La idea, el argumento, el juicio de que
existe una trayectoria a seguir para llegar al puerto de la salvación a través
de peligro, implica que se precisa una técnica, un saber complejo, a la vez
teórico, práctico y coyuntural que es el saber propio de quien gobierna un
barco, el timonel de la nave barco. Platón hace uso de esta metáfora de manera
maravillosa en la República, que ha
signado la expresión la nave del Estado.
A esta imagen
del timonel que navega se han vinculado tres técnicas de conocimiento. Primero,
la medicina
(curar). Segundo, el gobierno político (dirigir a los
otros). Tercero, la
dirección de uno mismo (gobernarse a sí mismo) que es de lo que estamos
tratando acá. En esta práctica de uno mismo, el yo
aparece en el horizonte como el puerto de una trayectoria incierta, en la cual
se da la
peligrosa trayectoria de la vida.
En esta aparente
navegación que constituye la empresa para reconstruir una ética de mí mismo; en
este aparente movimiento que me obliga a referirme sin cesar a esta ética del
uno mismo sin proporcionarle jamás un contenido, me parece que en ella hay que
sospechar de una cierta incapacidad para fundamentar una ética. Pues, en las
relaciones de poder, en el gobierno de uno mismo y de los otros, en la relación
de uno para consigo mismo, esto constituye una cadena, una trama, un
espectáculo. Y
es justamente en ese espacio, en torno a estas nociones, en donde se deben articular
las cuestiones de la ética; que como sabemos la de
ética de uno mismos es asimismo la ética del otro y con el otro.
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