sábado, 15 de marzo de 2014

ESCRITO SOBRE LA PIEL, LA DISONANCIA DE MI CUERPO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Los espectáculos exteriores embotan mis sentidos. Por ello el mundo exterior pierde para mí su peso, su solidez; por esto me concibo liberado del espacio, del tiempo, de la causalidad y de la casualidad. Esta sórdida ingravidez me provoca un aislamiento completo del mundo práctico, pues establezco una división entre lo representado y mi experiencia vivida.

La experiencia de la violencia, dentro del orden que sea, en tanto espectador-paciente me insensibiliza, y sustituye mí dolor real por el consumo elevado de dolor simulado que embota mi conciencia corporal. Aunque contemplo y comento mis experiencias corporales de manera explícita, mi libertad física quizá no sea tan grande como parece. A través del mundo experimento mis cuerpos de una manera pasiva, ante aquello que temo de mis propias sensaciones.

Las relaciones espaciales de mi cuerpo determinan la manera en que reacciono con respecto a otras personas; la forma en que las veo y las escucho, en si me tocan, se tocan o están distantes. Mi experiencia física posibilita una nueva geografía corporal, una experiencia de ausencia, de velocidad. Me desplazo a velocidades relacionadas con mi movimiento interior, que me posibilitan los desenclaves humanos al rebasar los congestionados y el espacio periférico de mi vida.

Mi espacio se ha convertido, de esta manera, en un medio para el fin del movimiento puro. Mis espacios están en función de lo fácil que sea atravesarlos o salir de ellos. El aspecto de este espacio convertido en posibilidades de movimiento es necesariamente neutro. Establezco señales convencionales, líneas divisorias y alcantarillas, calles carentes de vida. A medida que este mi espacio se convierte en una mera función del movimiento, también se hace menos estimulante.

La condición física de mi cuerpo que viaja refuerza esta sensación de desconexión respecto al mundo. Mi desplazamiento dificulta que preste atención al paisaje, al otro. Como complemento al aislamiento que impone mi espacio-tiempo están las ciegas miradas continúas del esfuerzo que exige el no mirar.

Mi cuerpo se mueve pasivamente, desensibilizado en el espacio, hacia destinos situados en una geografía fragmentada y discontinua. Este deseo de liberar mi cuerpo de resistencias lleva aparejado el temor al roce, un temor evidenciado y ocultado en la imagen de mi buena vida.

Mi experiencia cotidiana, mi vida está repleta de esfuerzos destinados a negar, minimizar, contener y evitar el conflicto. Rehúyo los enfrentamientos y soy indiferente ante el desagrado de los problemas o de la censura una conducta. Mediante el tacto corro el riesgo de sentir algo o a alguien. No me permito correr ese riesgo.

Pretendo la ausencia de la sensación corpórea ante el otro, ante los demás. El contacto físico es la imagen del desorden en mi espacio desarticulado. Mi concepción del orden y del desorden corporal está en relación con mi mundo ingrávido y cerrado. Mi orden significa ausencia de contacto corporal, la negación del otro.

Mis realidades sensibles y mi actividad corporal protagonizan una erosión. La dispersión signa una masa de cuerpos estrechamente dispersados. La presencia física de los otros la siento como algo amenazante. El lenguaje genérico de mi cuerpo es la ausencia, que ha sufrido un destino peculiar traducido al espacio del aislamiento, del no-ser.

Las imágenes dominantes de mi cuerpo se han resquebrajado en el proceso de dejar su impronta sobre la ausencia. Una imagen paradigmática de mi cuerpo concita ambivalencia, porque todo mi cuerpo posee una idiosincrasia física y todo mi ser siente deseos físicos contradictorios.

Las contradicciones y ambivalencias corporales provocadas por la imagen prototípica se expresa en alteraciones y borrones, en usos de mi espacio. Y este carácter necesariamente contradictorio y fragmentario del mi cuerpo en mi espacio ha contribuido a crear los diferentes cuerpos y a ignorarlos.

Sufro así el desafío de mi cuerpo que sufre el dolor. No acepto que el sufrimiento es tan inevitable y tan invencible como mi experiencia, que es autoevidente en su significado. La perplejidad del dolor corporal deja su huella en mis tragedias y en los esfuerzos de comprender. La cuestión de la pasividad corporal, y de la respuesta pasiva a los otros, también tiene profundas raíces en mi historia.

Cultivo una relación pasiva tanto con el placer como con el dolor, mientras intento combinar la indiferencia hacia mis propias sensaciones, con el compromiso activo con relación al dolor de un otro. Me niego naturalizar el sufrimiento; intento, por el contrario, entender el dolor como susceptible de control socioemocional o aceptarlo como parte de un esquema mental superior y consciente.


Las imágenes prototípicas de mi cuerpo han dominado mi historia negándome al conocimiento del cuerpo fuera del Edén. Pues intento expresar la negación de mi cuerpo como un sistema, como una unidad con el entorno en que me desplazo. Expreso plenitud, unidad, coherencia mediante una imagen sagrada del cuerpo; imagen sagrada en la que mi cuerpo aparece en guerra consigo mismo, como fuente de sufrimiento e infelicidad. Si puedo reconocer esta disonancia e incoherencia en mí mismo comprenderé, más que dominar, el mundo en que vivo. 

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