Los espectáculos
exteriores embotan mis sentidos. Por ello el mundo exterior pierde para mí su
peso, su solidez; por esto me concibo liberado del espacio, del tiempo, de la
causalidad y de la casualidad. Esta sórdida ingravidez me provoca un
aislamiento completo del mundo práctico, pues establezco una división entre lo
representado y mi experiencia vivida.
La experiencia
de la violencia, dentro del orden que sea, en tanto espectador-paciente me insensibiliza,
y sustituye mí dolor real por el consumo elevado de dolor simulado que embota
mi conciencia corporal. Aunque contemplo y comento mis experiencias corporales
de manera explícita, mi libertad física quizá no sea tan grande como parece. A
través del mundo experimento mis cuerpos de una manera pasiva, ante aquello que
temo de mis propias sensaciones.
Las relaciones
espaciales de mi cuerpo determinan la manera en que reacciono con respecto a
otras personas; la forma en que las veo y las escucho, en si me tocan, se tocan
o están distantes. Mi experiencia física posibilita una nueva geografía
corporal, una experiencia de ausencia, de velocidad. Me desplazo a velocidades relacionadas
con mi movimiento interior, que me posibilitan los desenclaves humanos al rebasar
los congestionados y el espacio periférico de mi vida.
Mi espacio se
ha convertido, de esta manera, en un medio para el fin del movimiento puro. Mis
espacios están en función de lo fácil que sea atravesarlos o salir de ellos. El
aspecto de este espacio convertido en posibilidades de movimiento es
necesariamente neutro. Establezco señales convencionales, líneas divisorias y
alcantarillas, calles carentes de vida. A medida que este mi espacio se
convierte en una mera función del movimiento, también se hace menos
estimulante.
La condición
física de mi cuerpo que viaja refuerza esta sensación de desconexión respecto
al mundo. Mi desplazamiento dificulta que preste atención al paisaje, al otro.
Como complemento al aislamiento que impone mi espacio-tiempo están las ciegas
miradas continúas del esfuerzo que exige el no mirar.
Mi cuerpo se
mueve pasivamente, desensibilizado en el espacio, hacia destinos situados en
una geografía fragmentada y discontinua. Este deseo de liberar mi cuerpo de
resistencias lleva aparejado el temor al roce, un temor evidenciado y ocultado
en la imagen de mi buena vida.
Mi experiencia
cotidiana, mi vida está repleta de esfuerzos destinados a negar, minimizar,
contener y evitar el conflicto. Rehúyo los enfrentamientos y soy indiferente
ante el desagrado de los problemas o de la censura una conducta. Mediante el
tacto corro el riesgo de sentir algo o a alguien. No me permito correr ese
riesgo.
Pretendo la
ausencia de la sensación corpórea ante el otro, ante los demás. El contacto
físico es la imagen del desorden en mi espacio desarticulado. Mi concepción del
orden y del desorden corporal está en relación con mi mundo ingrávido y cerrado.
Mi orden significa ausencia de contacto corporal, la negación del otro.
Mis realidades
sensibles y mi actividad corporal protagonizan una erosión. La dispersión signa
una masa de cuerpos estrechamente dispersados. La presencia física de los otros
la siento como algo amenazante. El lenguaje genérico de mi cuerpo es la
ausencia, que ha sufrido un destino peculiar traducido al espacio del
aislamiento, del no-ser.
Las imágenes
dominantes de mi cuerpo se han resquebrajado en el proceso de dejar su impronta
sobre la ausencia. Una imagen paradigmática de mi cuerpo concita ambivalencia,
porque todo mi cuerpo posee una idiosincrasia física y todo mi ser siente
deseos físicos contradictorios.
Las
contradicciones y ambivalencias corporales provocadas por la imagen prototípica
se expresa en alteraciones y borrones, en usos de mi espacio. Y este carácter
necesariamente contradictorio y fragmentario del mi cuerpo en mi espacio ha
contribuido a crear los diferentes cuerpos y a ignorarlos.
Sufro así el
desafío de mi cuerpo que sufre el dolor. No acepto que el sufrimiento es tan
inevitable y tan invencible como mi experiencia, que es autoevidente en su
significado. La perplejidad del dolor corporal deja su huella en mis tragedias
y en los esfuerzos de comprender. La cuestión de la pasividad corporal, y de la
respuesta pasiva a los otros, también tiene profundas raíces en mi historia.
Cultivo una
relación pasiva tanto con el placer como con el dolor, mientras intento combinar
la indiferencia hacia mis propias sensaciones, con el compromiso activo con relación
al dolor de un otro. Me niego naturalizar el sufrimiento; intento, por el
contrario, entender el dolor como susceptible de control socioemocional o
aceptarlo como parte de un esquema mental superior y consciente.
Las imágenes
prototípicas de mi cuerpo han dominado mi historia negándome al conocimiento
del cuerpo fuera del Edén. Pues intento expresar la negación de mi cuerpo como
un sistema, como una unidad con el entorno en que me desplazo. Expreso plenitud,
unidad, coherencia mediante una imagen sagrada del cuerpo; imagen sagrada en la
que mi cuerpo aparece en guerra consigo mismo, como fuente de sufrimiento e
infelicidad. Si puedo reconocer esta disonancia e incoherencia en mí mismo
comprenderé, más que dominar, el mundo en que vivo.
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