Ortega y
Gasset en su texto de 1925 «La deshumanización del arte y otros ensayos de
estética», y en particular en el ensayo denominado “La intrascendencia del
arte” trata un asunto en el cual nos hayamos inmersos, según el filósofo, desde
finales del siglo XIX. El asunto, en cuestión, es el gobierno o la preeminencia
de la juventud. Cuestión que desde hace años nos es muy natural. Incluso
consideramos que siempre ha sido de esta manera, por el tratamiento y el
aprecio que la belleza de la juventud ha tenido en el arte.
No obstante,
en nuestro tiempo la juventud, o mejor dicho, el culto a la juventud y con ella
el culto a la lozanía y frescura del cuerpo se ha convertido en un drama y una tragedia,
para quienes la han perdido o van en el camino inevitable de perderla. Pues nos
negamos a perder la juventud, no sólo en su lozanía sino en sus maneras y
modos; todos queremos ser jóvenes y nos comportamos como tales.
Nos afirmamos
unos a otros que estamos «igualitos» que cuando éramos muchachos y muchachas.
Para ello, a través, del lenguaje no hemos inventado aquello de «la tercera
edad» cualquier día de estos comenzamos a hacer subdivisiones más precisas,
para indicar más juventud; otra cosa de estos artificios de engaño es el de
«juventud prolongada», y así otros. Lo cierto es que nadie quiere asumir que es
viejo o se está haciendo viejo. El siglo XX es el siglo de la juventud, y el
siglo XXI, hasta el momento, ahonda en esta concepción del sujeto.
Ortega y
Gasset indica que “El triunfo del deporte significa el triunfo de los valores
de juventud sobre los valores de la senectud”. Eso lo ve el pensador, en la
década del veinte. Actualmente, esto se da en todos los ámbitos y no sólo en el
deporte, aun cuando sigue vigente. La publicidad es uno de los grandes
promotores de los valores de la juventud. «Tienes que ser niño toda la vida»
proclaman muchos slogan. «El espíritu
no envejece, eterna juventud» es la propuesta publicitaria y con ella todos los
productos para no perder la lozanía y la frescura exterior. No importa lo que
pase al otro lado.
Todos somos
invitamos a asumir los valores de la juventud. «Piensas como un viejo» o
«pareces un viejo» son frases que enjuician nuestro comportamiento. Y por
supuesto no queremos ser vistos como viejos; todos queremos ser unos
«carajitos» y comportarnos como tales. Nos vestimos como jóvenes, nos
comportamos y debemos pensar como chamos o pavos (decían antes). El viejo puede
ser viejo pero debe tener espíritu joven, es una de esas fórmulas de consuelo,
para lo biológica o fisiológicamente inevitable. Envejecer.
“El culto al
cuerpo es eternamente síntoma de inspiración pueril, porque sólo es bello y
ágil en la mocedad, mientras el culto al espíritu indica voluntad de
envejecimiento, porque sólo llega a plenitud cuando el cuerpo ha entrado en
decadencia”. Nos señala el filósofo madrileño. Estamos anclados, porque así son
nuestros tiempos, en el culto al cuerpo, a la belleza y agilidad de la mocedad,
y no queremos desprendernos de ella. Esto se nos ha convertido en un drama. No
atendemos al espíritu sino al cuerpo, a esto que somos. Pero de manera
desmesurada. Y sin embargo, vamos envejeciendo queramos o no.
El culto a la
juventud, y toda esta visión y percepción del mundo joven, que nos resulta tan
natural y no de otro modo. No siempre ha sido así. “Todavía en mi generación
gozaban de gran prestigio las maneras de la vejez. El muchacho anhelaba dejar
de ser muchacho lo antes posible y prefería imitar los andares fatigados del
hombre caduco. Hoy los chicos y las chicas se esfuerzan en prolongar su
infancia y los mozos en retener y subrayar su juventud. No hay duda: entra
Europa en una etapa de puerilidad”.
Hoy el viejo
anhela desesperadamente ser muchacho, permanecer siendo muchacho e imita los
andares, maneras y modos de hablar de éste. Rechaza la vejez. El viejo quiere
retornar a su infancia, a la potencia de su juventud, se atiborra de viagra de
manera desesperada. Los achaques los desea esconder debajo de la cama, como si
su cuerpo envejecido fuese de algún otro. Para parecer jóvenes asumimos
actitudes pueriles, y cuando las fuerzas del cuerpo ya no dan para más apelamos
al niño que todos llevamos dentro. Sólo engaños.
El viejo
quiere seguir habitando este mundo en una estupidez de juventud ya pasada, no
quiere reconocerse, se niega a sí mismo. Niega su cuerpo, su racionalidad, sus
emociones. Prefiere hacer el ridículo, antes de asumir su vejez. Porque ésta ya
no tiene valores, o de otra manera, se ha transmutado en valores de juventud,
que ya no le pertenecen. Ha quedado a un lado del camino y se niega a ello. “El
cariz que en todos los órdenes va tomando la existencia europea anuncia un
tiempo de varonía y juventud. La mujer y el viejo tienen que ceder durante un
tiempo el gobierno de la vida a los muchachos, y no es extraño que el mundo
parezca ir perdiendo formalidad”. Nos dice Ortega y Gasset.
Ya sabemos que
en nuestro tiempo, el gobierno de la juventud no es sólo asunto de la
existencia europea sino de todos nosotros. La juventud reina y con ella sus
valores. Ese es nuestro tiempo.
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