La importancia del pensamiento
racional en nuestra cultura es fundamental. Nos ha llevado a alcanzar grandes
logros en muchos aspectos, aunque también nos haya llevado a mucha desmesura.
Que se haya realizado cierto giro en este aspecto es bien venido, pues
involucra de manera activa la parte emotiva del sujeto, la cual nunca fue
desdeñada por la filosofía, como algunos pretenden indicar. Cuando se aborda
esta dualidad del sujeto, emoción-razón, como una totalidad hace entonces su
presencia el cuerpo y todas sus metáforas. Eso que soy.
El efecto de la separación entre
cuerpo, mente y emoción se refleja en muchos aspectos de nuestro hacer. Por una
parte, encerrados en nuestra mente olvidamos como pensar con nuestro cuerpo y
nuestras emociones; lo mismo ocurre si nos encerramos en nuestras emociones o
en nuestro cuerpo, nos olvidamos de pensar con nuestra mente. Nos olvidamos de cómo
servirnos de cada una de estas partes, que nos constituyen, para llegar al
conocimiento de nosotros mismos y de los otros.
Asimismo, nos alejamos de nuestro
entorno natural e intentamos hacerlo del social. Pues intentamos olvidarnos de
coexistir y cooperar con una variedad intensa de situaciones vivientes. Nuestra
conciencia surge en medio de este conflicto conjugando nuestros conocimientos
racionales con nuestros conocimientos del cuerpo y las emociones, que no
son de naturaleza lineal con nuestro
entorno. Sino que producen bucles, que nos arrastran en contradicciones.
Estos saberes mezclados son una
característica de las culturas, pues en ellas se amalgaman todos estos
elementos sin orden ni concierto. La vida se organiza y desorganiza en torno a
unos ambientes altamente refinados, de los cuales, generalmente, no tenemos
conciencia. Por el contrario, el progreso civilizatorio contemporáneo ha sido,
en gran parte, un desarrollo de lo racional e intelectual, que nos da un
carácter unilateral. No obstante, no ha podido, porque no puede, deslastrarse
de lo corporal y emocional, lo que genera una situación paradójica, que raya en
el sinsentido.
Se controlan procesos altamente
sofisticados, por ejemplo, viajes espaciales. Pero somos incapaces de controlar
mejores condiciones de bienestar para grandes grupos poblacionales. Se propone la
creación de comunidades en gigantescas colonias espaciales, pero no somos
capaces de administrar adecuadamente los municipios que conforman nuestras
ciudades. Nos tratan de convencer de los signos y símbolos de nuestro alto
nivel de vida, mientras que, por otra parte, nos susurran que no tenemos acceso
a una asistencia sanitaria, a una educación, o a un transporte público adecuado.
El hombre es ególatra.
Este exceso de autoafirmación se
manifiesta en forma de poder, de control y dominación a los demás por la
fuerza; es el modelo que predomina en nuestras relaciones de poder. El poder
está en manos de clases dominantes constituidas por jerarquías personales,
comunitarias, organizacionales y empresariales, que se expresan a través de
discursos racistas y sexistas y violaciones de la integridad del otro ocultos
en un discurso triunfalista y exitoso. Se expresa en bellas metáforas
dominadoras de nuestra cultura.
Nuestros comportamientos los fundamos
en conceptos según los cuales la comprensión de la naturaleza, en todos sus
sentidos, implica la dominación de ésta por parte del individuo. Esta actitud tiene
como resultado la creación de una biotecnología, de una biopolítica, de una
biogerencia, en la que el habita del sujeto es reemplazado por un entorno
simplificado, sintético y prefabricado, poco idóneo para satisfacer las
complejas necesidades de éste. Incluso se le plantea que las puede adquirir sin
gran esfuerzo.
Nuestras relaciones de poder orientadas
al control conforman nuestra sociedad disciplinaria, la producción en masa y la
estandarización de nuestro comportamiento domina la administración de nuestras
vidas, cuyo fin se centra en un crecimiento ilimitado. En este sentido, nuestra
tendencia auto-afirmante sigue aumentando y con ella, paradójicamente, la
exigencia de la sumisión.
El comportamiento y la actitud
triunfante, yang como señala Capra, es el ideal de nuestra sociedad. No
obstante, impone por otra parte la conducta sumisa, que se espera de la mujer, de
los empleados y ejecutivos a quienes se les exige negar su personalidad, para que adopten la identidad y los modelos de
comportamiento corporativos. He allí el sinsentido en que se encuentra toda la
terapéutica de la biogerencia.
En lo educativo ocurre algo similar, se
premia la autoafirmación en cuanto al comportamiento competitivo, no
cooperativo. Sin embargo, cuando cuestiona los principios de autoridad se le
reprime. De allí la dualidad autoafirmación-sumisión en que se encuentra el
individuo, perdido en medio de una bioeducación que termina por no considerarlo
un sujeto con conocimiento corporales, emocionales y racionales. Sino un ser
autoafirmante y competitivo.
Tal vez una conciencia con más sentido
puede surgir cuando podamos conjugar nuestros conocimientos racionales,
emocionales y corporales con esta naturaleza no lineal de nuestro entorno
social y natural.
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Asesoría Filosófica Obed Delfín
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2:30 pm, hora de Caracas)
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