Nos
encontramos, si es que nos encontramos en realidad, en medio de una cultura de
la avidez y la insatisfacción. En ésta el deseo está en la antesala del placer.
Hemos olvidado, por otra parte, que ambos han sido mirados con inquina y
desconfianza. Ya no; ahora el deseo está bien considerado, y hacemos loas por él. Organizamos
y nos organizan nuestra forma de vida sobre la excitación continua y sobre un
hedonismo asumible.
Vivimos en un catalogo de apetencias
programadas, que asumimos como nuestras. La publicidad tiene ahora el fin
producir sujetos que desean algo, nos ha convertido
en sujetos deseantes. Ella es una fábrica productora de deseos. De este modo, hemos desmantelado cualquier defensa construida para protegernos del
placer. Por el contrario, construimos puentes, grandes avenidas para acceder más
rápidamente a él.
El culto del placer libera el conjunto de
represiones y hace triunfar pequeñas gulas. Se impone la metáfora
practicable del paraíso, el cual se goza a través de la tentación. En el
discurso del placer aparecen nuestros comportamientos
concretos, que se mueven al unísono de una música seductora que no escuchamos,
pero que sí nos roza constantemente.
El deseo y el
placer no son
fenómenos aislados, conforman nuestro sistema de expectativas. Nuestros deseos
operan en un ámbito tangible que conecta nuestros conceptos, emociones,
valores, creencias, a través de las cuales creamos una estructura que da
sentido a nuestras preferencias, sensibilidades y comportamientos, que aparentemente resultan originales e inconexos, pero que nos hace
mover de manera conexa y colectiva.
Un efecto de
la publicidad es la afirmación del individuo, en la cual los derechos humanos son
individuales y no sociales. En este sentido, nuestra conciencia individual se
decreta como el supremo tribunal de nuestro comportamiento,
en el que la
personal individual es un valor a defender. Así entramos por los derroteros del
egoísmo, el cual podemos o no justificar. En este discurso del placer, como lo indica
Hume, puede resultar más racional preferir la destrucción del universo a sufrir
un rasguño en mi mano.
El discurso
del deseo individual es algo que se ha vuelto natural. Y creo que nadie lo
rechazaría. Pero
sin darnos cuenta ha anulado ciertos los lazos de unión entre los individuos,
lo que deriva del desarrollo de la moral individual que es un triunfo del
individuo, pero donde éste a la vez se pierde.
Generalmente,
nos pensamos y sentimos como sujetos de apariciones, de cuestiones que consideramos solo nuestras.
Sin embargo, sin saberlo somos unos espectadores más de estas apariciones, que es el resultado de acciones que ignoramos. Ya que, somos parte de un entramado
que no sabemos explicar, y que ni siquiera conocemos. Pertenecemos
a un involuntario hacer personal y social, en el cual creamos relaciones y patrones que
transferimos a nuestros deseos y expectativas.
Somos parte de un tramado en el que
quedamos atrapados sin darnos cuenta, y en el cual prestamos nuestra
colaboración sin ningún esfuerzo. Ya que en éste somos
objetos-sujetos de tentación. Todo lo exponemos a la vista. Estamos hastiados de nuestra intimidad.
A diario hacemos strip-tease de
nosotros mismos, sólo hay que mirar las llamadas redes sociales. En ellas nos
ponemos en vitrina y nos exhibimos excitantemente. Y si no es suficiente con
exhibirnos a nosotros mismos, exhibimos a los otros.
Nuestra
función como seres deseantes nos hace conscientes de nuestras carencias, nos
revela lo que nos falta o no. Lo cual, paradójicamente, nos obliga a sentirnos frustrados porque
carecemos de abundancia, felicidad, armonía, experiencias… Lo que fomenta mi
codicia, mi ambición sobre aquello que tiene lo que deseo, y me induce a un
desafío inacabable; para terminar todo esto en un dejarme llevar para así
satisfacer mi deseo.
La insistencia
publicitaria nos convierte en diseminadores de ansias e insatisfacciones. Se publicita la felicidad, el
bienestar, la abundancia, la armonía, la paz espiritual… como productos que
podemos adquirir si así lo deseamos. Lo que está planteado
es ¿cómo despertar el deseo de adquirir estos productos? En última instancia el
producto no importa, lo que importa es el deseo que desea. De allí que se produzcan necesidades y
apetencias que sólo pueden satisfechas efímeramente. La obsolescencia
planificada de la felicidad, del bienestar, de la armonía…
En este sentido, se busca preservar el
deseo que se necesita para aniquilar un objeto que se desea; y, a la vez, provocar
más deseo en este fuego insaciable. Se provoca y se pervive en la
insatisfacción del deseo, ya que ésta da muchos dividendos. Por eso es
paradójico, porque el deseo que quiere ser satisfecho nunca lo puede ser, un
círculo ansioso de satisfacciones insatisfechas. El sujeto se cuece en su
propio caldo de deseos, que nunca se termina ni nunca lo cuece totalmente. Debemos
recordar el mito de Sísifo.
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Filosófica Obed Delfín
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