En nuestra
transvalorización de los valores, como diría el mostachudo, nos hemos propuesto
ser rico sin trabajar. Y hemos hecho de esta práctica de obtener algo por nada
un modo de vida. Manipulamos mercados, capitales,
personas porque creemos sinceramente que no debemos trabajar o producir valor
alguno, sino que debemos limitarnos a manejar personas y cosas para obtener
nuestra riqueza, que después dilapidamos a nuestro antojo.
Asimismo,
vamos detrás de un placer sin conciencia. Nos hemos vuelto codiciosos, egoístas y sensuales con el disfrute del
placer, sin preguntarnos ¿Qué puedo sacar yo de esto?
¿Me gustará? ¿Me facilitará las cosas? Mucha de nosotros deseamos estos placeres
sin conciencia ni sentido de la responsabilidad; hasta el punto de abandonar o
descuidar completamente a los otros que nos
conforman. Sólo quiero disfrutar esta experiencia del placer que me venden,
como señala Marina.
Buscamos, por
otra parte, conocimiento sin carácter. Tenemos muchos conocimientos y carecemos
de un ethos propio, carecemos de
principios éticos pero nos avergonzamos de tener escasos conocimientos formales.
Desarrollamos
negocios sin moralidad. Ello determina cómo nos tratamos los unos a los otros, sin espíritu de
la benevolencia, ni de servicio ni colaboración. Ignoramos el fundamento moral
y permitimos que nuestra visión económica opere sin él, pronto crearemos una
sociedad y una forma de hacer negocios y vida inmorales.
Nuestra ciencia
se da, en gran medida, sin humanidad. En muchos casos, prevalece en ésta la técnica
y la tecnología, que deja al individuo en un limbo ante su humanidad. Pero no
es sólo nuestra ciencia sino nuestra vida, ya que aquella sirve de paradigma para
ésta. Y pensamos que todo lo podemos resolver con técnica y tecnología, las
cuales son necesarias; pero falta también un tender la mano.
Una vida sin
inversión, sólo con gastos. Somos miembros activos y pasivos de diferentes
colectivos sociales,
si no invertimos en nosotros y en los otros solo somos seres inactivos. Invertir en nuestras necesidades y en la de los demás entraña abundancia en nuestro orgullo
y en nuestro ser. No obstante, vemos que hay vidas que se gastan, se derrochan.
Nunca han invertido ni en sí mismos ni en los otros.
Una politeia sin principios ni fundamentos. Si no existen principios
éticos honrados para conmigo y los otros tampoco hay una verdadera brújula que
nos oriente, no hay nada de qué depender. Vamos dando tumbos sin sentidos. Una ética de la personalidad, y por ende de la existencia, se centra
en la creación de una concepción del mundo, que determina mi relación con éste.
Concepción que no se vende ni compra en la plaza ni en la calle del mercado
social.
La brújula
ética se conforma cuando nos rozamos con las personas, cuando a diestra y
siniestra dialogamos, con discrepancias y sin ellas, sobre los asuntos que nos
permitirán distinguir cuáles serán los principios que guíen nuestro hacer. Sólo
en el diálogo descubrimos
formas universales y locales de la justicia, la bondad, la dignidad, la caridad, la
integridad, la honestidad, la paciencia, entre otras muchas cosas.
Imaginemos en
lo puede significar intentar dirigir nuestra vida personal y social, nuestro negocio
fundándonos en principios de injusticia, indignidad, deshonestidad… Que alguien considere la injusticia, la mentira, la bajeza, la inutilidad, la mediocridad
o la degradación como fundamentos sólidos para el bienestar y el éxito personal
o social resulta un sin sentido. Asunto que aborda el divino Platón en República 351c–352a al preguntar a
Trasímaco: “¿crees que una ciudad o un ejército, o unos piratas, o unos
ladrones, o cualquiera otra gente, sea cual sea la empresa injusta a que vayan
en común, pueden llevarla a cabo haciéndose injusticia los unos a los otros?”
La pregunta, desde hace 2500 años atrás, también está dirigida a nuestro
pensar-hacer.
Podemos no
vivir en completa armonía con los otros, pero de alguna manera creemos en
ellos. Cuando reflexionamos sobre nuestros valores personales, ¿cómo lo
hacemos? Generalmente nuestras respuestas se centran en lo que cada uno de nosotros deseamos
lograr, hacer o deseamos recibir. Cuando
reflexionamos sobre nuestros principios, ¿cómo lo hacemos? En ambos casos, nos
orientamos a escuchar la voz de la conciencia, a
prestar oído a las opiniones, juicios, creencias; prestamos atención a nuestra
conciencia individual y social.
Nuestros principios
y valores son
intentos de describirnos, de representarnos en nuestra relación con nosotros
mismos y los otros. Son mapas y territorios que vamos perfilando, dibujando. Cuanto más ajustadamente están alineados a nuestro ser, tanto mapas
como territorios son guías correctas, precisas y útiles en nuestro pensar-hacer.
Ya que tales mapas
determinan nuestra eficacia, nuestros esfuerzos por asumir actitudes y
comportamientos adecuados a nuestros fines personales y sociales. Y aun cuando
el territorio está en perpetuo cambio, cualquier mapa se puede redibujar
permanentemente, para que no se haga obsoleto.
PD. Visita en facebook: Consultoría y
Asesoría Filosófica Obed Delfín
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