La inercia de
nuestro pasado es, a veces, una fuerza muy resistente, muy aferrada a nuestro
hacer. Para llegar a producir una ruptura
con nuestros viejos hábitos y elaborar otros nuevos se debe aprender a manejar esas fuerzas
restrictivas a las que nosotros nos hemos atados. Pues además de romper con
estas fuerzas, debemos ahora aprovechar nuestras fuerzas impulsoras para
alcanzar una victoria privada y cotidiana. Como vemos nos encontramos en medio
de dos fuerzas antagónicas. Depende de nosotros cuál de ellas vence.
Superar la
inercia de nuestro pasado depende, en gran medida, de disponer de una clara
identidad de nosotros y de una bien definida meta que deseamos alcanzar. Esto
es, saber quién soy
y qué es lo que en verdad quiero llevar a cabo, qué quiero conseguir con mí
pensar-hacer. Si esto lo tenemos claro, nuestras
posibilidades de alcanzar una meta aumentan. Pues una gestión vigorosa de mí mismo es
afirmada con facilidad por mis emociones, mis disposiciones de ánimo y por las
circunstancias en las cuales llevo mi hacer.
Ahora bien,
para ser eficaces debemos elaborar nuestra propia agenda de acciones, nuestros horarios, debemos aprender a
organizar nuestro espacio-tiempo, adaptar nuestras circunstancias particulares
a circunstancias generales, para no hacer cambios caprichosos en nuestros
planes. Es decir, debemos ejercer disciplina y
concentración en nuestro hacer, para no estar sometidos a disposiciones de
ánimo ni a circunstancias volátiles.
Es importante,
entonces, dedicar nuestro espacio-tiempo a la planificación, a la elaboración de proyectos y al trabajo
creativo que es importante. No basta con un simple querer, una simple
declaración. El desarrollo de nuestra disciplina es factor primordial para
superar nuestra inercia del pasado; ésta la podemos definir, en primera
instancia, como el hábito de hacer y cumplir nuestras
promesas y de respetar nuestros compromisos, para con nosotros mismos y para
con los demás.
Por medio de
la disciplina registramos nuestros roles y metas fortaleciendo nuestro sentido
de elección y decisión. Ésta nos recuerda que debemos administrar nuestro
espacio-tiempo y nuestros recursos con el fin de cumplir nuestras promesas y
compromisos.
Sin un hábito de disciplina coherente consumimos
más esfuerzo y energía para iniciar un nuevo comportamiento. Pues nuestros viejos
hábitos ejercen una poderosa fuerza de desidia. Muchas veces, nuestra propia resolución
y fuerza de voluntad no bastan. En este caso, necesitamos una alianza, que
actúe como fuerza renovadora, con otras personas que estén comprometidas en lo
mismo o en algo semejante. Necesitamos unir fuerzas, establecer relaciones en
las cuales acordamos hacer algo determinado. Recordemos que somos seres que nos
relacionamos.
Hay fuerzas restrictivas que nos aferran a
nuestros viejos y malos hábitos: En primer lugar, nuestros apetitos sin
sentido. Segundo, nuestro orgullo mal dirigido. Tercero, una ambición sin una
ética de la virtud.
Todos tenemos apetitos y pasiones. Es
parte de nuestra naturaleza y no podemos prescindir de ellos. Las necesitamos
para nuestra acción. Pues lo que nos hacemos movernos son las pasiones, tal
como indiqué en otro artículo. No obstante, no podemos sucumbir a apetitos o
pasiones sin sentidos porque estaríamos andando sin brújula; de allí la
necesidad del gobierno de las emociones, como bien lo señala Victoria Camp.
Debemos darles sentido a nuestros apetitos y pasiones según nuestro propósito
de vida y metas.
En segundo término señalamos el orgullo y
nuestras pretensiones mal dirigidas. Si la estima de nosotros mismos no está
fundada en nuestra propia seguridad como individuos, entonces nos escondemos de
nosotros mismos, buscamos nuestra identidad y la aprobación de ésta en los
demás. En este sentido, por una parte, nos negamos; por la otra, el concepto
que tenemos de nosotros proviene de lo que los demás piensan de nosotros, acá
orientamos nuestra vida para satisfacer las expectativas de los otros; que, por
lo general, no coinciden con las nuestras.
En uno u otro caso, nuestras expectativas
cambian, fluctúan porque no son nuestras. El orgullo de nosotros está mal
dirigido y termina resquebrándose. Y cada día nos volvemos más inseguros y
temerosos; o reaccionamos con rabia y nos volvemos más presuntuosos,
pretendemos ser más que los demás. Pero esto no es más que signo de nuestra
debilidad. Ambos aspectos terminan siendo dañinos para la construcción del
sujeto que somos.
Por último, cuando nos cegamos por una
ambición sin una ética de la virtud, tratamos de ser comprendidos a la fuerza y
de alcanzar la gloria a cualquier precio, apelamos a una frase de Maquiavelo
que éste nunca dijo, el fin justifica los medios. Guiamos nuestra vida sólo por
la posición social, laboral… el poder que podemos ejercer sobre los otros, y el
ascenso sin importarnos a quien nos llevamos por delante.
Hacemos esto bajo el impulso de una
ambición sin virtud, en lugar de considerar el tiempo, el talento y las
posesiones como algo de lo cual somos responsables y por lo cual debemos rendir
cuentas a nosotros y a los otros.
Una ambición sin virtud convierte a los
individuos en seres con aspiraciones intensamente posesivas. Lo interpretan todo
en función de lo que pueden obtener para ellos. Convierten a los demás en objetos
de uso, y cualquiera es un competidor al que hay que desplazar. Todas sus relaciones tienden a ser competitivas. Su
actuar siempre está bajo la sombra de la manipulación para alcanzar sus fines.
PD. Visita en
facebook: Consultoría y Asesoría Filosófica Obed Delfín
La luz ilumina el camino, la oscuridad nos muestra las estrellas.'.
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