miércoles, 23 de julio de 2014

NUESTRA PASIÓN REFLEXIVA EN EL HACER CON EL OTRO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La pasión contiene en sí un juicio, por ello no es un mero hecho empírico. Nuestras emociones experimentadas cuando vivimos y actuamos son emociones de primer orden. Los sentimientos morales, por su parte, son emociones de segundo orden, ya que derivan de un juicio moral; tomemos por caso, el sentimiento de desagrado que nos causa alguna acción que nos parece injusta, este sentimiento es moral y de segundo grado. En este aspecto, el juicio moral además de ser un sentimiento de aprobación o desaprobación ante una situación, también es un aspecto afectivo y cognitivo.

La moralidad que procede del sentimiento es más sentida que juzgada. Nosotros sentimos que las cosas buenas son agradables, que la virtud produce satisfacción e incluso podemos decir que produce placer. El origen de este sentimiento moral que nos acerca unos a otros es la simpatía y el interés común que compartimos, ninguno de nosotros estamos desprovisto del sentir moral; aunque este sentido moral es una potencialidad que no siempre está bien empleada.

La teoría moral que descansa en las pasiones busca la forma de cómo éstas deben ser empleadas, en lugar de combatirlas. Esto no quiere decir que todas las emociones sean igualmente útiles para la vida común. Por eso se propone modularlas en función de una organización social equilibrada. Pues en las pasiones está el móvil de toda acción, como ha señalado Aristóteles.

Podemos pensar el juicio moral como una pasión reflexiva, esto es, un tipo de sentimiento reflexivo en el que el pensar y el sentir están integrados en un nivel más estrecho, aunque ambos se estructuran de modo diferente. A través de esta pasión reflexiva, en ciertas situaciones, podemos alcanzar cierta imparcialidad sin prescindir de nuestros afectos. 
           
Nuestro sentimiento moral y nuestra simpatía es intersubjetiva, gracias a éstas nos ocurren dos cosas: sentimos el dolor del otro y desaprobamos ese dolor. En este sentir aprendemos a apreciar lo que nos produce placer y a desestimar lo que nos produce dolor; no sólo en nosotros, sino también en los demás. A este sentimiento lo llamamos simpatía.

La simpatía construida socialmente no significa que ésta sea conformista. Nuestro entorno nos proporciona suficientes recursos para oponernos y para destruir los prejuicios y las supersticiones, así como para aceptarlos como algo dado. Cuando ampliamos nuestros contactos con los demás y lo extendemos en el espacio-tiempo, aprendemos a distinguir los juicios morales que son distorsionados e interesados de los que son imparciales, es decir, llegamos a distinguir lo que la gente aprueba de lo que debe ser aprobado.

Nuestra experiencia reflexiva nos enseña la forma de corregir nuestros sentimientos en función de las metas que nos proponemos, pues no todos tienen un mismo valor moral. Esto  significa que debemos reflexionar sobre nuestros sentimientos de placer y dolor, ya que sin esta reflexión no seríamos capaces de asentir o disentir sobre en acontecimiento moral.

Este sentimiento reflexivo es importante porque muchos de nuestros juicios morales se nos presentan envueltos en la incertidumbre y nos hacen dudar. De allí, que sea necesario mantener una constante observación sobre nosotros sí mismos y mantener nuestra reflexión en un continuo pensar desde los vicios hacia las virtudes. 

Nuestros sentimientos de compasión o simpatía van parejos a nuestra capacidad de colocarnos en el lugar del otro; de ponernos en la situación de un espectador que se esfuerza en hacer suyos unos sentimientos que en ese momento no tenemos, y puede ser no hayamos experimentado nunca. Puede ser que no sepamos lo que el otro siente, pero podemos imaginarnos en una situación semejante a la que vemos en el otro, y así pensar cómo nos sentiríamos nosotros estando en una situación semejante. Por ello, muchas películas u obras de teatro nos conmueven; muchas más de hacerlo una situación real con el otro.

Este movimiento recíproco de simpatía nos lleva a conseguir, en muchos casos, la armonía de sentimientos en nuestro entorno sea familiar, laboral, vecinal… Esta reciprocidad nos lleva, por una parte, a colocarnos en una situación en la que hacemos nuestro los sentimientos de la persona que está afectada; por otra, que la persona afecta pueda calmar sus emociones al límite que nosotros podamos aceptar compartir con ella.

Nosotros como espectador en simpatía con el otro actuamos a modo de catalizador para calibrar las pasiones de esta persona y las nuestras. En otras palabras, en ese momento estamos comprometidos emocionalmente con la otra persona y ella con nosotros. En tal situación, esa persona es una figura que es la proyección de nosotros mismos, del esfuerzo por juzgar nuestros sentimientos imaginando qué efecto producirá en ella.

Este sentimiento de simpatía o compasión nos explica el juicio aprobatorio o reprobatorio que hacemos ante ciertos actos. Aunque tal sentir es propio de nosotros, muchas veces, sufre desviaciones debido a nuestro egoísmo, que igualmente es atributo de nuestra condición humana. Bien sabemos, por experiencia, hay que procurar que prevalezcan los sentimientos más favorables para el mantenimiento de nuestras relaciones personales, sociales, laborales… pues, por el contrario, nuestras pasiones nos conducirán a la destrucción de nuestras relaciones, a nosotros mismos. De allí, que necesitemos de nuestra pasión reflexiva.  




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