La pasión contiene en sí un juicio, por
ello no es un mero hecho empírico. Nuestras emociones
experimentadas cuando vivimos y actuamos son emociones de primer orden. Los sentimientos morales, por
su parte, son emociones de segundo orden, ya que derivan de un juicio moral; tomemos por caso, el sentimiento de desagrado que nos causa alguna acción que nos parece
injusta, este sentimiento es moral y de segundo grado. En este aspecto, el juicio moral además de ser un sentimiento de
aprobación o desaprobación ante una situación, también es un aspecto afectivo y
cognitivo.
La moralidad
que procede del sentimiento es más sentida que juzgada. Nosotros sentimos que las cosas buenas
son agradables, que la virtud produce satisfacción e incluso podemos decir que
produce placer. El origen de este sentimiento moral
que nos acerca unos a otros es la simpatía y el interés común que compartimos, ninguno de nosotros estamos
desprovisto del sentir moral; aunque este sentido moral es una potencialidad que
no siempre está bien empleada.
La teoría
moral que descansa en las pasiones busca la forma de cómo éstas deben ser
empleadas, en
lugar de combatirlas. Esto no quiere decir que todas las emociones sean
igualmente útiles para la vida común. Por eso se propone modularlas en función
de una organización social equilibrada. Pues en las
pasiones está el
móvil de toda acción, como ha señalado Aristóteles.
Podemos pensar el juicio moral como una
pasión reflexiva, esto es, un tipo de sentimiento reflexivo en el que el pensar
y el sentir están integrados en un nivel más estrecho,
aunque ambos se
estructuran de modo diferente. A través de esta pasión reflexiva, en ciertas
situaciones, podemos alcanzar cierta imparcialidad
sin prescindir de nuestros afectos.
Nuestro
sentimiento moral y nuestra simpatía es intersubjetiva, gracias a éstas nos
ocurren dos cosas: sentimos
el dolor del otro y desaprobamos ese dolor. En este sentir aprendemos a apreciar lo que nos produce placer y a desestimar lo que nos produce dolor; no
sólo en nosotros, sino también en los demás. A este sentimiento lo llamamos simpatía.
La simpatía
construida socialmente no significa que ésta sea conformista. Nuestro entorno nos
proporciona suficientes recursos para oponernos y para destruir los prejuicios
y las supersticiones, así como para aceptarlos como algo dado. Cuando ampliamos
nuestros contactos
con los demás y lo extendemos en el espacio-tiempo, aprendemos
a distinguir los juicios morales que son distorsionados e interesados de los
que son imparciales, es decir, llegamos a distinguir lo que la gente aprueba de lo
que debe ser aprobado.
Nuestra experiencia
reflexiva nos enseña la forma de corregir nuestros sentimientos en función de las metas que
nos proponemos, pues no todos tienen un mismo valor moral. Esto significa que
debemos reflexionar sobre nuestros sentimientos de placer y dolor, ya que sin esta reflexión no
seríamos capaces de asentir o disentir sobre en
acontecimiento moral.
Este sentimiento reflexivo es importante
porque muchos de nuestros juicios morales se nos
presentan envueltos en la incertidumbre y nos hacen dudar. De allí, que sea necesario
mantener una constante observación sobre nosotros sí mismos y mantener nuestra
reflexión en un continuo pensar desde los vicios
hacia las virtudes.
Nuestros sentimientos
de compasión o simpatía van parejos a nuestra capacidad de colocarnos en el lugar del otro; de ponernos en
la situación de un espectador que se esfuerza en
hacer suyos unos sentimientos que en ese momento no tenemos, y puede ser no hayamos experimentado
nunca. Puede ser que no sepamos lo que el otro siente, pero podemos imaginarnos
en una situación semejante a la que vemos en el otro, y así pensar cómo nos sentiríamos nosotros estando en una situación
semejante. Por ello, muchas películas u obras de teatro nos conmueven; muchas
más de hacerlo una situación real con el otro.
Este movimiento
recíproco de simpatía nos lleva a conseguir, en muchos casos, la armonía de
sentimientos en nuestro entorno sea familiar, laboral, vecinal… Esta reciprocidad nos lleva,
por una parte, a colocarnos en una situación en la que hacemos nuestro los
sentimientos de la persona que está afectada; por otra, que la persona afecta pueda
calmar sus emociones al límite que nosotros podamos aceptar compartir con ella.
Nosotros como espectador
en simpatía con el otro actuamos a modo de catalizador para calibrar las
pasiones de esta persona y las nuestras. En otras palabras, en ese momento
estamos comprometidos emocionalmente con la otra persona y ella con nosotros.
En tal situación, esa persona es una figura que es la proyección de nosotros
mismos, del esfuerzo por juzgar nuestros sentimientos imaginando qué efecto producirá en ella.
Este sentimiento
de simpatía o compasión nos explica el juicio aprobatorio o reprobatorio que hacemos ante ciertos
actos. Aunque tal sentir es propio de nosotros, muchas
veces, sufre desviaciones debido a nuestro egoísmo, que igualmente es atributo de nuestra
condición humana. Bien sabemos, por experiencia, hay que procurar que
prevalezcan los sentimientos más favorables para el mantenimiento de nuestras
relaciones personales, sociales, laborales… pues, por
el contrario, nuestras pasiones nos conducirán a la destrucción de nuestras relaciones, a nosotros
mismos. De allí, que necesitemos de nuestra pasión reflexiva.
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