Cuando
mi conocimiento reflexivo falta o falla puede suceder que mi imaginación
intente suplantarlo confundiendo las emociones de las cosas con la cosa misma;
crea mi imaginación prejuicios sólo a partir de las pasiones. Por ello, muchas
veces, explico, justifico los asuntos que me suceden o me conciernen a partir
de los productos de mi imaginación, y no de la naturaleza propia de lo que me
acontece.
Por
lo general, considero que es bueno lo que me conviene y malo lo que es
contrario a mi interés. Sin embargo, me corresponde, por medio del conocimiento
reflexivo, observar y analizar mis creencias compensando éstas con ideas que
potencien su ser, en lugar de destruirlas de antemano. El conocimiento
reflexivo-emotivo favorece mi ser, al vencer la impotencia y la inactividad que
me produce lo que me entristece y aniquila.
Como
sujeto deseo actuar, rechazo el dolor, el sufrimiento y cuanto conspira contra
mi deseo de mantenerme vivo. Por ello, es fundamental que conozca lo que puedo
y no puedo hacer, lo que está al alcance de mi potencialidad. Me es necesario
conocer tanto la potencialidad como la impotencia de mi naturaleza, para poder
así determinar lo que mi razón puede y lo que no puede, para no caer en la
trampa del dominio de mis afectos. Ya que existe una carrera hacia el éxito, el
bienestar, la armonía, que en muchos casos puede que no sea acorde con mi
condición de sujeto optimista.
Lo
anterior me permite comprender la naturaleza de mis afectos en función de mis
metas y logros. Ya que los afectos pueden ser vistos como un obstáculo para
vivir, asimismo como el estimulo para una buena vida; esto de acuerdo a si son
convenientes o no a unos fines que me he propuesto alcanzar.
Mis
afectos me singularizan. Cada uno de nosotros somos afectados a nuestra manera y
según las circunstancias de nuestra existencia particular. Y esta realidad de
seres singulares y contrapuestos separa nos puede separar o unir, según asumamos
nuestra existencia. Somos seres sociales, ya decía el Estagirita, aquel que no
puede vivir en sociedad es un bruto o un dios.
Para preservarme a mí tengo que procurar,
al mismo tiempo, preservar a los otros. En esto radica el valor de la vida.
El
valor de la vida en común es la búsqueda de la concordia, pues la pasión del
odio disgrega, separa y hace imposible nuestra vida en común. Los individuos
que son enemigos están sujetos a emociones que los individualizan y producen
rivalidades de intereses. Por el contrario, existe la simpatía, por medio de la
cual experimento afectos por aquellos que imagino sienten afectos similares a
los míos, esto es, que sentimos por un nosotros; por ejemplo, el hecho de
imaginar a alguien semejante afectado por la tristeza me lleva a sentir una
tristeza similar.
En
esta simpatía y mimetismo tengo la raíz de mi sociabilidad, al entristecerme o
alegrarme junto con el otro, y deseando lo que otros desean. En este sentido, los
afectos, las emociones forman parte, por un lado, de nuestro ser social y, por
otro, de nuestro ser individual. Pero bien sabemos que las emociones son
inestables. Por ello de la misma manera que
el individuo ha de lograr un equilibrio a través del gobierno de sus pasiones,
también en lo social ha de lograrse establecer cierta previsibilidad y orden en
los antagonismos afectivos.
Las
relaciones sociales son la prolongación de nuestras necesidades afectivas individuales;
del modo como llevemos o nos lleven nuestras emociones así serán nuestras relaciones
con los otros. Por ello, tanto en lo individuo como en lo colectivo tenemos que
echar mano de nuestros afectos para gobernar nuestra vida individual y
colectiva, pues es inútil querer prescindir de las pasiones. Debemos tener
presente que nuestras relaciones sociales son una prolongación del estado de nuestras
pasiones y del modo de relacionarnos con nuestros cuerpos.
La
razón de la existencia de mis relaciones sociales no es algo ni abstracto ni
racional, sino pasional. Por eso entramos en conflictos cuando, consciente o
inconscientemente, nos esforzarnos en oprimirnos unos a otros. Por ello ciertos
afectos deben disminuidos y dominados cuando no convienen a la salud ni del
individuo ni de la sociedad. Los afectos inconvenientes deben ser transformados
en otros que sean favorables a los fines del individuo y de lo social.
Aunque
cada uno de nosotros tenemos un derecho individual para juzgar lo bueno y lo
malo al observar su utilidad; asimismo nos esforzamos en conservar lo que amamos
y en destruir lo que odiamos. Debemos evitar que ese nuestro derecho individual
perjudique a los demás. Por ello, para evitar producir daños, llegar a
ayudarnos y vivir en con cierta concordia es necesario no aferrarse
caprichosamente a ese derecho individual.
Una
emoción es vencida por otra emoción, no por una racionalidad. De allí que cuando
no puedo producir por mí mismo ese afecto más fuerte, busco apoyo, ayuda en el
otro; esto es lo que por lo general hacemos cuando contamos a otra persona las
circunstancias por las que estamos pasando. Buscamos visualizar una posibilidad
emotiva-racional que nos haga reconducir nuestras pasiones.
La
realidad colectiva o social no suprime los afectos, los transforma poniendo en evidencia
una praxis pasional. En este aspecto, la razón apasionada es el instrumento que
nos permite esclarecer lo que es más útil para todos, la forma más eficiente es
saber apreciar el potencial afectivo de nuestra condición humana. La afirmación
del sujeto se realiza en y por la relación con los otros.
PD.
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