Dos asesinatos nos han mostrado la
banalidad de las acciones humanas. Por una parte, tenemos el caso de Carlos
Lanz y, por la otra, el de Canserbero. No creíbles ninguno de los dos por ser
ambos tan baladíes, la narración de tales asesinatos es tan banal que parece
que nos estuviesen mamando gallo. Me refiero al actuar del asesino, no la víctima.
Sin entrar en la polémica de que a ningún
gobierno hay que creerle. Porque eso es harina de otro costal.
Lo contado por los asesinos parece poco creíble
porque somos muy peliculeros y nos gustan las tramas enrevesadas del cine,
porque sin una buena trama la película duraría a lo sumo unos 10 minutos.
Sin embargo, los asesinatos en la mayoría
de los casos no tienen ningún argumento, ninguna trama, son realizados por motivos
y acciones banales. Empecemos por la Ilíada, el poeta narra toda una guerra que
comienza porque un hombre se llevó a la mujer de otro, además ella se quiso ir
con el hombre. El agraviado pudo buscarse otra mujer y olvidarse del asunto.
Pero no, comienza una guerra de años por algo tan banal como eso.
Alguien podría argumentar que en la
Ilíada están en juego el orgullo y el honor del guerrero ¿Y? ¿Acaso ambos asuntos
son cosas de mucha profundidad psicológica?
En el libro de Marmól León, “Cuatro
crímenes, cuatro poderes”, todos los casos de asesinatos son banales. En uno la
muerte es provocada por un poco de marihuana y perico, y los otros por celos o
algo semejante si mal no recuerdo.
Por esa insignificancia es que Hannah
Arendt se queda pasmada ante aquel funcionario del Estado alemán y se plantea
la banalidad del mal. El tipo lo que hacía era cumplir órdenes de sus
superiores y ya. Con eso justificaba su actuar.
“En crónica de una muerte anunciada”, la
causa de la muerte de Santiago Nasar es tan frívola que la narración perturba
y, a la vez, muestra que así es la vida. Un cúmulo de insignificancias.
En “El caso Mamera”, el policía aturdido
por los celos mata a los muchachos. Cada asesinato que ocurre a diario es el
resultado de lo trivial. No hay ninguna trama profunda.
Incluso las muertes que se dan en defensa
propia, por ejemplo, en caso de atraco, al atracador lo matan o él mata al intentar
robar un teléfono, una moto o cualquier otra vaina insignificante.
Sin embargo, cuando la banalidad hay que
llevarla al cine o al teatro, el guionista o el literato tiene que partirse la
cabeza para buscar una trama, unos motivos más allá de lo fútil para que el
drama resulte interesante. Porque la vida mundana no lo es.
Son las películas o las obras de teatro las
que nos hace creer que un asesinato debe tener un móvil o una trama muy profunda.
De ahí que nos parezcan falsos los relatos de los victimarios en los
asesinatos, nos resulta absurdo de que alguien haya sido asesinado por algo tan
burdo.
La vida en su cotidianidad es simplona,
por eso es que hacen falta los bardos, los poetas para que le den algo de color
y sabor a lo insípido de la vida. Hasta Auschwitz, que es el paradigma del
horror, tienen que condimentarla para quitarle de encima la rutina de lo
burocrático.
Tenemos que inventarnos fantasías para
que los sucesos históricos tengan algo de sabor, porque la rutina los apabulla.
A cada acontecimiento histórico hay que agrandarlo, darle visos extraordinarios
para que puedan tener sentido, de resto se los come el aburrimiento.
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