Los helenos fueron conscientes de que el
viviente pensaba o piensa por sí mismo sin intervención de los dioses. De este
modo, se dieron cuenta de que existe en el viviente una realidad más allá de lo
sensible, que llamaron razón, razonamiento o reflexión.
Parece que las anteriores culturas no se
habían dado cuenta de que esto existía, o no habían tomado consciencia de esto.
Lo hacían sin saberlo.
Tal descubrimiento entusiasmó a los
helenos y a esa energía la llamaron “logos” y le otorgaron a la misma el rango
superior en la naturaleza del viviente. Todo lo demás, en el viviente, les
pareció cosa inferior y subalterna a ésta. Desde ese momento, la suprema
energía del viviente radicó en la naturaleza del pensar.
Tal naturaleza superior producto del alma
razonante se asentó en la cabeza. Pues es lo más elevado que hay en el viviente.
Creyeron los helenos que la naturaleza del hombre era ejercitar su capacidad de
razonar, y que por ser lo más supremo en él le confería a éste la capacidad de
reflexionar sobre sí mismo y el mundo, esto es, de ensimismarse[i].
No obstante, no hay nada en el mundo, que
de manera natural, confirme o valide esto.
El viviente en su naturaleza natural,
esto es, sensible no goza de ninguna tranquilidad, ni está conformado para
recogerse en la reflexión. Siempre está alterado y en esta alteración vive. El viviente
no tiene los atributos esenciales para meditar. Por tanto, en su estado natural
no le es posible de recogerse dentro de sí mismo.
La alteración del mundo sensible, en que
está inmerso y del cual forma parte de manera absoluta ciega al hombre y lo
obliga a actuar de manera instintiva y en un estado de frenesí.
Observando al hombre no vemos en él la posibilidad
de que pueda meditar, pues todo su mundo es sensible. Está inmerso en las
sensaciones de su vivir. El viviente siempre está en permanente inquietud. Mira,
oye, olfatea y atiende todas las señales que le llegan del entorno. Está atento y sin descanso con respecto al medio
donde habita. Permanece servicial y de manera forzosa ante lo que el mundo le depara.
Vive constantemente alerta.
El viviente vive a la espera del mundo,
en el perenne atender a las cosas que en el mundo ocurren. Vive ansioso por las
cosas que puedan suceder.
Las cosas y los acontecimientos del mundo
imperan y se imponen sobre la vida del viviente. Lo traen y lo llevan como una veleta.
Él no vive desde sí mismo siempre está atento a lo que pasa fuera, a lo otro
que es él. A lo sensible, a lo acorde con su naturaleza.
El viviente vive fuera de sí y para fuera
de sí, vive enajenado de sí mismo. En su naturaleza sensible es dominado por lo
exterior, su vida es constitutiva de lo externo.
El hombre, en este sentido, vive sin
descanso porque siempre vive para y por las sensaciones. Acosados por el
entorno y en atención hacia él. En este estado el hombre se halla prisionero
del mundo; encantado y, a la vez, obligado de por vida a ocuparse de lo sensible.
Esta es la naturaleza natural del
viviente. Y a ella atiende permanentemente.
Por esto el viviente está atento a lo que
pasa fuera de él, a las cosas del entorno. Ya que está regido por lo de fuera,
por lo otro que es él, pero, a la vez, lo que él mismo es. Él es su
exterioridad, en ella radica su naturaleza. Y como tal no tiene un sí mismo.
El viviente es pura sensación. Y cuando ésta
se aplaca él se aparta del mundo y de él, se adormila. El mundo exterior y él
desaparecen a la vez.
La otra naturaleza, esa que los antiguos
llamaron superior, es una construcción. Pues, el razonar conscientemente sobre
el mundo y sobre sí mismo es un ejercicio, un proyecto (έργον) humano. A éste
es al que los antiguos dieron la supremacía en la naturaleza del viviente.
Porque por medio de la capacidad de
reflexionar el hombre, en medio del mundo, puede detener su atención hacia las
cosas sensibles; puede desentenderse de su entorno, puede desentenderse de su
naturaleza sensible y volverse sobre sí mismo, es decir, darle la espalda al
mundo y meterse dentro de sí.
Atender su interioridad, ocuparse de sí
mismo y no de las cosas sensibles.
Con esta acción se libera del mundo
sensible.
Esta acción es el pensar reflexivo, el meditar.
Con ella el viviente se retira del mundo exterior y se mete dentro de sí. O
como dice Ortega y Gasset, el hombre se ensimisma.
El viviente al liberarse de las cosas
sensibles tiene, primero, el poder de desatenderse del mundo sensible, se pone
ajeno al mundo sensible. Segundo, tiene donde estar más allá de lo sensible, es
decir, en sí mismo. A esa total exterioridad, a lo absolutamente afuera, le
enfrenta su interioridad.
Que el viviente se separe del mundo y
pueda ensimismarse es algo tiene que hacer él. Nadie se lo da. Es su propia
construcción, es su proyecto personal.
En la interioridad de sí mismo él está
constituido por la reflexión, por el razonamiento. Porque la reflexión y el
razonar pertenecen a lo interior del hombre, no son parte del mundo exterior.
El viviente al liberarse del mundo
exterior entra en sí mismo. Lo hace por su esfuerzo, su trabajo y su razonar. Reobra sobre él, transforma su naturaleza. Se
ensimisma, se pone dentro de sí y forjar ideas sobre él y el mundo, sobre las
cosas sensibles y su relación con ellas. Se construye un mundo interior. Y de
este mundo interior emerge y vuelve al de fuera, pero ya es otro.
Vuelve con un sí mismo que antes no tenía.
Ahora no se deja dominar por su
naturaleza sensible, sino que él por el razonar gobierna sobre ella. Le impone
su sabiduría e inteligencia, modela sus deseos y preferencias. Al volver al
mundo impone su sí mismo en éste. Proyecta su sí sobre las cosas y hace que
éstas se conviertan en él.
El hombre desde su razonar humaniza su
relación con el mundo, impregna al mundo de su naturaleza sustancial[ii]. Pero
esto no es natural, es un constructo.
[i] Cfr. Ortega y Gasset. El hombre y la gente. Madrid. Revista de
Occidente. Pp. 36-37. 1962.
[ii] Cfr. Ortega y Gasset. El hombre y la gente. Madrid. Revista de
Occidente. Pp. 20-26. 1962.
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