Para complicar
más nuestro hacer cotidiano hemos mezclado nuestra impaciencia con la búsqueda
de satisfacer nuestros deseos. Con esto vamos olvidando nuestra capacidad de
aplazar la gratificación por las cosas logradas, que es nuestro fundamento para
el desarrollo de nuestra inteligencia y nuestro comportamiento libre. Porque la
gratificación contiene en sí el ensimismamiento, la poner la mirada en nosotros
y nuestras acciones, es reflexión.
Nuestra
impaciencia por los deseos insatisfechos no respeta el tiempo de las cosas. De
ese modo violamos lo que Covey denomina la «ley de la cosecha», que es el
comprender que hay un tiempo para sembrar, un tiempo para atender lo que se ha
sembrado y un tiempo para recoger. Al no entender este proceso introducimos
cambios abruptos en los ritmos de nuestras vidas, que terminan por alterar
nuestra vida emocional y reflexiva. Trastocamos nuestro pensar-hacer.
El «deseo
impaciente» es nuestra ansia. Esa ansiedad que cultivamos apresuradamente como
una característica propia de nuestra vida y cultura. Y de la cual nos ufanamos
cuando decimos «no tengo tiempo». Esta ansia se opone a la ternura, porque no
hay ternura apresurada. Esto lo sabía bien Florentino Ariza. En la ternura
entregamos o cedemos el tiempo a la manifestación del sentimiento. Somos seres
sin ternura.
En medio de
esta ansiedad, de esta impaciencia, de esta búsqueda descontrolada de
satisfacer deseos construimos un sistema de sentimientos distorsionados, porque
hemos perdido la poética que habita la casa de nuestro ser. Lo que formamos es
humo de emociones. El apresurado lo quiere todo para ahora, para el presente
inmediato, y la violencia es el camino más corto de conseguirlo. Después somos
unas plañideras de los valores. ¿Para qué vamos a guardar las formas, si éstas siempre
son lentas? Por ello, Sartre señala que existe una la relación estrecha entre
la prisa y la violencia. La violación ante que la seducción.
El mercado de
la búsqueda de deseos nos obliga a fomentar el deseo por sí mismo. Este mercado
de la felicidad nos sirve para justificar nuestra agresividad. Pues en medio de
él preparamos la ansiedad como el único motor para el avance de nuestro ser.
Estamos siemrpe apurados como el conejo de «Alicia en el país de las
maravillas». Siempre nos estamos violentando, y así violentamos a los demás.
Ante esta
situación buscamos juegos o salidas ingeniosas, por las que aspiramos a jugar
con todas las cosas, pero a la vez. Buscamos una libertad desvinculada, poco
comprometida y sin pretensiones para con nosotros mismos y menos para los otros.
El intento es otro deseo insatisfecho. Por tanto, hay que emprender otra
búsqueda de deseos.
Forzamos
nuestros sentimientos. Aun cuando sabemos tan poco sobre ellos, los hacemos
violentos. Cuando ya no podemos más con nosotros mismos, suponemos que nuestros
sentimientos son provocados por situaciones que forzosamente experimentamos
todos. Lo que intentamos, en última instancia, es sobrevivir, disfrutar, estar
cerca de quienes queremos, evitar el peligro, no tener obstáculos, contar con
los demás, ponernos a salvo de los otros. Estos son nuestros problemas y
esperanzas; se parecen a los de todas las otras personas. Somos seres tan
comunes.
Como señala Geertz,
nuestros problemas existenciales son universales; las soluciones de éstos son
diversas. Y son universales porque somos seres menesterosos, seres precarios
con un gran ego. Tenemos necesidades
comunes, problemas comunes y afectividades comunes. No somos nada originales.
Aunque, como dice Marina, «somos sentimentalidades irrepetibles».
Nuestros sentimientos
suelen tener elementos desencadenantes. Y éstos dos forman una estructura que
se determinan mutuamente. Por ejemplo, un peligro o una amenaza nos provoca
miedo; la novedad nos provoca sorpresa; el cumplimiento de un deseo nos provoca
satisfacción o alegría. Sin embargo, esta estructura se concreta y manifiesta de
manera distinta en cada persona y en cada cultura.
Estas
estructuras también tienen sus causas en las evaluaciones y regulaciones
sociales que existen de los sentimientos. La sociedad es nuestro principal
regulador. Ya que cada cultura favorece unos sentimientos y rechaza otros; los
interpreta de manera determinada; o ella prescribe cuál debe ser su intensidad.
Nuestros sentimientos están relacionados con los roles que de ellos acuña la
sociedad. Así como determina los roles masculinos y femeninos, y los
sentimientos que cada uno de ellos de sentir y expresar. Somos seres
interpretados.
El mundo
sentimental es variado, pero a la vez constante. Poseemos unos sentimientos
universales, los cuales devienen de nuestros modos posibles de enfrentarnos con
la realidad y con nosotros mismos. Pero estos sentimientos los configuramos
según sea la cultura en la que nos desenvolvemos; en los distintos momentos en
que éstos se dan; y en los distintos contextos de cada cultura. El problema emocional
que se nos plantea como sujetos, es si sabremos atender lo que es común a todos
sin olvidar nuestro ser particular. Esta es parte de nuestra confusión y
distorsión sentimental.
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