La moda es un
atractivo imperioso, pero efímero. No obstante, se ha convertido en un
arquetipo vital de nuestro vivir. Nos proporciona un gran placer pasajero. La
solución que nos impone la moda misma o el mercadeo es encadenar múltiples y
veloces placeres, que siempre serán sustituibles por otros placeres.
Esta suma de
placeres es, según Marina, un «hedonismo de la cantidad». Que está en función
de sumar y multiplicar cantidades de experiencias placenteras. Lo importante
para nosotros es sumar placeres. Por ello, para el mercadeo del placer lo importante
es ofrecer experiencias, que se tienen que vivir en el tiempo apresurado que
dura nuestro capricho. Porque este mercado no puede detenerse. Él necesita de
nuestra insatisfacción personal y social para funcionar.
De este modo,
defendemos, con todo nuestro ser, una manera de vivir transitoria y sin
ataduras. Todo fluye, decía el oscuro de Efeso. Esa «personalidad deseante» que
somos busca compromisos sin vínculos, porque el vínculo nos detiene. Ansiamos
lo versátil, la renovación de nuestra identidad; sin identificación con nuestro
pasado. Nos volvemos hábiles en nuestras afiliaciones, pero siempre libre de
lazos. Incluso con nosotros mismos.
No obstante,
en algún momento en medio de este remolino fluyente tenemos necesidad de la
fidelidad. Somos seres mentalmente muy arcaicos aún. Necesitamos fijar nuestra
voluntad antojadiza, nuestra ligereza. Tenemos que releer la preocupación de Platón
con respecto a Parménides y Heráclito, cuando se desee proponer el paso de la «fidelidad
del deseo» al «deseo de la fidelidad». Estoy de acuerdo, el maestro del jardín
de Academo es más adecuado en este aspecto.
La
proliferación de nuestros deseos nos ha conformado como personalidades
caprichosas, que soportamos mal, cuando soportamos, el aplazamiento de la
satisfacción y la frustración. Vivimos en la frustración anhelando o andando
tras el placer. El mercado del placer y la felicidad es adictivo, y por ello restringe
nuestra libertad. Ya que en esta aparente elección está oculta la reducción de
nuestra libertad. Toda adicción merma o anula nuestra libertad de pensar-hacer.
La pluralidad
y la desagregación de nuestros impulsos conllevan a conformar una voluntad
débil, señala Nietzsche. La puesta del deseo y la construcción de su ideología
deshacen nuestro yo. Lipovetsky indica que «el yo ha sido pulverizado en
tendencias parciales, según el mismo proyecto de desagregación que ha hecho
estallar la sociabilidad en un conglomerado de moléculas personalizadas».
En medio del
mercado del deseo hemos configurado una sociedad del capricho, en la cual
nuestra voluntad se ha vuelto caprichosa, y por tal veleidosa. De allí, que
ésta sea débil. Debemos desvelar estos sistemas afectivos
que nutren nuestros fenómenos emocionales y reflexivos. Debemos analizar si estamos
aceptando exigencias incompatibles con nuestra voluntad.
Lo que inquieta
con este mercadeo del deseo, de la promoción del bienestar, de la felicidad… es
que pretendiendo aparecer como una ideología progresista y liberadora, no sea
más que un truco de mago, y como tal solo sea pura ilusión.
La popularidad
de este mercadeo del deseo y la felicidad así parecen indicarlo. La relación
con las adicciones del hedonismo y el gusto por una aparente transgresión personal
y social parecen refrendarlo. Pues tal transgresión, puede llegar a ser un
mecanismo que resguarda las relaciones de poder y los sistemas ocultos de represión.
Los discursos
de ese mercadeo se han hecho parte constitutiva del discurso biopolítico y
biogerencial, como modos correctos de hacer. La transgresión puede que no sea
ninguna transformación, sino una sumisión a otras formas de relaciones de poder.
Lo cual es propio de una sociedad interpretada, que intenta conservar lo ya
alcanzado, aunque sean migajas.
Inquieta que seamos
víctimas de una superchería que nos esclaviza con golosinas y dulces. Y no
podemos rebelarnos porque nos gusta y agrada. Como en la nave de la película
«Wally». El mercadeo del deseo es seductor y todos a caemos bajo sus encantos. ¿Quién
no es conquistado por la miel más dulce y agradable? O ¿por los cantos de
sirenas?
En este
mercadeo nos asustan las disfunciones de la violencia, de la fragilidad de los
sentimientos, de la desconfianza generalizada…
Sin embargo, no las relacionamos con él. Porque no reflexionamos que
nuestros deseos son deseos nunca alcanzados. Como si quien ve comer a otro ya
sacia su propia hambre. Nuestro deseo siempre es deseo. No hay satisfacción de
éste.
En esta
situación, nuestra vida se mantiene y es dirigida por el deseo. Por eso cuando
nos desplomamos por la frustración y la depresión no tenemos referentes para
vivir. No sabemos para qué vivir, porque no tenemos deseos propios para hacer algo.
Nuestra historia es el empeño por satisfacer deseos, que no sabemos si son
nuestros. O son deseos que nos ofrecen. En algún momento sufrimos una ruptura
existencial. Y el mercado se ha cerrado.
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