martes, 25 de abril de 2017

LA CRISÁLIDA SE HA ABIERTO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA


Toda metamorfosis es lenta. Apresurarla no tiene sentido. Es como querer que el sol salga más temprano. Solo queda esperar, he allí para qué sirve la paciencia. El amanecer se huele, se puede otear en la brisa; pero siempre hay que esperar que amanezca. Ya lo dice el dicho, por más temprano que uno se levante, no amanece antes. Todo a su debido tiempo, así tiene que ser. No de otra manera. La flor necesita del kairós para llegar a ser flor.

Cada palabra que la brisa parece llevarse termina por caer a tierra. Allí encontrará su lugar y su tiempo, a la espera de la vida. Vendrán sequías o borrascas, allí permanecerá alimentando poco a poco al espíritu que la necesita. Se gesta en sí mismo tal espíritu; él no lo sabe y no puede saberlo, porque está en la noche de nacimiento. En esa oscuridad que todo lo vela, que todo lo oculta. En la que no se sabe quién es.

Esa es la oscuridad primigenia. La pura noche diría el divino Hegel. El permanecer y estar con los sentidos separados del mundo y del yo. Sin embargo, es allí donde inicia la transformación, en el desconocimiento del yo; o tal vez en la pura presencia del yo, que solo cree verse a sí mismo sin saberse. En esa oscuridad que encandila, que ciega todo mirar, todo oír, todo sentir. En la cual no hay sentido, por cuanto el espíritu navega sin rumbo. Sin saber qué es lo que desea.

Es allí la pura confusión. El mar tempestuoso y primigenio donde el espíritu se ahoga a sí mismo, donde parece que va a morir sin haber nacido. Abandonado de sí mismo y contra sí mismo. El espíritu es allí esa noche, esa vacía nada. Que en su simplicidad lo encierra todo, las representaciones sin provenir. Imágenes que no tienen ni presente ni futuro. Lo que existe es la pura oscuridad, el puro uno mismo. Intrincada noche habitada de fantasmas, donde surge aquí una sombra ensangrentada, allá una figura que se esfuma. Esa oscuridad del alma es cuando el espíritu se mira a sí mismo sin saberse. Una oscuridad que se hace terrible, invivible; porque cuelga delante de la vida la noche del mundo.

Esta oscuridad necesita del tiempo para recogerse sobre sí misma. Para que el espíritu sea movimiento sobre sí. En este movimiento se inicia el recogimiento interior, la forma simple de uno mismo. La referencia de sí. El deshacer imágenes y enlazarlas de la forma más incoherente. En esto, el yo se deja llevar por el dominio de lo externo. Es el orden pasivo de lo que está por nacer. Sin embargo, ya está en germen. Diría el viejo Silvio, la era ha parido un corazón. 

El yo se encuentra en la arbitrariedad, en la libertad vacía. No obstante, ya tiene algo de forma. El saberse intuido, la primera determinación. Ahora el espíritu es su propio suponer, algo que ya le es conocido. La inmediata conciencia de sí. Solo es una conciencia inmediata, solo eso. Donde solo trae consigo la mera imagen que está en él. Su referencia mezquina. El ser-para-sí está ausente. El espíritu se ha visto, se ha oído sin entrar en él. Él mismo se es ajeno. Es el yo con su mismo yo. La pura vaciedad. Sin embargo, se ve a sí mismo como un objeto, como al externo.

 En una aurora, el espíritu comienza, sin saberlo, a superar el momento de lo externo; ya no es lo caído. Se pone en el dominio de sí mismo. Pierde el significado de ser algo inmediato. El espíritu se ha superado por primera vez. Y se siente como lo que no es, se siente extrañado. Como un otro, distinto de su ser. Sin saber que es el contenido simple de su propio ser. La calidez de lo que se comienza a engendrar. A primera vista no se reconoce.

Él se presenta a sí mismo como un otro distinto. Porque tiene otro significado, otro contenido. Se va convirtiendo en sujeto de sí. No es lo que era, por eso se extraña. Está en otro momento, se ha convertido en crisálida. Ahora, es ser-para-sí. Se tiene que mirar sin la oscuridad de la noche vacía, porque la aurora se anuncia. Sin embargo, aún no lo entiende. El espíritu que se hace sujeto de sí mismo se va perteneciendo, se va conteniendo. No se reconoce aún, porque se mira a sí mismo como un extraño.

En su crisálida, ya es interioridad que se intuye como reflexión y hacer de sí. Está forzado, no hay vuelta atrás, a la existencia. Ahora esta interioridad tiene que invertirse, tiene que hacerse exterioridad. Retornar al mundo, en ello está su fuerza. Siente algo que es. Este sentir es el verdadero ser del espíritu, allí está su realización. Pues, aún ex-siste en dos momentos, uno que abandona y otro que emerge.

Y una mañana cualquiera, al calentar el sol, el espíritu se abre en su plenitud. Se reconoce, se sabe por primera vez. Se mira a sí mismo en la claridad de la aurora, en su propio amanecer. En el inicio propio de la vida. Es en sí y para sí. Se designa como el mismo y lo otro. Es, a la vez, interioridad y exterioridad. Se hace lenguaje propio, pues se nombra. ¿Qué es esto que soy ahora? Se pregunta. Es el yo que ha nacido. Ahora lo sabe.

Así al fin, la crisálida se ha abierto. Solo había que esperar este momento, desde un sueño remoto y desgarrador, para acceder a este presente, que es futuro, y poder contemplar la flor, la mariposa que finalmente ha emergido a la creación, al mundo, a los sentidos, a la sonrisa, a la vida.

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