Muchas veces nos resulta difícil hablar
de nosotros porque cuesta mucho vernos. Parece paradójico pero es así. O sucede
que otras veces nuestra vida no quiere que se le mire, nos rehúye. No nos deja
huella ni rastro, es una mera sombra o fantasma. De este modo, nuestra vida
viene a ser una forma simplificada, o desmenuzada, de un intercambio imposible
con nosotros y con los otros.
El
discurso que mejor da cuenta de esta situación es el discurso del que no hay
nada que decir. Una vida en la que no hay nada que ver. Un sujeto que no es
sujeto, tal vez mero objeto; mero cuerpo en el peor sentido de un cuerpo sin
vida, se le llama cadáver creo. En muchos casos, esto se da en un gran número de
personas. La vaciedad de la vida. Pero no es la nada; ya que es una presencia
vacía y material.
El
problema se plantea cuando ese vacío se hace subjetividad en los confines de la
indiferencia general. Porque se encuentra con otras vaciedades, de allí la
indiferencia. En este caso, ¿qué somos? ¿El reflejo mecánico de un mundo
indiferente? O la ilusión exagerada de nuestro vacío, el cual no es posible
compartir. En medio y parte de un mundo condenado a la indiferencia. Si no nos
atendemos, lo que podemos hacer es añadirnos a esa indiferencia y girar en su
mismos vacío.
En
esta insignificancia, exploramos el mundo tras la búsqueda de imágenes que
añadan algo a nuestra desilusión. Volvemos a ésta algo palpable, una misma
realidad. O añadimos agitaciones frenéticas al mundo de nuestras
representaciones y, por ello va en aumento nuestra desilusión. Somos una desilusión. Pues, renegamos de
nosotros mismos, nos parodiamos haciendo una gestión de nuestros propios
desechos, eternizamos nuestra desdicha. No hay aquí posibilidad de vernos,
menos de sentirnos.
En
esta situación no se suscita nada. Ni una mirada pérdida. Todos los sentidos
están embotados. La vida no tiene nada que ver con uno, es algo ajeno. No nos
podemos ver porque ya no tenemos nada que ver con nosotros. Nos somos
indiferentes. Nos somos otro cualquiera sin interés. Mera ilusión sin realidad.
En
este estado caemos en la simulación de nosotros mismos. Somos nuestra propia
burla. Nos encaminamos a nuestra propia desaparición como sujetos. Estamos en
nuestro acabamiento. No somos ni huellas ni banalidad; solo somos
des-intensificación de vida. algo acuoso o gaseoso. Algo desencarnado. Nuestro
hacer nos es algo dado desde hace rato. Y todo nuestro pensar-hacer está
signado por estigma de la indiferencia.
No
es esto, ni una condena ni una denegación, sino que es el estado actual de
nuestra vida que es mera cosa. Indiferentes a nosotros mismos somos el reflejo
de un mundo indiferente. Un metalenguaje de nuestra propia banalidad. ¿Podemos
sostenernos infinitamente en esta indiferencia? ¿En esta banalidad? O ¿En esta
simulación? Aquí está el asunto de nuestra desgracia.
Estamos
metidos, hasta el cuello, en un psicodrama de la desaparición y de la
transparencia. De un querernos mostrar como maniquíes. No hay que dejarse
engañar por esas y ciertas historias del mercado de la felicidad. Porque quizás
estamos más allá de esas historias, en otros dominios.
Tal
vez solo tenemos un aura de la simulación; tal vez, solo eso. Mera simulación. Nunca
hubo un original. He allí nuestro engaño. Tal vez, ni siquiera hubo una
simulación auténtica. Solo, quien sabe, hemos sido una simulación inauténtica.
Un algo. Esa posibilidad es abismal. Solo falsedad de la falsedad. Más triste
aún. Mero brillo sin que nada en verdad brille. Una incógnita.
Solo
falsedad. Donde elaboramos un ritual, para tratar de mostrar una aparente
transparencia. Con esto solo nos apoderamos de un estereotipo de la simulación.
De este modo, nos reproducimos como algo no original, ya que no somos nada
original. Solo somos una repetición de una simulación. Un intercambio incesante
con nuestro propio fracaso.
De
sombra de una sombra diría Platón. Mero fantasma. Simulación y más allá de ésta
la desilusión. No somos ni siquiera un acontecimiento. ¿Cómo podemos llegar a
producir un acontecimiento si no somos sujetos? Pura banalidad de una
desilusión. Nos convertimos en una obscenidad de sujeto.
Somos la
repetición insensata de nuestra vaciedad. Una apariencia. Por eso nos
ensañamos, de manera implacable, con ese nuestro propio cadáver. No hay nada
que añadir a lo mismo; para seguir en lo mismo. Por el contrario, hay que
arrancar lo mismo a lo mismo. Es necesario, arrancarle cada máscara a la
realidad del mundo; hasta arrancarle la realidad misma y quedarnos desnudos sin
ilusiones, ni simulacros ni desilusiones. Solo el sujeto desnudo.
PD. En
facebook: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA OBED DELFÍN
Escucha:
“PASIÓN Y RAZÓN” por WWW.ARTE958FM.COM y
WWW.RADDIOS.COM/2218-ARTE (todos los martes desde las 2:00 pm, hora de
Caracas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario