En la búsqueda
de la felicidad, no importa cual, allanamos el camino hacia el objeto, el cual
va de la apetencia al acto de la satisfacción. Afirmamos, además, que todos podemos o
tenemos el derecho a tenerla, e incluso que estamos obligados a ello. Sencillamente porque lo valemos. Entonces nos preguntamos ¿somos un valor?
De este modo, establecemos una distinción
masificada, por ejemplo, ser original. Ahora todos queremos ser originales. No
queremos pertenecer a esa masa de seres cotidianos y normales, intentamos ser
lo que más destacamos, pero los otros también son originales y destacados.
Pertenecemos a una masa de seres originales, que compramos en lugares
originales, y nuestra felicidad es original.
En
esta búsqueda, aparentemente, todo se coloca al alcance de la mano; se pasa del
deseo sin mediación a la acción de poseer. La felicidad se vuelve instrumental.
Se feliz, no pienses como, solo lo tienes que disfrutar. Acción, acción, posesión,
posesión. Ese es el mecanismo. Que es,
en última instancia, lo importante.
¿Qué pasa
cuando esa mecánica de la felicidad falla o no da los resultados
anhelados? Cuándo esa búsqueda se
trastoca. Todo esto produce una frustración inevitable y perdurable, ya que ni todas las cosas que han
sido ofrecidas van a ser alcanzadas, ni van a producir, en muchos casos, la felicidad que se ha deseado. Siempre quedará el deseo
insatisfecho. Esta
insatisfacción trae aparejada consigo frustración y violencia. Muy común en la
actitud de las personas.
Por otra parte, como señala Marinas, se
considera que los deseos, mis deseos, son fuente de derechos. Desde mis deseos
yo establezco un supuesto estado de derecho, el cual debe ser cumplido para mi
satisfacción. Esto ha dado como resultado una cultura de la queja, una queja
personal y social. Ya que mis deseos no son satisfechos a mi conveniencia.
Ante la
continua insatisfacción, que se vuelve un círculo sobre sí mismo, el mercado de
la felicidad desarrolla una proliferación de deseos, imperiosos y efímeros para
mantener su dinamismo. Y captar más adeptos. Nuestras apetencias personales y
sociales se hacen fugaces, relativas a individuos cuyo status, sea cual sea,
envidiamos o nos hacen envidiar. El mercado de la felicidad nos saca de
nosotros mismos en este andar tras la felicidad.
La publicidad contribuye de gran manera.
Los avisos que ofrecen felicidad son en abundancia, y los hay para todos los
deseos y gustos. Tal publicidad recurre a modelos que producen envidia. Modelos
idílicos. Tales avisos son productores de apetencias
y establecen un mimetismo antojadizo de estereotipos, los cuales hay que poseer
para identificarse con esa felicidad publicitaria, por ejemplo, las citas de personas famosas
o los lugares bucólicos según el propósito de la publicidad. Lo que Umberto Eco
denomina un acercamiento mágico por participación.
La constante
apetencia sin medida es una pasión que nos puede conducir al resentimiento. Pues cuando hay siempre algo
que apetecer ésta engendra frustración, ya que el deseo nunca es satisfecho,
permanecemos permanentemente en una apetencia. Es el deseo vano puesto en el
deseo. Entramos en la desmesura del deseo. Este es la astucia de lo
publicitario, que se basa sólo en apetencias. Y cultiva la maquinaria de
los apetitos.
El mercado de la felicidad desarrolla un
culto a la apetencia, al deseo. No obstante, lo
importante de la apetencia y el capricho es que éstos se presentan como una
urgencia, que ha de ser resuelta inmediatamente. De allí su inestabilidad, ya
que nos conduce
por abismos superficiales y nos permite sumergirnos emocional en un charquito. Esto
se emparenta con la compra compulsiva. Asimismo buscamos compulsivamente la
felicidad.
Si la
felicidad está de moda la deseamos, si es la paz la buscamos compulsivamente.
Esta manera de actuar es la cristalización de deseos esbozados, y su éxito radica en solo
conforma anhelos embrionarios. Muchos abortados. De ahí que en esta mercadería
de la felicidad, los cazadores de tendencias andan al acecho. Por
su parte, las tendencias en tanto tendencias solo son deseos imprecisos,
borrosos con cierto espejismo de claridad.
Como dice
Marina, «esta moda de los deseos efímeros, intensos, urgentes y desechables ha
contagiado a nuestro mundo afectivo, que se ha fragilizado, porque incita a un
hedonismo inquieto y un poco escéptico». Ya que nuestro mundo afectivo, de las
pasiones se ha terminado por convertir en un algo efímero, urgente y
desechable. Todo puede ser desechado por un deseo más urgente. Un placer del
placer. Así saltamos de un aquí y un ahora a otro aquí y ahora placentero.
Estamos obsesionados por la paz, por la felicidad, la abundancia. Pero, solo
por el deseo vacío de éstas.
PD. Visita en
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de Caracas)
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