jueves, 9 de octubre de 2014

EL VÉRTIGO DE NUESTRAS PASIONES: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La contradicción es incita al sujeto. Ésta existe y es irremediable en nuestro pensar-hacer cotidiano. Por una parte, nos morimos de amor, de pena, de ganas, de miedo, de aburrimiento, incluso nos morimos de morirnos. Sin embargo, pese a esta eficacia de nuestras emociones la «anestesia afectiva», no sentir nada, nos da pavor. Nos gusta y disfrutamos el vértigo de nuestras pasiones. Por ello, en parte, vivimos en nuestro propio laberinto pasional.

En esta contradicción en que nos movemos y existimos alumbra y, a la vez, oscurece nuestras vidas. Aunque decimos que aspiramos a una paz, a una serenidad esto no parece ser  verdad. Ya que no aspiramos a ninguna tranquilidad beatífica. Queremos estar, a la vez, satisfechos e insatisfechos, ensimismados y alterados, en calma y en tensión. No nos quedamos quietos aunque deseamos reposar. He allí lo humano.

Por ello, no somos capaces de soportar la ausencia de estímulos y emociones por tiempo prolongado. Somos consumidores permanentes de emociones. No obstante, aunque entregados al estremecimiento nos da pánico estar siempre en ese estremecimiento. La rutina nos aburre incansablemente, pero la novedad constante nos asusta en su permanencia. Miramos constantemente a nuestro derredor para ver que nos llama la atención.

Estas contradicciones de nuestra vida afectiva nos llenan de perplejidad. No sabemos qué hacer con ellas. Nos encontramos tristes, alegres, deprimidos, furiosos, como si algo nos hubiese extraviado previamente. A veces, no sentimos lo que queremos sentir, y otras sentimos lo que no queremos. Queremos y no queremos.  

Somos recelosos cuando queremos ser confiados, deprimidos cuando alegres, asustados cuando valerosos. Ay de este pobre mono desnudo que somos. Nos angustian, por ejemplo, necios miedos que no tienen ni razón ni remedio, o padecemos dolores verdaderos por la ausencia de bienes falsos. Vivimos una vida verdadera en medio de falsedades, o una vida falsa en medio de verdades. A un lado la razón, al otro la emoción.

Nos quejamos de esta normal enajenación. No terminamos de saber ni de entender en cuál lado de la vida queremos vivir, si es en algún lado. Y siempre acabamos volviendo a nuestro laberinto pasional. No hace falta una comprensión afectiva de lo que nos pasa. Pero ¿para qué empeñarse en conocer los sentimientos? ¿Cuál es la meta y qué lo justifica?

Tal vez, porque parece que es lo único que nos interesa, si atendemos al discurso emotivista. Pero lo cierto es que parece una falsedad. Ya que la cuestión parece ir en dirección opuesta. No nos interesen nuestros sentimientos. Lo que sucede es nuestros sentimientos son lo que nos hace percibir lo interesante, eso que nos afecta. Son un medio para nuestras contradicciones, nos inducen al placer, al disfrute.

Todo lo demás nos resulta indiferente. De allí que a veces nuestro interés se revierte sobre nuestro propio sentir, sobre nuestro propio padecer; y se detiene en éste de manera perezosa. Entonces observamos nuestras palpitaciones afectivas con interés desmesurado, como si allí nos fuese la vida.

¿Qué hacemos con nuestros sentimientos? La ciencia de las enfermedades, esto es la patología, significa «ciencia de los afectos», ya que esto es lo que significa pathos en griego, de la cual derivamos la palabra afectos. Esto quiere decir que padecemos nuestros sentimientos. Éstos son fuerzas, bestias, demonios que desde todos lados nos atacan.

Nuestras emociones nos zarandean, nos hunden e inflaman. Hasta un sentimiento tan pacífico como la calma nos invade, y no nos damos cuenta. No elegimos nuestros amores, ni nuestros odios, ni las envidias. No obstante, nos identificamos con ellos como algo propio; las hacemos algo íntimo y espontáneo. Algo que nos pertenece y no queremos abandonar. Porque en ello nos va la vida. 

Tropezamos con la paradoja que es nuestra vida. En el centro de mi propia vida, de mi personalidad, en la pasión de mi pasión, habita un inventor de ocurrencias que me tiraniza como si fuera algo que me posee y es extraño a mí.

Lo que veo en mi entorno es una larga tarea teórica y práctica, para aprender a desaprender mis miedos, para aprender a amar y para no tomarme demasiado en serio, como dice Calamaro para tomarme hasta el pelo. Para reivindicarme como propiedad y crearme toda la belleza y la nobleza de la que no he prestado atención a las cosas; para arrepentirme de la miseria y del horror que es mi herencia nuestra. Entonces, ¿qué quedará de mí?

Tal vez, algo que no soy y que no me interesa defender. Si me quedo sin mis contradicciones, entonces ¿qué seré? O ¿qué llegaré a ser? Tal vez algún otro, un desconocido. Sin las contradicciones que me constituyen no soy nada. ¿Por qué tengo que renunciar a ellas? ¿En nombre de qué armonía beatífica? ¿En nombre de qué bienestar insípido y añejo?    


PD. Visita en facebook: Consultoría y Asesoría Filosófica Obed Delfín

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