La
contradicción es incita al sujeto. Ésta existe y es irremediable en nuestro
pensar-hacer cotidiano. Por una parte, nos morimos de amor, de pena, de ganas,
de miedo, de aburrimiento, incluso nos morimos de morirnos. Sin embargo, pese a
esta eficacia de nuestras emociones la «anestesia afectiva», no sentir nada,
nos da pavor. Nos gusta y disfrutamos el vértigo de nuestras pasiones. Por
ello, en parte, vivimos en nuestro propio laberinto pasional.
En esta
contradicción en que nos movemos y existimos alumbra y, a la vez, oscurece
nuestras vidas. Aunque decimos que aspiramos a una paz, a una serenidad esto no
parece ser verdad. Ya que no aspiramos a
ninguna tranquilidad beatífica. Queremos estar, a la vez, satisfechos e
insatisfechos, ensimismados y alterados, en calma y en tensión. No nos quedamos
quietos aunque deseamos reposar. He allí lo humano.
Por ello, no somos
capaces de soportar la ausencia de estímulos y emociones por tiempo prolongado.
Somos consumidores permanentes de emociones. No obstante, aunque entregados al
estremecimiento nos da pánico estar siempre en ese estremecimiento. La rutina
nos aburre incansablemente, pero la novedad constante nos asusta en su
permanencia. Miramos constantemente a nuestro derredor para ver que nos llama
la atención.
Estas
contradicciones de nuestra vida afectiva nos llenan de perplejidad. No sabemos
qué hacer con ellas. Nos encontramos tristes, alegres, deprimidos, furiosos,
como si algo nos hubiese extraviado previamente. A veces, no sentimos lo que
queremos sentir, y otras sentimos lo que no queremos. Queremos y no queremos.
Somos
recelosos cuando queremos ser confiados, deprimidos cuando alegres, asustados cuando
valerosos. Ay de este pobre mono desnudo que somos. Nos angustian, por ejemplo,
necios miedos que no tienen ni razón ni remedio, o padecemos dolores verdaderos
por la ausencia de bienes falsos. Vivimos una vida verdadera en medio de
falsedades, o una vida falsa en medio de verdades. A un lado la razón, al otro
la emoción.
Nos quejamos
de esta normal enajenación. No terminamos de saber ni de entender en cuál lado
de la vida queremos vivir, si es en algún lado. Y siempre acabamos volviendo a
nuestro laberinto pasional. No hace falta una comprensión afectiva de lo que
nos pasa. Pero ¿para qué empeñarse en conocer los sentimientos? ¿Cuál es la
meta y qué lo justifica?
Tal vez, porque
parece que es lo único que nos interesa, si atendemos al discurso emotivista. Pero
lo cierto es que parece una falsedad. Ya que la cuestión parece ir en dirección
opuesta. No nos interesen nuestros sentimientos. Lo que sucede es nuestros sentimientos
son lo que nos hace percibir lo interesante, eso que nos afecta. Son un medio
para nuestras contradicciones, nos inducen al placer, al disfrute.
Todo lo demás nos
resulta indiferente. De allí que a veces nuestro interés se revierte sobre
nuestro propio sentir, sobre nuestro propio padecer; y se detiene en éste de
manera perezosa. Entonces observamos nuestras palpitaciones afectivas con
interés desmesurado, como si allí nos fuese la vida.
¿Qué hacemos
con nuestros sentimientos? La ciencia de las enfermedades, esto es la
patología, significa «ciencia de los afectos», ya que esto es lo que significa pathos en griego, de la cual derivamos
la palabra afectos. Esto quiere decir que padecemos nuestros sentimientos.
Éstos son fuerzas, bestias, demonios que desde todos lados nos atacan.
Nuestras
emociones nos zarandean, nos hunden e inflaman. Hasta un sentimiento tan
pacífico como la calma nos invade, y no nos damos cuenta. No elegimos nuestros
amores, ni nuestros odios, ni las envidias. No obstante, nos identificamos con
ellos como algo propio; las hacemos algo íntimo y espontáneo. Algo que nos
pertenece y no queremos abandonar. Porque en ello nos va la vida.
Tropezamos con
la paradoja que es nuestra vida. En el centro de mi propia vida, de mi
personalidad, en la pasión de mi pasión, habita un inventor de ocurrencias que me
tiraniza como si fuera algo que me posee y es extraño a mí.
Lo que veo en
mi entorno es una larga tarea teórica y práctica, para aprender a desaprender
mis miedos, para aprender a amar y para no tomarme demasiado en serio, como
dice Calamaro para tomarme hasta el pelo. Para reivindicarme como propiedad y
crearme toda la belleza y la nobleza de la que no he prestado atención a las
cosas; para arrepentirme de la miseria y del horror que es mi herencia nuestra.
Entonces, ¿qué quedará de mí?
Tal vez, algo
que no soy y que no me interesa defender. Si me quedo sin mis contradicciones,
entonces ¿qué seré? O ¿qué llegaré a ser? Tal vez algún otro, un desconocido.
Sin las contradicciones que me constituyen no soy nada. ¿Por qué tengo que
renunciar a ellas? ¿En nombre de qué armonía beatífica? ¿En nombre de qué
bienestar insípido y añejo?
PD. Visita en
facebook: Consultoría y Asesoría Filosófica Obed Delfín
Escucha:
“Pasión y Razón” en www.arte958fm.com (todos los martes desde las 2:30 pm, hora
de Caracas)
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