La
razonabilidad de nuestras acciones en el entorno colectivo o comunitario son
las actitudes propias de nuestra ciudadanía, cuyas faltas deberían
avergonzarnos a quienes somos incapaces de adquirirlas o de transgredirlas. Así
como debiese avergonzarnos el incumplimiento de las normas de honradez, que se
presupone debemos tener en nuestras responsabilidades públicas y privadas.
Que en nuestro
entorno social prolifere la corrupción y la desfachatez sin que nos
avergoncemos de serlo ni de hacerlo es muestra de nuestros desvaríos; éstos
ponen de relieve que algo falla en nuestro carácter personal y social. Por los
cuales no logramos forjar ningún carácter ciudadano, en el que han desaparecido
las emociones sociales de la vergüenza y la culpa.
Hay que distinguir,
nos dice Victoria Camp, entre las
«sociedades de la vergüenza» y las «sociedades de la culpa». En estas últimas, los
ciudadanos interiorizan las normas y se sienten culpables cuando dejan de
cumplirlas. En las sociedades de la vergüenza, por el contrario, todo está exteriorizado, los ciudadanos evitan ser sancionados externamente por lo que hacen
mal; de este modo, evaden que su honor o su buen nombre sea mancillado.
Las sociedades de la vergüenza, aparentemente, parecen más primitivas que aquellas en la que los ciudadanos
han conseguido interiorizar las normas y sentirse culpables si las transgreden.
La sociedad de
la vergüenza parece que tiene poco que ver con una sociedad decente. Por qué.
En primer término, si una sociedad causa
que los individuos se sientan avergonzados — o humillados— por su origen familiar, su religión, su etnia, o por su identidad,
entonces podemos
considerar que esa sociedad no es decente. En segundo lugar, una sociedad es
decente si hace que un individuo se avergüence por ser criminal, o hace que el hijo de un criminal se avergüence de las acciones
criminales de su padre. La sociedad no será decente, si no consigue que el hijo se avergüence
de la postura criminal del padre.
Nos preguntamos
por los sentimientos de vergüenza y de culpa de nuestras comunidades, muchas
veces los vinculamos a la pérdida de estima o a la imposibilidad de lograr ésta.
Muchas veces los adjudicamos a los sentimientos de frustración permanente, que
nos lleva a estados de desvergüenza, de acoso sobre el otro.
Llegados a
este punto, debemos distinguir entre la «vergüenza natural» y la «vergüenza
moral». La
primera es involuntaria, ésta es dada, primero, por la
incapacidad de ejercitar ciertas virtudes; segundo, por no disponer de bienes
que todos debiésemos tener, lo cual nos impide lo que quisiéramos hacer o
lograr lo que aspiramos.
La vergüenza moral, por su parte, es la
que sentimos cuando vemos en nosotros mismos la falta de virtudes morales que
deberíamos haber adquirido. Ambas vergüenzas
disminuyen nuestra estima, aunque como apreciamos por razones distintas.
En la vergüenza
natural, el defecto no depende de nosotros. En la vergüenza moral sí depende de
nosotros, está en nuestra potestad. En esto radica su diferencia. De allí que la vergüenza aparece en
el ámbito del bien. La culpa, por su parte, en relación con la
justicia. El sentimiento de culpa aparece porque alguna norma o relación de
confianza ha sido vulnerada. Lo que
provoca vergüenza en el sujeto es que éste ve mermados sus propios valores
morales.
La vergüenza
natural debiera desaparecer en una sociedad equitativa, pues ya no se dan las
condiciones para sentirla. Es propio, entonces, de las sociedades no
equitativas la presencia de la vergüenza natural. La vergüenza moral y la culpa, por el
contrario, son necesarias y constructivas en una sociedad decente. Puesto que en ésta se fundan criterios más o menos explícitos como el
del respeto mutuo y la reciprocidad; imprescindibles para que no prevalezcan
los comportamientos antisociales.
En nuestro
comportamiento desvergonzado, la libertad la hemos separado de la
responsabilidad. Hemos convertido la libertad —nuestra libertad— en el valor supremo. Sin
embargo, no hemos hecho lo mismo con la responsabilidad, con nuestra
responsabilidad. A ésta la obviamos porque sin responsabilidad es más fácil
vivir.
Bien sabemos
que no puede haber una sociedad que descanse sólo en la libertad, y mucho menos
cuando ésta se ha convertido en algo vacuo. Porque la libertad no es el único valor de la sociedad. Además, existen otros valores sociales cuyo
reconocimiento efectivo y teórico limitan la libertad.
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