Esta
preferencia por el comportamiento competitivo que nos ha sido impuesta desde
fuera; que era, en alguno caso todavía sigue siendo, el ideal en las empresas,
las escuelas, esto es, de todo el hacer de la vida, ha dado al traste con la
idea de una vida en cooperación, de una vida en sinergia. Pues, como todos
sabemos, ha alimentado un exuberante individualismo enfermizo sustentado por
antidepresivos y ansiolíticos.
Se pensó y se piensa que la competencia es
una de las principales manifestaciones de las
tendencias autoafirmativas del sujeto y de nuestra sociedad. Sin embargo, la
competencia nos lleva a desarrollar y permanecer en un comportamiento basado
únicamente en la agresividad y la competitividad contra el otro. Porque en eso
se basa la competencia «en ir contra el otro». Lo que a la larga hace imposible
nuestra vida personal y social.
Puesto que, hasta los individuos más
ambiciosos y competitivos tienen, en un momento dado, la necesidad de apoyo
moral; de comprensión racional-emocional; de contacto humano y de momentos de
una espontaneidad despreocupada y de reposo. Necesitan dejar estar alerta.
Porque la permanente tensión personal y social produce mucho desgaste físico y
mental. El permanente estado de tensión excluye el ensimismamiento, que es
necesario para la reflexión.
En este estado de distorsión, me refiero
al estado permanente de competitividad, a menudo se obliga a las mujeres, en
particular tomadas como objeto de uso, a satisfacer las necesidades de apoyo, comprensión, de contacto humano. En este
universo, son
las secretarias, las recepcionistas, las anfitrionas, las enfermeras, las amas
de casa… quienes realizan los servicios
que facilitan la vida del hombre competitivo, así mismo a las mujeres
competitivas. Les crean la atmósfera que necesitan para tener éxito en su
empresa.
Éstas, como señala Capra, dan el apoyo moral a sus jefes y les preparan café; ayudan a limar asperezas en
la oficina, son las primeras en recibir a las visitas y entretenerlas con su
amena charla. Las mujeres proporcionan la mayor parte
del contacto humano, hacen el café o el té, ofrecen galletitas mientras se discuten asuntos
propios de la competitividad.
Todos estos servicios de apoyo corresponden
a una actividad femenina, concebida de nivel inferior. Por el
contrario, la actividad competitiva y, supuestamente, autoafirmante es superior
en la escala de nuestros valores sociales. Así aquellas o aquellos que realizan
la actividad de apoyo ganan menos dinero, pues su valor es menor. Esto mismo lo
vemos como un espejo en las actividades de terapeutas, de autoayudas, coaching,
conferencistas motivacionales…
De allí que la estrategia por las
propiedades cuantificables de la competitividad ha tenido gran éxito. Y estemos
rodeados por auras e impulsos del éxito, de la abundancia, del bienestar; todas
concebidas como la competencia y el triunfo sobre la normalidad; todos ansiamos
ser distintos, no pertenecer a lo colectivo. Ser individualidades destacadas,
hacia ese pedestal nos dirige toda la verborrea triunfalista de una terapéutica
competitiva e individualista.
No obstante, como señala R.D. Laing:
«Desaparece la vista, el oído, el sabor, el tacto y el olfato y junto con ellos
se van también la estética y el sentido ético, los valores, la calidad y la
forma, esto es, todos los sentimientos, los motivos, el alma, la conciencia y
el espíritu. Las experiencias de esta índole han sido desterradas del reino del
discurso científico».
La obsesión competitiva, por las medidas y
cantidades, ha sido el factor determinante de muchas vidas desgraciadas, al
verse asimismo como unos derrotados no importando cuántos libros de autoayuda
se hayan podido leer o a cursos hayan asistido. El sentido de la autoafirmación
competitiva es ilusorio, y pasa factura irremediablemente.
La competitividad hace que la razón se
escinda de la emoción, hace que la primera aparezca como más cierta que la segunda.
Llega a la conclusión de que ambas cosas son entes separados y distintos. Por
consiguiente, se afirma que la razón no incluye la emoción. Esta distinción razón y emoción, como excluyentes
entre sí, ha calado hondo en el hacer de la gente que se decide por ser
competitiva. Ya que nos enseñado a pensar en nosotros mismos como «egos aislados»
dentro de nuestro «cuerpo social» que nos estorba.
Nos ha hecho conceder más valor al trabajo
intelectual que al manual; la razón sobre la emoción; la mente sobre el cuerpo.
La industria no vende intelectualidad. Vende al público productos que le darán
un cuerpo ideal, vende emociones y experiencias placenteras. Promociona el
gasto no la inversión en el sujeto. Impide considerar las dimensiones
psicológicas del sujeto, sólo es considerado un objeto de placer, el cuerpo sin
mente ocupado en una belleza que parece real. Todo esto en aras de la
competitividad y del éxito.
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Asesoría Filosófica Obed Delfín
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de Caracas)
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