martes, 9 de septiembre de 2014

DEL COMPORTAMIENTO COMPETITIVO A LA DESTRUCCIÓN DEL SUJETO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Esta preferencia por el comportamiento competitivo que nos ha sido impuesta desde fuera; que era, en alguno caso todavía sigue siendo, el ideal en las empresas, las escuelas, esto es, de todo el hacer de la vida, ha dado al traste con la idea de una vida en cooperación, de una vida en sinergia. Pues, como todos sabemos, ha alimentado un exuberante individualismo enfermizo sustentado por antidepresivos y ansiolíticos.    

Se pensó y se piensa que la competencia es una de las principales manifestaciones de las tendencias autoafirmativas del sujeto y de nuestra sociedad. Sin embargo, la competencia nos lleva a desarrollar y permanecer en un comportamiento basado únicamente en la agresividad y la competitividad contra el otro. Porque en eso se basa la competencia «en ir contra el otro». Lo que a la larga hace imposible nuestra vida personal y social.

Puesto que, hasta los individuos más ambiciosos y competitivos tienen, en un momento dado, la necesidad de apoyo moral; de comprensión racional-emocional; de contacto humano y de momentos de una espontaneidad despreocupada y de reposo. Necesitan dejar estar alerta. Porque la permanente tensión personal y social produce mucho desgaste físico y mental. El permanente estado de tensión excluye el ensimismamiento, que es necesario para la reflexión.   

En este estado de distorsión, me refiero al estado permanente de competitividad, a menudo se obliga a las mujeres, en particular tomadas como objeto de uso, a satisfacer las necesidades de apoyo, comprensión, de contacto humano. En este universo, son las secretarias, las recepcionistas, las anfitrionas, las enfermeras, las amas de casa…  quienes realizan los servicios que facilitan la vida del hombre competitivo, así mismo a las mujeres competitivas. Les crean la atmósfera que necesitan para tener éxito en su empresa.

Éstas, como señala Capra, dan el apoyo moral a sus jefes y les preparan café; ayudan a limar asperezas en la oficina, son las primeras en recibir a las visitas y entretenerlas con su amena charla. Las mujeres proporcionan la mayor parte del contacto humano, hacen el café o el té, ofrecen galletitas mientras se discuten asuntos propios de la competitividad.

Todos estos servicios de apoyo corresponden a una actividad femenina, concebida de nivel inferior. Por el contrario, la actividad competitiva y, supuestamente, autoafirmante es superior en la escala de nuestros valores sociales. Así aquellas o aquellos que realizan la actividad de apoyo ganan menos dinero, pues su valor es menor. Esto mismo lo vemos como un espejo en las actividades de terapeutas, de autoayudas, coaching, conferencistas motivacionales…

De allí que la estrategia por las propiedades cuantificables de la competitividad ha tenido gran éxito. Y estemos rodeados por auras e impulsos del éxito, de la abundancia, del bienestar; todas concebidas como la competencia y el triunfo sobre la normalidad; todos ansiamos ser distintos, no pertenecer a lo colectivo. Ser individualidades destacadas, hacia ese pedestal nos dirige toda la verborrea triunfalista de una terapéutica competitiva e individualista.  

No obstante, como señala R.D. Laing: «Desaparece la vista, el oído, el sabor, el tacto y el olfato y junto con ellos se van también la estética y el sentido ético, los valores, la calidad y la forma, esto es, todos los sentimientos, los motivos, el alma, la conciencia y el espíritu. Las experiencias de esta índole han sido desterradas del reino del discurso científico».

La obsesión competitiva, por las medidas y cantidades, ha sido el factor determinante de muchas vidas desgraciadas, al verse asimismo como unos derrotados no importando cuántos libros de autoayuda se hayan podido leer o a cursos hayan asistido. El sentido de la autoafirmación competitiva es ilusorio, y pasa factura irremediablemente. 

La competitividad hace que la razón se escinda de la emoción, hace que la primera aparezca como más cierta que la segunda. Llega a la conclusión de que ambas cosas son entes separados y distintos. Por consiguiente, se afirma que la razón no incluye la emoción. Esta  distinción razón y emoción, como excluyentes entre sí, ha calado hondo en el hacer de la gente que se decide por ser competitiva. Ya que nos enseñado a pensar en nosotros mismos como «egos aislados» dentro de nuestro «cuerpo social» que nos estorba.   

Nos ha hecho conceder más valor al trabajo intelectual que al manual; la razón sobre la emoción; la mente sobre el cuerpo. La industria no vende intelectualidad. Vende al público productos que le darán un cuerpo ideal, vende emociones y experiencias placenteras. Promociona el gasto no la inversión en el sujeto. Impide considerar las dimensiones psicológicas del sujeto, sólo es considerado un objeto de placer, el cuerpo sin mente ocupado en una belleza que parece real. Todo esto en aras de la competitividad y del éxito.   



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