Conocido es el
estudio realizado por Solomon Asch, en el cual muestra la solidaridad
automática que, en muchos casos, desarrollamos ante la opinión del grupo al que
pertenecemos, o con el cual estamos involucrados en algún ámbito de nuestra
vida. Lo solidaridad, en tal caso, se da por diversos aspectos; en todo caso
nos integra y nos hace participar de lo social. Es una forma natural de ser
social, lo que hasta un cierto límite es aceptable.
En este
proceso de solidaridad puede estar presente nuestra identidad social, a la cual
no queremos renunciar; e incluso puede estar, de por medio, nuestro temor al
aislamiento social. En uno u otro caso, dejamos por fuera otros muchos,
cambiamos nuestras decisiones, pensamientos y comportamientos para permanecer o
formar parte de un determinado grupo social; éste puede ser de cualquier
índole, por ejemplo, laboral, escolar, de afición a un deporte… Con ello,
formamos parte y somos parte de ese grupo en el que queremos estar.
Indudablemente,
aquí tenemos en mente casos donde nuestra opinión se ajusta por conveniencia a
un determinado grupo social, y en eso consiste a grandes rasgos el «síndrome de
Solomon». Casos donde nuestras identidades corren riesgo de no amoldarse a un
tal grupo, o donde modificamos nuestra opinión para no ir a contra corriente de
la opinión de los demás; para no ser un salmón recordando a Calamaro.
La
situación parece muy sencilla, y podemos decir «no tengo nada que perder, para
que voy a llevarle la contraria a los demás», «esto es parta salir del paso». Y
es cierto, muchas veces preferimos darle la opinión o coincidir con el otro
para no entrar en un conflicto banal. Algo así como cuando en una reunión nos
toca un borracho o alguien impertinente, allí preferimos salir del paso
dándoles la razón; en este caso tenemos una actitud prudente, que muchas veces
es recomendable.
No
obstante, en otros casos la situación no es la descrita en el párrafo anterior,
es decir, no asumimos una actitud para salir del paso. Sino que nos mimetizamos
en las opiniones o comportamientos de los otros; porque queremos ser parte de
ese grupo o no queremos ser rechazados por tal grupo o persona. Acá nos es una
cuestión de actitud prudente, sino de abandono de nosotros mismos.
Este
abandono de nosotros mismos, no es una acción pensada o deliberadamente
elegida. Nos vemos forzados a ella. Causas externas e internas nos conducen a
esta situación; que no elegimos sino, que cuando nos damos cuenta, nos
encontramos en ella. Y muchas veces tampoco nos damos cuenta que estamos en
ella, porque nuestros sentidos, nuestro pensar ya no nos pertenecen. Nos hemos
enajenados en el otro.
Esto
comienza cuando nos dejamos influir y arrastrar, permanentemente, por el ser y
hacer de los demás. No oponemos resistencia a lo externo, porque no hemos
desarrollo fuerzas para ello. Así nos vamos entregando, cada día, al abandono
de nuestro pensar-hacer. Muchas veces esto es algo tan natural en nosotros que
logramos percibir esta situación, hasta que algo en ella se hace insoportable a
nuestra condición humana y entramos en un vértigo existencial.
En otras
situaciones, llegamos a saber claramente que estamos entregando nuestro
pensar-hacer; y lo hacemos por miedo a equivocarnos ante los demás, a hacer el
ridículo o ser el elemento discordante del grupo. Somos, en estos casos,
blandengues con nosotros mismos, cobardes a la hora de tomar una posición
personal y nos dejamos arrastrar la
opinión del grupo. No sabemos distinguir entre asumir una posición personal y
el miedo a quedarnos aislados. A la larga, mantener una posición vertical sobre
nuestras convicciones nos genera el respeto de los demás; esto no quiere decir
que debemos ser unos tozudos.
El hecho de
defender nuestras convicciones, nuestros juicios entendiendo que éstos son
nuestras interpretaciones del mundo; y estar abiertos a aceptar las
interpretaciones de los demás, nos permite entender que somos seres interpretados.
Que estamos condicionados por y en
nuestras relaciones con los otros. Que no somos seres únicos y originales. Que,
por el contrario, somos compendios, palimpsestos de otros y de nosotros mismos.
Que somos, a la vez, seres individuales y seres sociales. Que nuestra libertad
se da en medio de circunstancias y entre condiciones prácticas de la vida
cotidiana. Esto nos lleva a decidir nuestro propio camino en medio de acciones
prácticas que configuran nuestra vida.
Lo que no
podemos permitir es que otro tome las decisiones que nos corresponde a nosotros
tomar. O que otro determine nuestro comportamiento, o que adoptemos
comportamientos que no son nuestros arrastrados por miedos y temores a lo
social. Porque terminaremos siendo «otro ladrillo en la pared» como decía la
canción de Pink Floyd.
PD. En
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