Se dice que
padecemos el «síndrome de Solomon» cuando nuestras decisiones o comportamientos
las asumimos con el objeto de no sobresalir en algunos de los grupos social a los
cuales pertenecemos. Asimismo, cuando plegamos nuestras decisiones a una
mayoría con el fin de permanecer en el mismo rol que ésta, ya que es la gente
con que compartimos a diario.
Estas cosas,
muchas veces, las hacemos de forma inconsciente. Otras veces, tenemos miedo de llamar
la atención o de triunfar, ya que pensamos que tales logros pueden molestar a
los otros. O que tales logros nos distancien de esas personas con las cuales
tenemos relaciones. Ya que nos exponemos, abiertamente, a ser excluidos de un
grupo particular de amigos; esto nos
hace vulnerables y nos hace sentir desvalidos. De allí que nos apeguemos en esa
solidaridad grupal.
En este
sentido, hay que estar atento con el «síndrome de Solomon», ya que revela una
parte de nuestra condición humana que es importante. Por una parte, nos revela que
podemos tener unos niveles bajos de estima y confianza en nosotros mismos; al creer
que nuestro valor, como persona, depende de cuánto nos valoren los otros; de
allí nuestro empeño por mantenernos y mimetizarnos con nuestro grupo.
Dependemos, en primera instancia, de la opinión del grupo y no de nuestra
propia opinión. Nos importa más la opinión de los otros que la nuestra.
Por otra, el
«síndrome de Solomon» nos hace ver que formamos parte indisoluble de unas
comunidades, las cuales pueden ser egoístas y no toleran el talento y el éxito de
quienes a ella pertenecen. En este caso, es necesario revisar la relación que
se mantiene con esa comunidad o grupo, ya que éste puede ser un grupo o una comunidad
castradora, e incluso «tóxica». Se fundan en un egoísmo perverso, y como todo
grupo o comunidad está constituida por personas; tales personas tienen, como
diría Bachelard, un «simplejo» que les impide alcanzar metas favorables, por lo
cual impiden que cualquier otro las alcancen. Son estas personas a las cuales
les molesta que a cualquier otro le «vaya bien en su vida».
Una conducta
de este tipo está signada por la envidia. Que provoca, en quien la padece, un
sentimiento de desdicha al ver que a los otros le va bien. En la envidia se
anida ese deseo de algo que no poseemos; entonces nos planteamos que esa otra
persona tiene ese algo que nosotros anhelamos y no tenemos. Es una pasión
intensa. Y aunque ésta nos revela nuestra carencia, no la vemos. Si no que
anhelamos lo que el otro tiene, pero no podemos obtener lo que ese otro posee
debido a nuestra carencia. Nos convertimos en un depredador. Con la
consecuencia que, sin darnos cuenta, nos vamos sintiendo menos porque,
aparentemente, los otros tienen más que nosotros. De acá nuestro «simplejo» de
inferioridad.
La envidia nos
impide ver que es lo que tenemos, cuáles son nuestras fortalezas y cuáles son
nuestras virtudes en nuestro pensar-hacer. Por la pasión de la envidia no vemos
ni nuestra alegría ni la ajena; este sentimiento se convierte en un bucle, en
el cual solo convivimos en nuestra frustración. Reconocerse como envidioso es
muy difícil, requiere mucha valentía y ésta es una fortaleza que la envidia
misma impide ver. Además, la envidia es prolífica en imaginar motivos para
criticar y anhelar lo que el otro posee. Indudablemente, la envidia es una
pasión tóxica.
Para superar
ese estado de baja estima y poca confianza en nosotros se hace necesario la
reflexión sobre nosotros mismos, esto es, atender a lo que somos. Es lo que en
otros artículos he denominado atender al «cuidado de nosotros mismos», que
conlleva en sí el conocernos a nosotros. Se dice fácil, pero no lo es; porque
todo pensar sobre nosotros requiere dedicación, y si tenemos poca estima, ¿cómo
podemos dedicarnos cuidado a nosotros mismos? En este caso, tenemos la
alternativa de buscar ayuda.
No obstante,
la reflexión personal es necesaria, para comprender que la opinión de los demás
no puede estar sobre nuestra opinión de nosotros mismos. Debemos entender que
aun cuando de la opinión de los otros nos perturbe, nuestra opinión es más
importante. Porque somos nosotros quienes nos pertenecemos como personas. Esto
debe ser un imperativo, tal como Kant indicaba los imperativos categóricos.
Cuando nuestra
opinión se hace más importante que la de los demás, terminamos por reconocer
que somos una fortaleza. Que tenemos valores que nos constituyen y conforman
nuestro pensar-hacer cotidiano. Comenzamos a gustar del bien ajeno, lo
admiramos y aprendemos de las virtudes que hicieron posible ese éxito. Ahora codiciamos
nuestras metas, nuestros objetivos. Admiramos eso que nos conforma, cultivamos
nuestra persona como un bien propio.
Convertimos
una pasión, que puede no ser favorable a nuestros fines o que los perturba, en
un instrumento de análisis que nos ayuda a ver nuestros talentos que tenemos
por desarrollar. En vez de tener actitudes y comportamientos no comprometidos,
nos asumimos como sujetos de nuestro hacer; asumimos actitudes y compromisos
que nos permiten construir adecuadamente nuestras relaciones interpersonales, y
nuestras relaciones con nosotros mismos. De este modo, podemos participar en
nuestro hacer personal y comunitario de manera más comprometida con nosotros.
PD. En
facebook: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA OBED DELFÍN
Escucha:
“PASIÓN Y RAZÓN” por WWW.ARTE958FM.COM y
WWW.RADDIOS.COM/2218-ARTE (todos los martes desde las 2:00 pm, hora de
Caracas)
No hay comentarios:
Publicar un comentario