jueves, 15 de octubre de 2015

DE LA CIUDAD DE LOS INMORTALES AL MERCADO DE LA FELICIDAD: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

En la búsqueda emprendida por Joseph Cartaphilus de Esmirna para encontrar la ciudad de los inmortales, según nos narra Borges en «El Inmortal», este anticuario encontró a un troglodita “echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mí propósito”. No sabe, por supuesto, el anticuario quien es este troglodita al cual pone el nombre de Argos, y quien está perdido en las brumas del tiempo. 

            Después de recorrer aquella entraña ciudad de los inmortales, deshabitada por demás. No dice: “Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa”. Cuando estamos perdidos en el tiempo ocurre que algún hecho, en este caso la lluvia, nos trae a nuestro presente.

Y bajo aquella lluvia “Argos, le grité, Argos. Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises”. En ese momento, “todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales;… juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico”. Y aquel a quien Joseph Cartaphilus había puesto por nombre Argos era Homero, el divino.

            Y ante este develamiento nos dice Borges. “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal” Pero ser inmortal contiene en sí el abandono. Si Heidegger planteo el ser para la muerte como todo proyecto posible para el sujeto, por saberse éste finito. La inmortalidad es la desmesura del tiempo, entonces que importa cuándo hacerlo. 

Por lo que, “adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez”. La inmortalidad para el sujeto es el abandono de toda posibilidad. De todo proyecto.

Ya que la vida, la vida finita, es ante todo la conciencia de la desgracia y nuestra compensación. Asimismo es la felicidad, la conciencia de nuestra desgracia y nuestra compensación; por ello la buscamos. Y si la encontramos se nos diluye entre las manos. Nos resulta inatrapable. Pero por eso mismo siempre estamos en el proyecto de alcanzarla. El logro y permanencia en la felicidad se convierte en un paraíso de ficciones, en el que se complace tanta gente a la que la vida ha defraudado.

La vida es la conciencia de la pérdida de la gracia. No obstante, esta misma conciencia es la permanente búsqueda, lucha por alcanzar una felicidad. En esta búsqueda manifestamos la situación de quien se ha perdido a sí mismo. De quien puede decir yo y asumir su pensar-hacer. En el mercado de la felicidad, la búsqueda de ésta se convierte en una desgracia, porque sirve para el mercado, para la producción, no para el disfrute sin compromiso. 

Perdidos en este tiempo del desamparo, la vida no tiene por objeto ensueños. La vida exige ser interrogada, realizada. Al mundo hay que ganárselo; ya que ninguno de nosotros nos lo es dado. Tenemos que construirlo y reconstruirlo permanentemente. No hay un llegar, no existen puertos; éstos solo sirven para abastecernos y volver a zarpar. Porque la felicidad si la llegásemos a lograr y retener sería nuestra pérdida como proyecto de vida.     

En estos tiempos, en los cuales buscamos o pregonamos tanto la felicidad es porque vivimos en una época de infelicidad y desventura. Sin embargo, no es para detenerse. Pues la vida es sentimiento y experiencia, esto es, renovación de nosotros mismos. Para vivir hay que crear, producir la necesidad, el fin, los medios, los obstáculos. Ésta siempre depende de la búsqueda, no de la felicidad. El sujeto se aburre hasta de ser feliz e allí una de sus desgracias, nada termina por satisfacernos.    

La vida tiene un objetivo y ella misma es su objetivo, vivir. Es en nuestro hacer donde desplegamos la posibilidad de la felicidad. De este modo, el verdadero sujeto busca la vida durante toda su vida. Porque ésta es experiencia y búsqueda; una búsqueda no determinada. Y a veces pasamos toda la vida ignorando esto. Por ello, en última instancia parecer ser que somos según aquello que vivimos.

Ahora bien, ¿de dónde proviene lo que vivimos? De las posibilidades de nosotros mismos, al ir descubriendo y afirmando nuestro pensar-hacer. En este sentido, todo hacer y pensar nos transforma; toda acción realizada por nosotros es acción sobre nosotros mismos. Aniquilación de nosotros que produce, a la vez, la permanencia del anhelo de la felicidad.


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