En la búsqueda
emprendida por Joseph Cartaphilus de Esmirna para encontrar la ciudad de los
inmortales, según nos narra Borges en «El Inmortal», este anticuario encontró a
un troglodita “echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava,
dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de
la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mí propósito”. No sabe, por
supuesto, el anticuario quien es este troglodita al cual pone el nombre de
Argos, y quien está perdido en las brumas del tiempo.
Después
de recorrer aquella entraña ciudad de los inmortales, deshabitada por demás. No
dice: “Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de
un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o
de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los
años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con
lentitud poderosa”. Cuando estamos perdidos en el tiempo ocurre que algún hecho,
en este caso la lluvia, nos trae a nuestro presente.
Y bajo aquella
lluvia “Argos, le grité, Argos. Entonces, con mansa admiración, como si
descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas
palabras: Argos, perro de Ulises”. En ese momento, “todo me fue dilucidado,
aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales;… juzgando que toda empresa es
vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron
la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no
percibían el mundo físico”. Y aquel a quien Joseph Cartaphilus había puesto por
nombre Argos era Homero, el divino.
Y
ante este develamiento nos dice Borges. “Ser inmortal es baladí; menos el
hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo
terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal” Pero ser inmortal contiene en
sí el abandono. Si Heidegger planteo el ser para la muerte como todo proyecto
posible para el sujeto, por saberse éste finito. La inmortalidad es la
desmesura del tiempo, entonces que importa cuándo hacerlo.
Por lo que, “adoctrinada
por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la
perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito
le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes,
todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus
infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras
pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se
corrigen el ingenio y la estolidez”. La inmortalidad para el sujeto es el
abandono de toda posibilidad. De todo proyecto.
Ya que la
vida, la vida finita, es ante todo la conciencia de la desgracia y nuestra
compensación. Asimismo es la felicidad, la conciencia de nuestra desgracia y
nuestra compensación; por ello la buscamos. Y si la encontramos se nos diluye
entre las manos. Nos resulta inatrapable. Pero por eso mismo siempre estamos en
el proyecto de alcanzarla. El logro y permanencia en la felicidad se convierte
en un paraíso de ficciones, en el que se complace tanta gente a la que la vida ha
defraudado.
La vida es la
conciencia de la pérdida de la gracia. No obstante, esta misma conciencia es la
permanente búsqueda, lucha por alcanzar una felicidad. En esta búsqueda manifestamos
la situación de quien se ha perdido a sí mismo. De quien puede decir yo y asumir
su pensar-hacer. En el mercado de la felicidad, la búsqueda de ésta se
convierte en una desgracia, porque sirve para el mercado, para la producción,
no para el disfrute sin compromiso.
Perdidos en
este tiempo del desamparo, la vida no tiene por objeto ensueños. La vida exige
ser interrogada, realizada. Al mundo hay que ganárselo; ya que ninguno de
nosotros nos lo es dado. Tenemos que construirlo y reconstruirlo
permanentemente. No hay un llegar, no existen puertos; éstos solo sirven para
abastecernos y volver a zarpar. Porque la felicidad si la llegásemos a lograr y
retener sería nuestra pérdida como proyecto de vida.
En estos
tiempos, en los cuales buscamos o pregonamos tanto la felicidad es porque
vivimos en una época de infelicidad y desventura. Sin embargo, no es para
detenerse. Pues la vida es sentimiento y experiencia, esto es, renovación de
nosotros mismos. Para vivir hay que crear, producir la necesidad, el fin, los
medios, los obstáculos. Ésta siempre depende de la búsqueda, no de la felicidad.
El sujeto se aburre hasta de ser feliz e allí una de sus desgracias, nada
termina por satisfacernos.
La vida tiene
un objetivo y ella misma es su objetivo, vivir. Es en nuestro hacer donde desplegamos
la posibilidad de la felicidad. De este modo, el verdadero sujeto busca la vida
durante toda su vida. Porque ésta es experiencia y búsqueda; una búsqueda no
determinada. Y a veces pasamos toda la vida ignorando esto. Por ello, en última
instancia parecer ser que somos según aquello que vivimos.
Ahora bien, ¿de
dónde proviene lo que vivimos? De las posibilidades de nosotros mismos, al ir
descubriendo y afirmando nuestro pensar-hacer. En este sentido, todo hacer y
pensar nos transforma; toda acción realizada por nosotros es acción sobre nosotros
mismos. Aniquilación de nosotros que produce, a la vez, la permanencia del
anhelo de la felicidad.
PD. Facebook:
consultoría y asesoría filosófica Obed Delfín
Twitter:
@obeddelfin
Youtube: Obed Delfín
Pinterest: https://www.pinterest.com/obeddelfin
No hay comentarios:
Publicar un comentario