Hablar de los
otros es hablar de pluriculturalidades. Es plantear inter-espacios de derechos
y de deberes compartidos. Es hablar de condiciones de justicia e igualdad, de
integraciones en la que cada persona, en particular, pueda oponerse a la
asimilación que, muchas veces, encierra la propia integración. De este modo, el
discurso acerca del otro es más complejo que un mero mentar. Todo discurso
sobre el otro es insuficiente, porque tiende a reducirlo a una identidad.
En la relación
con el otro sería más adecuado hablar de construir una relación integrada e
integradora, y no tanto de integración. Esto implica redefinir nuestras
relaciones sociales, es decir, redefinir el modo en que convivimos y en el que
queremos convivir con los demás.
Adquirimos la
plena relación con el otro, cuando tenemos el derecho de acceder a su legado
cultural y cuando permitimos que incida
y modele nuestra cultura. En esta relación, se difuminan en nosotros sus bienes
culturales al proporcionarnos sus conocimientos culturales. De este modo, en la
relación planteada se asegura que cada persona ejerza esa construcción con
libertad, responsabilidad y autonomía. Cada uno de nosotros puede conducir su
cultura y su vida con especial respeto a la cultural del otro.
En este
sentido, cada uno de nosotros es un sujeto de encuentro en el marco de una
pluriculturalidad. Desde ese momento, empezamos a vislumbrarnos como sujetos de
reflexión, como individuos de adquisición de culturas y de entornos centrados
en los otros. Pasamos a ser sujetos de intercambio cultural en el contexto de
una interculturalidad permanente, más que ser un mero sujeto de recreación.
Poseemos un patrimonio
cultural que es de todos, y de cual todos podemos y debemos participar. Lo que
necesitamos es promocionar, gestionar y compartir ese patrimonio que somos. Es importante
tener esto en cuenta en las sociedades pluriculturales, donde «la identidad» se
esgrime como elemento diferenciador y, muchas veces, excluyente. Ya no somos
una identidad. Somos identidades porque pertenecemos a diversos contextos, y en
éstos configuramos una unidad múltiple de identidades. Las identidades, además,
se construyen con el roce social.
Ante la
ausencia del roce desarrollamos unos modos de asociacionismo, que funciona a
modo de sucedáneo de ese roce, eso lo apreciamos en las redes social de
internet. Donde se desarrolla un acompañamiento virtual,
que supone un campo de sustitución. No obstante, hemos de reconocer que, en la
práctica social, estas asociaciones no tienen los medios necesarios para cohesionar
de manera clara a las personas, porque muchas se escudan en fotos y nombres
falsos. Ocultan su identidad, ocultan su patrimonio, ocultan su personalidad.
Ni siquiera podemos saber si realmente existen en tanto personas. De allí que
los asuntos cotidianos quedan afectados por estas incertidumbres.
Plantearse la
participación con el otro significa, en primer lugar, atender a nuestra integración
y a nuestros vínculos sociales; ya que éstos presiden nuestras relaciones
mutuas, y el grado de nuestras articulaciones sociales y culturales.
Consideramos que podemos ser sujetos capaces de propiciar las relaciones interculturales
y ser multiplicadores de la social.
De este modo,
podemos contribuir a la tolerancia, al fomento y al respeto por la diversidad.
Nos convertimos en sujetos de aprendizaje interdisciplinario, multidisciplinario
e intercultural. Por eso nuestro interés, en tanto sujeto social, debe estar centrado
en los saberes culturales que podemos intercambiar. Saberes son el resultado de
nuestras necesidades culturales. Si partimos de este enfoque podemos conseguir
llegar a ser un factor de dinamización cultural.
En nuestras
relaciones con los otros buscamos nuestras identidades, nuestros anclajes y la
comprensión del mundo que nos rodea. Esto nos aleja de ser meros sujetos recreativos,
en donde sólo cabe mirar cuánto tienes. Los valores que tenemos son movibles, porque
son una construcción cultural y, por tanto, son susceptibles de ser
modificados. No hay valores inmutables, ni de primera o de segunda. Por tanto,
no hay personas ni culturas de primera o de segunda.
Los valores
son una construcción histórica. Esta consideración es peligrosa, inmoral y está
fuera de la civilización que se adjudica para sí poseer los verdaderos valores
de la humanidad. Esta visión que aún perdura es necesaria desecharla, porque en
ella radican las conductas irracionales. Debemos promover, por el contrario,
una sociedad intercultural.
El perspectiva
intercultural nos indica que la diversidad cultural ha de ser la norma que debe
caracterizar toda situación educativa, tanto formal como informal. Es necesario
tener en cuenta, que todos tenemos referentes culturales diversos —visión del
mundo, expectativas, creencias, significados— que influyen en nuestro modo ser
y hacer, en nuestro pensar-hacer. Y éstos inciden en los procesos y en los
resultados sociales.
Por ello,
nuestras relaciones con los otros deben construirse en función de estas
características. Al considerar al sujeto intercultural nos abrimos al
pluralismo social; ya que la interculturalidad supone el respeto a todas las
identidades, a la capacidad de integrarse social y culturalmente sin perder
nuestra propia identidad, que es múltiple.
PD. En
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