La experiencia
del ocio, en su sentido más puro, es un fin en sí mismo. Pues se realiza sin
pretender otra cosa a cambio de la acción. El ocio es opuesto a la experiencia
laborante, e incluso diferente al tiempo libre. En la experiencia laborante nos
dedicamos a la producción de medios de consumo, que ofrecemos y nos ofrecen como
medios para hacer realidad nuestro tiempo libre, que en muchos casos carece de
fines y sentidos.
El ocio significante
se distingue del pasatiempo y sobrepasa la idea de descanso y evasión. La
experiencia del ocio se diferencia de otras vivencias porque ésta tiene capacidad
de sentido, y potencia la capacidad para crear encuentros creativos y
satisfactorios que originan desarrollo personal y social. En el sentido de fin
en sí que posee el ocio se elabora la idea de gratuidad. En tanto ocio no se
debe nada. Por tanto, el ocio no es un acto de consumo. Es manifestación plena
del sujeto.
En un entorno que
tiende a limitarnos a ser meros espectadores de una realidad que no sabemos
bien si es o no, el ocio nos da la posibilidad de cuestionar nuestra capacidad
de ser libres, para hacer lo que deseamos y nos gusta. En este sentido, el ocio
es una búsqueda que debemos asumir por nosotros mismos y cada uno debe
encontrar para sí.
Los esquemas
de comportamiento que llevamos a cabo, en sus diversas manifestaciones, están
enmarcados y encuadrados en un contexto social que los hace posible; pero al
mismo tiempo también son manifestaciones personales. La experiencia del ocio,
como otras facetas de nuestra existencia, depende de lo individual; por medio
de éste nos integramos a entender nuestro entorno haciendo de la libre elección
un hecho tan real como las oportunidades nos permitan realizarla. No podemos
explicar la experiencia del ocio a partir de formas mecánicas producto de un
determinismo. Ya que el agente de la experiencia hace una elección libre desde
su voluntad de querer, aún cuando ésta tiene una génesis y un entorno social
determinado.
En la
experiencia del ocio significativo nadie nos dice como nos divertirnos, porque
tal experiencia se da a partir de la conciencia de nosotros mismos, de la
identificación de nuestro entorno inmediato y de nuestra propia realidad. Es necesario,
por tanto, disponer de un sentido ético de nuestra existencia, el cual enriquece
y eleva el sentido de nuestra vida. De este modo, hablamos del ocio como
configurador de nuestros sentidos de vidas, de nuestras actividades placenteras,
de nuestro pensar-hacer, y de nuestro desarrollo social.
Cada
experiencia de ocio es una vivencia integral de nuestros valores, es una
re-creación de nuestras ganas de vivir. En el ocio nos encontramos a nosotros
mismos; pues es una experiencia de encuentros en la que establecemos contactos
con otras realidades, que abren nuestros horizontes de significados y sentidos a
la comprensión y al conocimiento de nuestra existencia.
A partir de lo
antes señalado, la experiencia del ocio funda un construir, un morar y un
pensar del bienestar personal; que nos aleja de no saber aprovechar o emplear
nuestro propio tiempo, que nos aparta del ser incompletito y enajenado. Una
ética de nuestra existencia contribuye a valorizar y entender el ocio como
parte constitutiva de nuestro pensar-hacer. Aprendemos a valorarlo y a reconocerlo
como configurador de un modo de vida general.
La vivencia de
la dimensión del ocio está relacionada con el aprendizaje lúdico, como algo
esencial para la realización de éste. A través del juego-aprendizaje atribuimos
al mundo significados distintos, opuestos a los que atribuimos, por lo general,
a esta realidad plana. Desde el juego-aprendizaje abordamos la realidad desde
la imaginación, desde el querer y ocupamos todos los intersticios de nuestra existencia.
A través del juego-aprendizaje nos acercamos a lo simbólico, a otras
expresiones que nos pone en la naturaleza de nuestro ser.
Por medio del
juego-aprendizaje complejizamos el mundo, lo llenamos de significantes y
significados, lo que nos permite acercarnos a un mundo de vivencias propias y
alegres. Aun cuando nuestro entorno y estilo de vida dificultan el poder vivir
la experiencia del ocio y, por tanto, de la alegría que éste aporta. La
experiencia del ocio conjuga los estímulos externos e internos, lo que nos
permite una interacción más abierta tanto introspectiva como social.
En el ocio se
produce un desprendimiento de los intereses de la vida rutinaria. Por tener en
sí una conciencia de querer hacer lo que se hace, y en este hacer ocioso asumimos
de manera abierta las reglas implícitas en un espacio-tiempo que realiza una
vivencia placentera. El ocio significativo desarrolla el potencial creativo que
se va perdiendo, poco a poco, en la actividad rutinaria.
La experiencia
de ocio nos proporciona una vitalidad interior, que a medida que es repetida van
constituyendo placeres individuales y sociales de nuestros haceres. En esta
experiencia el sujeto, que la realiza, tiene la percepción de lo que quiere y
debe hacer; tiene una percepción de que sabe que es capaz de hacerlo, porque va
siendo consciente de sus capacidades para desarrollar las habilidades para
ello.
De manera que,
se produce un interés dinámico entre lo que nos gusta hacer y lo que podemos
hacer. Este rasgo independiza a la experiencia de ocio de la actividad laborante;
ya que la clave reside en el interés desinteresado que nos proporciona y el
disfrute que supone su realización. Lo contrario a la actividad laborante. De
este modo, el vigor de la experiencia del ocio se va a convertir en fundamento
de nuestro desarrollo personal y social; ya que la incidencia del ocio
trasciende el espacio individual, para ir a insertarse en el desarrollo de los
intereses comunitarios y sociales.
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