No es extraño que, en nuestra vida, las
diversas imitaciones que asumimos terminen con el tiempo por convertirse con un
original que posiblemente fuimos. En muchos casos, esta simulación de vida la
hemos generado por la imitación de modelos que hemos considerados reales.
Ahora, tales modelos no tienen ni origen ni realidad conocida, solo los hemos
asumidos y ya.
La
imitación precede nuestra vida. Somos, ente este aspecto, una mera
superposición de simulacros. Somos solo hilachas de vida, vestigios de algo
aparentemente real que subsiste en medio de su propio desierto. Ya decía
Nietzsche, crece el desierto. Un desierto propio que es nuestra irrealidad. Solo
intentamos, en este simulacro coincidir con algo real. No obstante, seguimos
siendo simulacro.
Porque
en alguna medida, ya no podemos distinguir entre lo real y eso modelo de
simulacro que vivimos. Buscamos una coincidencia entre lo real y el simulacro,
como señala Baudrillard. Pero tanto la coincidencia, como la diferencia entre
lo real y la imitación han terminado por esfumarse. Ni siquiera hay una
apariencia. Cómo puede, entonces, haber un ser. Todo termina por ser una
hiper-simulación.
Si nuestra vida la hemos producido o conformado
a partir de modelos paradigmáticos establecidos, entonces podemos repetir el
modelo que deseemos. Entramos en una disociación dada por un continuo
escindirnos. No hay identidad entre ser y hacer, ni entre ser y ser, ya que
cualquier modelo es siempre una posibilidad para ser. En este aspecto, somos o
nos conformamos como el producto de una combinatoria de modelos.
De
este modo, construimos nuestro existir liquidando todo referente. Porque en
este liquidar hacemos surgir artificialmente un conjunto de signos, que
suplantan lo real por signos de aquello que es real. Sin embargo, ya no podemos
discernir qué es lo real. En este sentido, solo podemos fingir una realidad que
no sabemos si tenemos. Por lo que en este estado estamos ante la ausencia de
nosotros mismos.
No
podemos distinguir lo verdadero de lo falso, lo real de lo imaginario. Pues
estamos en una constante simulación. Lo que está en juego es el poder de la
apariencia, que corroe la realidad hasta cancelar el propio del que se ha generado.
Llegamos al momento en que la referencia se satisface en un círculo
ininterrumpido sin referencias, la pura vacuidad. Porque la simulación termina
por negar incluso el valor de ese sigo o apariencia en que ha devenido.
En esta
eliminación de toda referencia, la simulación contiene toda representación que
nos hacemos de nosotros mismos; por lo que terminamos, en aquella ausencia,
como un simulacro. En este proceso perverso, pasamos ser el reflejo de una
realidad; por ser una máscara de una realidad; una ausencia que no tiene que
ver con ningún tipo de realidad, de su propia realidad. Pues terminamos
convirtiéndonos en un mero simulacro.
En este
simulacro de nosotros mismos, este ser que ya no es lo que era hace su
aparición la nostalgia del ser que fuimos. La nostalgia cobra todo el sentido
del sinsentido. Ahora el sujeto puja por una verdad, por una objetividad, por
una autenticidad que no se sabe donde puede tener asidero. Queremos producirnos
una realidad y un referente, pero la simulación está presente como estrategia
de disuasión de nosotros mismos ante los otros. El sujeto está muerto en su
propia simulación.
El
intento de disuasión, producido por aquella nostalgia del sinsentido, es una
simulación de sí mismo; por medio del cual trata de preservar la sospecha de su
principio de realidad, por lo cual el sujeto se hace, a la vez, un simulacro
referencial. Como simulacro es referente de sí mismo. La vacuidad aparece como
una dimensión más del hacer del sujeto. Así, todos nosotros somos simulacro.
Un
simulacro que proclamamos una originalidad universal. Estamos, en este sentido,
en un mundo vivificado artificialmente y
disfrazado de realidad. Un mundo de simulación, al cual habita un sujeto de
simulación. Que alucina una verdad, que es un chantaje de lo real, una
simulación de la felicidad. A la modalidad yo original sucede la aparente
libertad, la aparente felicidad, el aparente bienestar.
Con
el pretexto de salvar a un original del sujeto, solo construimos
desgraciadamente una réplica, que es simulación de la simulación. Un
desdoblamiento del simulacro que somos, una reducción que se sustenta en lo
artificial. En medio de esta circunstancia, la realidad ni la simulación tiene
sentido para nosotros. Por ello, erigimos lo simbólico, como una forma de dar
valor y sentido a las cosas, de darnos valor y sentido a nosotros mismos.
Pretendemos construir un orden aparente. De allí que debemos construir un mito,
que tranquilice nuestra conciencia desventurada y dé sentido acerca de nuestro
presente y nuestro futuro.
Reinventamos
lugares y viajes de origen de manera artificial. Recuperamos, a través de de un
simulacro, una realidad mediante un subterfugio, mediante una excusa y una
excusa artificiosa. Una alucinación mistifica. Decimos botar todo y volver a
empezar, pero nada ha cambiado. Vivimos un mundo parecido a un paraíso perdido,
más sonriente más auténtico bajo la luz del modelo del simulacro. Como la
perfecta escenificación de nuestros placeres y bienestares.
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