La
discordancia entre el contacto de las cosas se ha vuelto natural en el decurso
del tiempo; cada parte aunque quiere concordar con la otra no concuerda. El
ahora está separado del antes y del después; se da un abismo sin puente, nada
lo cruza. Este ahora es algo independiente, algo irrecusable del ayer y del
mañana, es puro periplo de todo lo que le ha precedido, y le ha de acontecer.
Es una desmemoria.
La desestructuración
simbólica conduce a una pobreza de la experiencia. Ésta deja de ser un punto de
referencia para la construcción de la identidad se personal o colectiva.
Asimismo, el lugar no es un parámetro de la experiencia, pues no ofrece la
seguridad del carácter familiar propio de las localizaciones tradicionales. De
allí que no nos reconocemos en el espacio.
El lugar deja
de tener valor simbólico, deja de configurar la identidad. El tiempo, por otro
lado, se sobre acelera en la búsqueda de la felicidad, del éxito, en la
búsqueda de un algo. La novedad, en el siglo XX, se ha impuesto hasta dejar de
ser verdaderamente algo nuevo, de allí la pregunta de Bugs Bunny: “¿Qué hay de
nuevo viejo?” Pregunta ambigua por demás.
Ya que quien impone la novedad es el mismo sistema.
Las
situaciones son ambivalentes y contradictorias, se caracterizan por una crisis
permanente, que se asienta en la duda y la sospecha, la lógica del simulacro,
diría Baudrillard. La aparición del sujeto es agazapada, es la crisis de él
mismo. El sujeto es ambivalente porque aparece como un centro que, a la vez, se
disuelve en sí mismo. Que se pierde en el bosque de su cogito poderoso.
El sujeto está
inmerso en la época de los «humanismos», pero, a la vez, de los «anti
humanismos». El individuo es el pluralismo y el relativismo; es el dogmatismo y
el totalitarismo. La persona se caracteriza por su ambivalencia y su paradoja. Es
algo sólido que se desvanece, de allí su paradoja y ambivalencia. El sujeto es
una forma de experiencia vital —de uno mismo y de los demás, de las posibilidades
y los peligros de la vida— pero una experiencia que parece moribunda, aunque
vital.
Este conjunto
de experiencias ambivalentes nos promete aventuras, poder, alegría,
crecimiento, transformación de nosotros y del mundo. Sin embargo, al mismo
tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo
que somos. Los entornos y las experiencias atraviesan todas las fronteras, une
a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, es la unidad de la
desunión. Ésta nos arroja en una vorágine de desintegración y renovación, de
lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia.
Todo lo
sólido, lo perdurable es dejado de lado por mercancías rápidas y reemplazables.
La crisis del sujeto es generalizada porque abarca todos y cada uno de los
elementos de su vida. Hay un elemento, entre otros, que resulta particularmente
importante para la cuestión de la crisis del individuo, a saber: el lenguaje.
La práctica de la autoayuda, en uno de sus ámbitos, se caracteriza por una
búsqueda del lenguaje, como dadora de sentido.
A partir del
lenguaje, el fluir de la vida se resiste a ser objetivado en formas distintas y
discretas en las cuales se realiza, pero a la vez se anquilosa. De esta matriz
nace la crisis de la palabra, la insuficiencia de la palabra y la desconfianza
en ella, que caracteriza la cultura de la experiencia que se distancia en la
pluralidad lingüística.
La crisis que
engendra la palabra se convierte en la crisis del sujeto, porque éste ya no se
sitúa en el centro jerárquico de la frase para organizar el mundo. Se abre un
abismo entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje y el mundo. Estamos en
un mundo en el que el lenguaje neutro, el lenguaje de la informática, de la
publicidad, en el que la manipulación del lenguaje está presente las
veinticuatro horas del día.
El sujeto se
adentra en la época de la post-palabra, porque ésta se desgasta. La ruptura
entre la palabra y el mundo constituye una de las definiciones de la crisis del
sujeto. No hay en las palabras afinidad con los objetos, no hay misterio con el
mundo, todo es develado. La palabra es efímera, como lo es ahora la imagen. La
palabra no tiene relación o contigüidad sustantiva con lo que supuestamente
designa. Lo expresa de manera magistral Magritte en el cuadro “Esto no es un
pipa”.
Ahora bien, la
crisis del lenguaje está unida al acontecimiento de la lógica del burócrata, la
figura del funcionario especializado en todos los niveles del orden social. La
lógica del funcionariado, de la especialización, de la intercambiabilidad
conlleva en sí un incesante proceso de anonimia. A la lógica burocrática no le
interesa saber quiénes somos, para ésta la persona es un expediente, un número
de registro. En toda instancia burocrática lo que somos es un número, sea la
entidad bancaria, la empresa eléctrica, el pasaporte, la cédula o cartón de
identidad…
La lógica
burocrática es el principio administrativo de la sociedad, un principio inevitable
en una sociedad cada vez más compleja. La autoridad no se manifiesta a través
de la persona, sino a través del cargo que uno desempeña en el sistema social,
y a su vez en el lenguaje anónimo que esta lógica encarna. Un lenguaje, sea
verbal o emocional, que hay que aprender.
PD: Visita en facebook. Consultoría y Asesoría Filosófica Obed Delfín
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