Cuando entré esta
tarde al vagón del Metro en Bellas Artes la temperatura rondaba, mínime, por
los 60 grados centígrados. Cuando eso pasa pienso que esos vagones van directo a
Auschwitz. Así no más.
Con ese nivel de
temperatura, y como es natural, no puede faltar el esquizoide del predicador. Ese
que nos anuncia que ya las puertas del infierno están de par en par para
recibirnos por todo lo alto. Es algo alentador tal discurso religioso.
Pero hoy, además
del esquizofrénico de turno, estaba una vieja que le refutaba las vainas al
carajo. Aquello más que un viaje en Metro parecía un concilio teológico. El
carajo decía algo y la vieja le decía que tenía en demonio dentro. Cada uno
elevaba la voz más que el otro.
Una escena de
Tarantino. La vieja reprendía al predicador y éste esgrimía algún versículo
bíblico. Ni en el Nombre de la Rosase ve una vaina así. El predicador refutando
las impertinencias de la vieja decía:
—Quién le ponga
trompiezo a la palabra del señor…
Esa vaina debe
estar escrita en arameo o en un griego muy antiguo, pensé yo. Claro uno no sabe
nada de esas disquisiciones teológicas, mucho menos de la palabra escrita en la
lengua divina, como para venir a opinar sobre el tema.
—Porque quién le
ponga trompiezo a la palabra del señor…
Repetía el
predicador.
Que como todo
predicador se pone a modo predicador; asume un tipo de voz y un modo particular
de gritarle la palabra del señor a los que no le paran bolas.
Menos mal que
eran dos estaciones. Porque cuando el Metro está a esos niveles de temperatura
yo me bajo en la estación Plaza Venezuela, no vaya a ser que me debe un veri
veri.
Uno sale con las
vedijas sudá.
Y calándose a esa
parranda de desquiciados la vaina se pone intensa, y no de mente. La vieja se
bajó también en Plaza Venezuela y desde el andén le gritaba al predicador:
—¡Arrepiéntete!
¡Arrepiéntete!
Un poco más y
llaman a Linda Blair.
El Metro se ha
convertido en un recoge locos, se ha convertido en la Stultifera Navis de
Caracas.
No he dicho nada
del perro que andaba por el andén y del loco que carga con un cachorro de
perro. Éste no dijo nada cuando se montó al vagón, incluso se fue rápido para
otro vagón. Porque la discusión religiosa no daba cabida ni siquiera a los
vendedores de caramelos.
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