martes, 19 de abril de 2016

EUGENITA TIENE MIEDO: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

Eugenita tiene miedo. Desde que su corazón dejo de moverse al ritmo de New Orleans, y asumió la forma atonal de Arnold Schoenberg comenzó el miedo a poblar cada momento de su hacer. Aunque ella no supo que fue lo que sucedió para que se produjera ese cambio de ritmo, su cerebro siempre lo ha sabido. Porque éste que es nuestro hacedor, asimismo es nuestro gran destructor. Ya que siendo él, el ser en cuanto ser nunca nos deja quietos. Esa masa perversa de neurotransmisores nos perturba y se cobra cada cosa de esta vida.

            Eugenita conscientemente no lo entiende. Sin embargo, allí está el miedo acechando. Inventando cada peligro. Buscando la inseguridad de la vida para hacerse más acucioso, más vengador. Miedo endeble para sentir que no podrá llegar hacer lo cotidiano, lo que siempre ha hecho. La impotencia ante el abismo. Esto es lo sublime que acecha sin tocar, pero roza. De allí esa aprensión oculta que no da tregua. El paraíso siempre está lejos.

            Cada incertidumbre aviva esa sospecha. De allí los sueños recurrentes que han aparecido. El perderse y no encontrar lo que se ha perdido, que es ella misma. La conciencia en el subconsciente se hace desgraciada aflorando en la oscuridad del sueño. Ataca sin compasión, acrecienta la turbación y hace la vida una zozobra. Nos vuelve vulnerables ante esta vida, porque ante ésta se presenta inmisericorde la muerte. Y ante ésta Eugenita es humana demasiado humana. Algo la perturba, algo irresuelto. Solo su dios lo sabe.

            Eugenita está muriendo. Muriendo con miedo y eso es más doloroso. Se extravía en las brumas del sueño y de la vida vivida. Los arquetipos del desasosiego se muestran fantasmales, sin permitir asirlos. El cuerpo se ha debilitado y el espíritu también. En última instancia, somos cuerpo. Esa estrecha línea de la vida se va angostando a cada momento, pocas alegrías muchas angustias para un cuerpo ya endeble. Saturno ocupa el lugar de cualquier otro dios, éste ahora mueve los hilos de cada instante de su vida. Dios poderoso y de temer. Nació ella en «La Saturnalia» esa fiesta en honor a Saturno, en la que había libertad para hablar y actuar, y se actuaba con placer y alegría. Sin embargo, el Dios de la melancolía, de ese abatimiento que disminuye el rendimiento y los límites de la actividad vital, es demasiado feroz. 

Las Moiras ya van tejiendo el final de su huso, y con ello el fin del destino. Ya todo se va escribiendo irremediablemente. Eso lo sabe el subconsciente, que es lo más alerta que tenemos. Y éste se repliega contra sí mismo. Se esconde de sí mismo, y hace su aparición en esos momentos desgranando lo ominoso de nuestra vida. Tan endeble, como una barca abatida por la tempestad; encallada en la orilla de los recuerdos que se escurren entre sus manos arrugadas de anciana. En la peinadora reposan, a la espera, los zarcillos de plata y coral rosado con más de treinta años de un deseo mortuorio.

La mirada se pierde en el desamparo, en la búsqueda de otros tiempos alejados. No en este presente de temores y ofuscamientos. Tal vez su alma añora encontrarse con Feliciano y Eulalia, volver a ser la niña que correteaba entre la neblina del tiempo.  Porque las cadenas que atan el alma al cuerpo ya son frágiles. Así el amor florece en la abundancia y perece en la penuria, y llora la muerte como obra del Saturno destructor en el cual se duele su propio destino. 

            La muerte sobre la vida se sabe vencedora. El escabullirse no es solución. El querer evadir lo que es, es solo retrasar lo que el cuerpo sabe. Ese constante nerviosismo que nubla el entendimiento; que prima sobre un moverse sin sentido y sin dar tiempo a la reflexión. La preocupación sin medida que no distingue lo importante y lo fútil; que no distingue donde debe hacer pausa. Que quiere abarcar todo, es una preocupación destructiva. Pues termina por no reconocer límites. Se apodera de toda acción, de todo hacer. El cerebro asesina a su portador. Mata al mensajero.

            El cuerpo se va vaciando de sus dioses, y en su lugar es habitado por sus demonios. Que logran desunir nuestra potencia y nuestro vivir; desunen el dominio de nosotros mismos y de nuestra belleza gestual. Socavan nuestra voluntad de poder, hasta dominarnos con su voracidad. Ahuyentan de este modo la felicidad, y aumentan los sentimientos negativos y los estados preocupación menguando el caudal de la energía disponible. Se da una sensación de intranquilidad, que hace que el cuerpo no se recupere de las emociones perturbadoras. No hay reposo ni para el cuerpo ni para la mente que se siente extraviada. El entusiasmo se contrae y la disponibilidad para afrontar cualquier tarea se disuelve. La consecución de una variedad de objetivos ya no existe. Solo la laguna, como dice Bumbury, que llamamos la eternidad.

            Se convierte la vida en algo unidimensional. Triste espectáculo el del miedo y la tristeza.   Esta última marchita la energía y el entusiasmo de nuestro hacer vital; del horizonte desaparecen las diversiones y los placeres. La tristeza se abraza a la depresión disminuyendo la vida corporal y anímica. Nos convertimos en fantasmas. Atrapada en la telaraña de una tensión emocional prolongada, que obstaculiza sus facultades intelectuales y su capacidad de hacer. Esto la lleva a la inseguridad de resolver su diario hacer, a vivir en su miedo. No hay sosiego para recorrer todas las partes de su vida, ni para mirar con calma hacia adelante.

La vida se hace más breve y más llena de inquietudes, al temer el futuro. Un futuro que es cada día más inmediato. Atrapada en sus emociones se siente desbordada por éstas y le resulta difícil escapar de ellas; su estado de ánimo la esclaviza. Se hace voluble y pierde consciencia de sus sentimientos, éstos la abruman; siente que su ser emocional se disipa y no puede escapar de sus estados de ánimo negativos.

En este tránsito de la vida, antes que llegue el desamparo del adiós, atender las consolaciones del viejo Seneca y seguir sus palabras se hace necesario, al decir éste “no me atrevería a enfrentarme a tu dolor, en el que incluso los hombres de buen grado se estancan y languidecen, ni habría esperado, en una ocasión tan desaconsejable, ante un juez tan desfavorable, frente a una acusación tan desagradable, poder conseguir que absolvieras a tu suerte. Me dieron seguridad tu fortaleza de espíritu, ya puesta a prueba, y tu valor, que demostraste en una dura experiencia”.


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