miércoles, 13 de abril de 2016

DEL «MÁS QUE AMOR ES FRENESÍ» A LA DESESPERANZA: Consultoría y Asesoría Filosófica

La desesperanza es una pasión extraña, por lo que ella encarna. Ya que en sí contiene tristeza, la ausencia, el punto final de algo, la rabia contenida, y otras emociones  mezcladas. De allí su extrañeza. Es un poco difícil de precisar que se siente, cuando ésta se anida en nuestro espíritu. Asimismo, esta pasión contiene mucho de peligro, porque las reacciones son impredecibles. Desde la máxima pasividad hasta la más virulenta de las furias. La desesperanza es una caja de Pandora.

            Entre los resquicios del vivir diario se ha aposentado poco a poco, pero no desapercibida, la desesperanza entre todos. En las vicisitudes del diario vivir, que se ha convertido en un sobrevivir, se ha adornado esta caja de Pandora. El desconcierto propio de la desesperanza está en el hablar, y si como dice Heidegger el ser habita en el lenguaje, en éste está aquella. Las razones son palpables.

            Tanta zozobra para vivir cobra lo suyo. La figura desdibujada de un presidente gris, el cual solo existe como una sombra de otra sombra difunta. Aferrado a un discurso inútil y repetitivo. Hecho de palabras vacuas y rememoraciones gaseosas. Alientan la desesperanza cada día a modo agigantado. Será, ¿que uno no se da cuenta cuando es inútil?

            Se esperaba un período opaco en la política, después de haber tenido un caudillo arrollador. No obstante, esta ausencia de la esperanza es otra cosa. Andamos ausentes de nosotros mismos, aunque la sonrisa ilumine nuestro rostro. Pues detrás de esa sonrisa está la incertidumbre. Lo ominoso de no saber cómo vendrá el mañana inmediato.

            La realidad de hoy es abrumadora, oscura. La del mañana casi no existe; se hace difusa. Esperamos y solo llega la nada. Son momentos de ausencias. Toda promesa está en la lista a olvidar. Toda vecindad se derrumba. La solidaridad existe, pero se hace liquida entre las manos. Parecen momentos de ser viejos para hacer apresuradamente lenta la reflexión. Son momentos del Job bíblico, para no desgarrarse el alma con la furia del joven.

            Tiempos de estoicismos, de epicureísmos y hedonismo. Esto nos han enseñado los filósofos antiguos. Todas ellas fundadas en la reflexión y el hacer sobre el derrumbamiento del mundo. Sin embargo, nuestra situación está amenazada por el hambre no saciada, no espiritual sino hambre real. Lo cual agrava la situación. Ya lo dice Primo Levi, cuando te descamisan ya no tienes voluntad para protestar.

En esta situación, los discursos esperanzadores parecen un acto de cinismo. Algo así como aquello que cuenta Blacamán el Bueno hacedor de milagros:

“Por último me echó a pudrir en mis propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso”.

            Pero esta misma voluntad quebrada; esa que guarda amargamente la desesperanza tiene la resistencia de un Prometeo encadenado y de un Job postrado. La furia que anida por debajo es lo que hace la resistencia posible, no la alegría. Solo las emociones negativas nos ponen cara a cara con la realidad cruda y sangrienta. En esta cosificación existe la posibilidad de quebrar el estado de humillación. Y vuelvo al relato de Blacamán el Bueno

“Cuando por fin lo abastecieron los contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión que era él y no el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió como en un sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que regresó a mis manos caminando por el aire”.

            Así, en ese acto de resucitación romperemos la perversión de esta situación de hundimiento. La paciencia del dolor sufrido nos permite sobrevivir ante esta humillación diaria. Para cobrarnos por tanta infamia inmerecida. Pues nunca nos hemos merecido esta desesperanza y vivir como unos desgraciados. La vida nos alcanzará para volver a vivir mejores tiempos.

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