Todos
los hombres tienen y tienden al deseo de lo bello. La belleza causa placer, en
primera instancia, a las percepciones de nuestros sentidos, esto es una prueba
de que la belleza agrada, no de que ésta sea verdadera. La belleza agrada por
sí misma, en cuanto sensible, a la vista y al oído, independiente de su
utilidad. Eleva al alma a dimensiones superiores en su propia conformación.
La
belleza de los sentidos arropa los sentidos, puede dar a conocer o velar los
objetos, descubre u oculta las diferencias. Puede, por demás, llegar a enmascarar
la dimensión intelectiva del alma, cuando la belleza de lo irascible y de lo apetitivo
predomina sobre aquella. Por este modo de belleza el alma se arrastra a lo
inferior de su dimensión. Más que belleza son placeres venéreos o desenfrenos
del alma puesta en lo irascible y apetitivo.
En
cambio, la belleza sensible ya de por sí está en la dimensión intelectiva del
alma, por ello puede dirigirse a lo superior. En este sentido, en la metafísica
de lo bello hacemos el camino de conversión para encontrarnos con lo que es
primero. Así pues la conversión es el deseo, que es el movimiento de la cosa que
va hacia lo otro, como hacia lo que le falta a sí misma. Esto quiere decir que
lo otro, lo que se anhela, está presente en quien lo anhela, y lo está en forma
de ausencia.
De
otro modo no lo desearía. Pues quien desea ya tiene lo que desea. Se vuelve a
él. A lo deseado. El movimiento del deseo hace aparecer al objeto deseo. Pues
tiene necesidad del otro para determinarse, para complementarse y hacerse pleno.
E allí la ausencia presencia.
La
presencia de lo deseado, sobre un fondo de ausencia. Porque lo otro está allí
como lo deseado, como lo poseído. De allí que Plotino terminé identificando al
Alma con Afrodita, y como compañero de ésta señale a Eros.
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