Auschwitz[1]
es el acto oculto que abre el sendero de la posmodernidad, y hace enmudecer a
la poesía, tal como dijo Adorno. Es preciso, nos dice Lyotard “dejar en claro
que no nos toca de realidad sino
inventar alusiones a lo concebible que no puede ser presentado… Los siglos XIX
y XX nos han proporcionado terror hasta el hartazgo. Ya hemos pagado
suficientemente la nostalgia del todo y de lo uno, de la reconciliación del
concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable”[2]
Para
Lyotard lo posmoderno es aquello que alega lo impresentable en lo moderno y en
la representación misma. Lo que niega la
consolación de las formas bellas, e indaga presentaciones nuevas no para
gozar de éstas, sino para hacer sentir lo que es impresentable[3],
es decir, lo sublime. Lo cual es lo impresentable, por ser en sí un contenido
ausente que escapa a la claridad conceptual de la razón.
Podremos
decir que esta «representación
prohibida» intercepta la imposibilidad que ha sellado Auschwitz, sobre la
posibilidad de mostrar incluso lo que mata toda posibilidad de imagen, para
ubicarse por fuera de la pretensión de ser una representación.
El
sentimiento de lo sublime con lleva, a la vez, a la dualidad entre el placer y
la pena. El placer, en lo sublime, es provocado por la percepción de ese
peligro que conlleva a la destrucción de sí mismo. Peligro que es terror y
dolor, que en su ocultamiento se muestra presente sin poder llegar a ser
expresado.
Para
Lyotard, esta contradicción del sentimiento sublime es el conflicto que se
presenta entre las facultades del sujeto, la facultad de concebir una cosa y la
facultad de «presentar» una cosa[4].
Tal vez, de no poder representar lo que se concibe, pues lo sublime contiene la
imposibilidad de no poder ser representado.
Toda
representación es tan imposible como posible. No hay una interdicción expresa
ante tal o cual tema, pues ese desconcierto es inherente a la representación, y
no es una prohibición externa que la aniquila. Tal interdicción prohíbe tanto
como permite, y es en este doble juego en el que se instala la idea de la
imposibilidad como condición de posibilidad.
En
el siglo XX se ha mostrado que la experiencia transparente y comunicable es
inexistente. Pues, la experiencia estética de lo sublime nos muestra que tal
experiencia no es transparente, sino oculta. Asimismo, la experiencia en vez de
ser comunicable, es el silencio; que al intentar comunicarse se detiene en lo
que no puede expresar, se detiene en el silencio que acecha en lo oculto.
En
lo sublime la imaginación fracasa, ya que no consigue presentar el objeto de
representación. En este sentimiento se tiene la idea del mundo, pero no se
tiene la capacidad de mostrar una representación de ella[5].
Mostrar las imágenes más terribles siempre es posible, pero mostrar lo que mata
toda posibilidad de imagen es imposible.
Lo
que prohíbe, en este sentido, la representación es el impresentable. Ante tal
escenario no es posible ni la representación ni la finitud que se abre al
infinito. Sólo es posible una finitud equívoca que muestra la imposibilidad de
la imagen, que sólo permite percibir las imágenes del displacer.
Es
posible concebir lo oculto, el silencio, la aprehensión de lo absolutamente
grande, de lo absolutamente poderoso. Sin embargo, toda representación
destinada a hacer ver esta potencia se muestra como dolorosamente insuficiente.
Por cuanto lo sublime se inscribe dentro de las ideas que no tienen
presentación[6].
De
allí, la imposibilidad de expresión, la impotencia del lenguaje, y el silencio
se convierte, entonces, en la posibilidad de lo posible. Por lo cual, se hace
preciso inventar alusiones a lo concebible que no puede ser presentado[7].
La dualidad del displacer y el placer se hace patente.
Entonces,
nada puede ser representado, pues el significado de la representación misma
falla. En el representar se aniquila toda posibilidad representativa, lo que
implica que no se puede mostrar la posibilidad de la imagen. Lo inexpresable no
reside en un allá lejos, en un otro mundo, en otra dimensión, éste reside en
que suceda algo, en que se exprese algo. Así, el terror se convierte en una
manera de dar cuenta de la indeterminación de lo que ocurre en lo oculto[8].
Lo
que está retraído, en lo que no quiere ser público, es desconocido para la
conciencia, ya que no puede constituirlo. Lo oculto, el que suceda algo es lo
que desampara la conciencia, lo que la destituye, lo que ésta no logra pensar e
incluso lo que ella quiere olvidar para constituirse a sí misma[9].
La
impresentabilidad intercepta la imposibilidad que ha determinado Auschwitz,
acerca de la posibilidad de mostrar incluso lo que posibilita la imagen ubicándose
fuera de la pretensión de ser una representación.
Pone en juego, en cambio, la posibilidad
de toda representabilidad, que se dice de
sí misma.
Las
imperfecciones, las infracciones al gusto, la fealdad, lo retorcido tengan su
parte en el efecto de lo aprehensivo. Lo sublime no imita la naturaleza, más
bien crea un mundo paralelo, donde lo monstruoso y lo informe tienen su derecho
porque pueden ser sublimes. Por ser informe, oscuro, el sentimiento de lo
sublime es indeterminado, éste es un placer mezclado con lo doloroso, un placer
que proviene del pesar[10].
Cuando
se alude a la imposibilidad de representación, se alude al intento fallido de restablecer
la realidad por medio de presencia significante. Pero la alusión a tal
imposibilidad de representación, en términos de imposibilidad afecta toda representación
en tanto tal; pues ésta se configura en un sentido de encuentro palpable con
algo como la realidad representada.
La
afirmación que alude a la imposibilidad de la representación no desnuda en modo
alguno la especificidad tan representable y tan irrepresentable como cualquier
otra, y mucho menos la verdadera sentencia supuso a la representación. La
especificidad de la no-representación habrá que indagarla en una
interdicción que pueda sujetarla en todo
su ser, y que emana, como consecuencia, de algo como el tenor del terror. La
representación en Auschwitz ha sido aplastada, porque pone a prueba la
representación de que no puede representar nada.
El
alma, en lo sublime, está petrificada por el estupor, está inmovilizada, como
si estuviera viva, pero, a la vez, muerta. El arte al intentar alejar esta
amenaza del terror procura el placer del alivio, del deleite, el conjuro de lo
encubierto. Gracias al arte, el alma se entrega a la agitación entre la vida y
la muerte[11].
Lo sublime es cuestión de intensificación. Es la ausencia del aliento, el estar
en vilo.
Lo
que está en juego es el orden de una verdad que ha sido dejada abierta, inacabada,
para que sea verdad. La posibilidad de representación sólo se puede encontrar
en semejante abertura no mostrada como un objeto, sino inscrita directamente en
la no-representación.
El
arte empujado por la estética de lo sublime va tras la búsqueda de efectos
intensos, intenta realizar combinaciones sorprendentes, insólitas, chocantes.
El intento del arte es, por excelencia, que suceda algo, en lugar de que no
suceda nada, que no se produzca la privación suspendida[12].
Pero en esta pena está el placer, que es condición de lo sublime.
Si
la representación no puede tener lugar, debe encontrar en lo impresentable su modo
de existencia. El arte debe ensayar el intento de restituir la posibilidad de
esa opacidad que le es propia. En la dualidad placer-pena es la manifestación
del arte, pues éste no consigue expresar lo que quiere expresar. La realidad
del mundo, el terror incoado, lo sobre pasa, no obstante no abandona el intento
de decirlo, he allí su placer la expresión que intenta decir, he allí su
carencia no poder decir. En la pretensión del querer ronda la frustración.
En
este sentido, a través de lo sublime se intentado un planteamiento que el arte
moderno quiebra con la representación, que es por esencia un arte de lo
irrepresentable. Al desvanecerse lo sublime en el instante, en el ahora, como
un signo que interroga y al cual no hay respuesta, es el enmudecimiento ante lo
ominoso. Ante el acontecimiento, ante el pensamiento desarmado. No hay
disciplina sólo contacto directo.
No
se puede entender Auschwitz a partir de una reflexión, sólo se mira estupefacto
el horror de lo ocurrido. En lo sublime la reflexión queda apartada, velada
ante el acontecimiento que sobreviene. Por ello, la eventualidad se asocia a
menudo a la sensación de angustia, a una espera cargada de contradicción. Este
sentimiento contradictorio de alegría y angustia es lo sublime.
Aún
cuando cualquier aproximación artística a la cuestión del horror está signada
por la dificultad de representarlo, ésta concibe tal imposibilidad frente al
silencio como el inicio de un lenguaje nuevo en la imposibilidad. Estos
intentos permiten la aparición del sinsentido, del acontecimiento; ponen a
prueba el propio mecanismo de la representación del ver que no puede ser visto.
La
inconmensurabilidad entre el sentimiento y el mundo real da testimonio de lo
desligado que está lo sublime de las reglas preestablecidas, sólo existe lo que
se siente inmediatamente. Lo sublime desarregla la armonía de lo bello. Armonía
que ha sido expulsada por el hombre. Pues, lo sublime en el siglo XX, con antes
he indicado, no está referida a la naturaleza, sino a los actos llevados a cabo
por éste.
Lo
sublime está en relación al horror absolutamente grande, con el terror absolutamente
poderoso. La estética de lo sublime convierte al arte en testigo de lo que hay
de indeterminado en el siglo XX, en la destrucción oculta. Por lo cual, lo que
está en juego en el arte ya no es lo bello, sino algo que compete a lo sublime[13].
Tales
obras desnudan la imposibilidad de mostrar imágenes en el horizonte de imposibilidad,
ya que trabajan en la aproximación estética del sentimiento del horror. “La paradoja del arte «después de lo sublime»
es que se vuelve hacia una cosa que no se vuelve hacia el espíritu, que quiere
una cosa o tiene algo contra una cosa
que no quiere nada para él. Después de lo sublime, nos encontramos después del
querer”[14].
El terror de que ya nada acontezca es el terror de la privación del lenguaje,
del silencio, de la vida; pero también alivio por la privación de esta miseria.
[1] Señala
Lyotard: “Siguiendo a Adorno, empleé el nombre de “Auschwitz” para significar
hasta qué punto la materia de la historia occidental reciente parece
inconsistente a la luz del proyecto “moderno” de emancipación de la humanidad”.
En, La
posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p.
91.
[2] Jean-François
Lyotard. La
posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p.
26.
[3] Jean-François
Lyotard. La
posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa editorial, 1996, p.
25.
[4] Cfr. J. F. Lyotard.
La posmodernidad explicada a los niños, Barcelona, Editorial Gedisa, 1996, p.
20.
[5] Cfr. J. F. Lyotard.
La posmodernidad explicada a los niños, Barcelona, Editorial Gedisa, 1996, p.
21.
[6] Cfr. J. F. Lyotard.
La posmodernidad explicada a los niños, Barcelona, Editorial Gedisa, 1996, p.
21.
[7] Cfr. J. F. Lyotard.
La posmodernidad explicada a los niños, Barcelona, Editorial Gedisa, 1996, p.
26.
[8] Cfr. J. F. Lyotard.
La posmodernidad explicada a los niños, Barcelona, Editorial Gedisa, 1996, p.
66.
[9] Cfr. J F. Lyotard.
Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998,
p. 96.
[10] Cfr. J F. Lyotard.
Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998,
p. 102.
[11] Cfr. J F. Lyotard.
Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998,
p. 104.
[12] Cfr. J F. Lyotard.
Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998,
p. 105.
[13] Cfr. J F. Lyotard.
Lo inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998,
p. 139.
[14] J. F. Lyotard. Lo
inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p.
146.
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