El Plan Monumental de Caracas fue un
proyecto irrealizable porque en sí mismo contenía las contradicciones de su
imposibilidad. Las contradicciones entre la propuesta de nueva ciudad, como
escenario de las acciones humanas, sustentada en el racionalismo y en la
retórica de los expertos urbanos, en tanto proyección política y arquitectónica
que minimiza las contradicciones; y la ciudad como el complejo conjunto de
actividades humanas resultado del diálogo y del hacer de los habitantes,
contiene en sí los conflictos dados por la oposición entre diversas voluntades
que determinan la estructura de la ciudad.
Al proyectar la ciudad, escenario de
las acciones humanas, se instaura el paradigma de la valoración arquitectónica
sobre el complejo conjunto de actividades humanas. La técnica se hace superior
a lo social. La instrumentación de la ciudad, con su carácter
científico-técnico, considera a ésta como un objeto perfectible; en
consecuencia, se proyecta lo ideal que pretende imponer un modelo de orden y
armonía a los hombres.
El Plan Monumental configura una nueva
dimensión urbana. Sin embargo, los postulados y principios que sustentan a éste
son postulados que no se corresponden con el momento histórico que vive el
país; dichos postulados están en decadencia, no dan respuestas a las
inquietudes y aspiraciones de los venezolanos; éstos son la imposición de
quienes proclaman el futuro basado en el pasado, esto es, el pasado es el
futuro.
El futuro que se proclama niega la
realidad, porque se afirma en unos postulados que están históricamente
superados, desfasados, en decadencia. Para finales de la década de los treinta,
la estética y el paradigma formalista de la École
Française d’Urbanisme ya era obsoleta y estaba desgastada en el contexto
internacional. El Plan Monumental muestra el agotamiento de la era afrancesada
en medio de la americanización de la
ciudad[1].
El neoclasicismo del Plan Monumental
se destaca por el eje monumental y el edificio-símbolo. La monumentalidad de la
Gran Avenida más por razones estéticas que funcionales; la simetría cartesiana
bifurcada artificialmente en ambos extremos de ésta, el ecléctico despliegue de
edificios públicos reforzaba la imagen Beaux
Arts del conjunto coronado por el piramidal Sagrario del Libertador,
monumento que asociaba la tumba de Napoleón en los Inválidos con la Pirámide de
la Luna en Teotihuacan[2].
El esquema divino subsiste en el
Sagrario del Libertador, como el templo de lo divino que corona la ciudad.
Eleva la figura del Libertador al rango de héroe mítico, se transforma el
ideario bolivariano en credo, el nombre en símbolo de hombre universal, sus
oraciones en máximas, su historia en leyenda.
El mito asegura el orden inmutable del
mundo. El Libertador es convertido en el ideario del discurso urbano. El mito
Bolívar proporciona el punto indiscutible de la identidad nacional, todo es
remitido a él para su identificación. El progreso se funda en la voluntad del
Libertador. La razón histórica de la ciudad se universaliza a través de la
voluntad del Libertador[3].
En él se funda el modelo de reconocimiento que afirma la conciencia patria, y
se sobrepone al lenguaje afrancesado; se da un deslinde con lo afrancesado, lo
cual acusa las contradicciones existentes. No obstante, todo esto está
sobrepuesto a una realidad existente.
Las contradicciones del lopecismo se
encarnan en el Plan Monumental, esto hace que el mismo no se lleve a cabo o se
realice en parte, por ejemplo, el trazado de la Avenida Bolívar. Ante dicho
plan se da una actitud ambigua, no se lleva a cabo, pero tampoco se realiza
otro proyecto urbano, cabe señalar que la permanencia e influencia de Maurice
Rotival, en el urbanismo caraqueño, se extendió hasta la década de los setenta.
El Plan Monumental permanece como lo inconcluso, a la vez, es una presencia
permanente; que lo convierte en una utopía. Sin embargo, considero más acertado
considerar que el Plan Monumental es, en realidad, una atopía urbana.
Con respecto a la utopía, ésta se
vincula a múltiples realidades más o menos lejanas. La utopía social considera
que el hombre será más feliz, más productivo si se movilizan y dirigen las
energías sociales de forma apropiada. La utopía urbanística, por su parte,
espera un futuro mejor por medio del ordenamiento y perfeccionamiento de la
ciudad; esta utopía supone que los hombres disfrutarán de mejor salud, de mayor
sentido de responsabilidad cívica, se sentirán más satisfechos y serán más
sensibles a la belleza si el ámbito urbano en el cual habitan es acertadamente
acondicionado y ordenado.
Para este utopismo, el bienestar
social y el comportamiento individual están condicionados por las
características del entorno físico, las aspiraciones humanas pueden ser
colmadas en gran parte, sino del todo, por un medio urbano apropiado; el
mejoramiento del entorno urbano comporta, por sí solo, un fortalecimiento de
los valores morales. La misión explícita del urbanismo es conseguir que la
ciudad sea un lugar mejor para vivir[4].
El utópico está convencido que con
sólo colocar al hombre en un medio social o físico adecuado éste se comportará
inevitablemente tal y como él lo ha previsto; en ambos casos, la utopía tiene
un marcado sentido ambiental y moral. Selecciona determinadas instituciones
sociales, ciertas condiciones urbanas y las proyecta hacia un futuro; es
selectivo y arbitrario en el proyecto que elabora[5].
El utopista sabe que esta imagen no se
realizará, coloca la ciudad en un espacio y en un tiempo imposible, proyecta la
ciudad en el futuro como la dimensión más incierta o en un pasado inmemorial.
El lugar de la ciudad es distante e indefinido, al margen del horizonte o más
allá; el habitante de la ciudad ideal es una estatua animada. El utopista
imagina un proceso histórico neto y lineal, con un recorrido sin obstáculos, ni
errores ni caídas. La utopía significa desconfianza en la eficacia de la
acción. El diseño de la ciudad finge prefigurar el porvenir, sin embargo, en
tanto modo de pensamiento, es arcaico[6].
Toda reforma esbozada sobre el fondo
ilusorio de la utopía es el resultado de una crítica cerrada y metódica de
destrucción de la tradición, en cuanto esa tradición se configura como un
problema actual. El utopista vincula elementos urbanísticos, sociales,
religiosos y políticos para los cuales proyecta una ciudad especial, que sólo
es una idea, un entretenimiento intelectual o una solución óptima que carece de
realidad fáctica. El fin de lo utópico es la utopía.
La ciudad ideal está fundada en la
disciplina, el orden y la armonía. Lo decididamente estable constituye un
ensueño; porque lo perecedero, lo que deviene, constituye la dimensión
inherente a la realidad; es esto lo que la ciudad ideal pretende eliminar. La
ciudad ya no tiene su fundamento y causa en sí misma, sino en un ser distinto
de ella; lo sensible es declarado nulo, no existente; y lo que no existe, el
ser distinto de la ciudad, es declarado real y existente, en esto consiste la
inversión idealista de la ciudad.
En la ciudad ideal, la actividad
humana es un antihumanismo porque el hombre no conoce ni domina su designio,
puesto que no determina su acción en la ciudad. Esto significa que quien decide
en el destino ciudad es una entidad que está más allá del hombre.
El Plan Monumental de Caracas, en
tanto ideal urbano del lopecismo, está fundado en el imaginario antropológico
representado por el hombre positivo y en el ideal político de orden y
disciplina. En suma, es la idea positivista. Lo antropológico, lo político y lo
urbano configuran la totalidad positivista. Sin embargo, el lopecismo
representa el ocaso del positivismo; con él el Plan Monumental es el crepúsculo
de una concepción urbana agónica, que ya no podía tener cabida en el movimiento
de la historia.
El Plan Monumental de 1939 no es utopía, es más bien una atopía urbana. Un plan extraño y
excéntrico para Caracas y para el momento histórico. Este plan urbano está
fuera de lugar, por eso es un atopos,
es absurdo en el contexto de la situación que vive Venezuela. Pero, a la vez,
es algo admirable y maravilloso, por esto también es una atopía, porque es el primer plan urbano de gran envergadura que se
proyecta en la historia de la ingeniería, la arquitectura y el urbanismo
venezolano. El proyecto para Caracas es una excentricidad, un atopos, si se aprecian las propuestas
urbanas que realizan los arquitectos que impulsan los postulados de la arquitectura
moderna. A esta característica de atopía
se debe su permanencia y presencia en el imaginario arquitectónico y
urbanístico del país. Él inaugura la posibilidad para pensar la ciudad como una
totalidad.
[1] Cfr. Arturo
Almandoz. “El Plan Monumental de 1939: conclusión del ciclo europeo de
Caracas”, Urbana 20, Caracas, 1997, pp. 97–98.
[2] Cfr. Arturo
Almandoz. “El Plan Monumental de 1939: conclusión del ciclo europeo de
Caracas”, Urbana 20, Caracas, 1997, p. 96.
[3] Cfr. Luis
Castro Leiva. De la patria boba a la teología bolivariana, Caracas, Monte Ávila
Editores, 1991, p. 180.
[4] Cfr. Lowdon
Wingo (editor) Ciudades y espacio (el uso futuro del suelo urbano) Barcelona,
Ediciones Oikos-Tau, 1976, p. 6.
[5] Cfr. Martin
Meyerson. “Tradiciones utópicas y urbanismo”, La metrópoli del futuro,
Barcelona, Editorial Seix Barral, 1967, pp. 272-278.
[6] Cfr. Giulio
Carlo Argan. Proyecto y Destino, Caracas, U. C. V, 1969, pp. 12-13.
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