La tradición
filosófica llamó a los sentimientos “pasiones” acentuando el carácter pasivo de
éstas, ya que la
persona padecía las pasiones como algo inevitable y, con frecuencia, molesta y
perjudicial. Por ello, la ética se fue entendiendo
más como el dominio y la erradicación de las pasiones. Y la sabiduría práctica como
el conocimiento que conseguía reprimirlas e intentaba eliminarlas de las
acciones humanas.
En la
actualidad, el lenguaje de las emociones se ha impuesto en todos los campos poniendo
de relieve que lo emotivo ha sido un aspecto ignorado u omitido por las
ciencias humanas. El discurso actual sobre las emociones pretende corregir esa
tendencia y distanciarse del racionalismo hegemónico.
No obstante,
en el desarrollo de este discurso de las emociones cuidado con no caer en el «sentimentalismo» que es el sentimiento
sin la guía de la razón. Ya que las emociones y la razón han de ir juntas en el
razonamiento práctico. Pues las emociones por sí solas no razonan, y el
papel que juegan las
razones, en una ética de la existencia, contribuye a modificarlas y a
reconducirlas para que sean adecuadas.
Ahora
bien, el discurso de las emociones, que se ha impuesto en la actualidad, ha
impuesto lo Michel Lacroix llama «el culto de la emoción». En cuya celebración y entusiasmo está el darle
la vuelta hacia la otra cara lo que ha prevalecido
hasta ahora. Pretende, en esta celebración manifiesta, sustituir el reduccionismo
racionalista por un reduccionismo emocional.
En el lenguaje de las emociones y en el
movimiento emotivista confluyen diferentes aspectos, a saber. Confluye un
rechazo de las múltiples represiones que han pretendido modelar exageradamente
el comportamiento. El discurso emotivo retoma una nostalgia
romántica por la diferencia individual y la bondad natural de la persona, y no
la diferencia social.
Plantea el desarrollo de la psicología
cognitiva como ciencia rectora y la única que explica el comportamiento humano
y resuelve sus disfunciones. Por tanto, cualquiera de los
ámbitos de la actuación humana, se atrabajo, política, ocio, educación… tiende a
ser abordado y visto desde esta perspectiva exclusivamente emocional.
Ya que las emociones son lo más importante
no las toquemos, dejemos que se expandan y que se
manifiesten en toda su pureza. El slogan es ¡Vivan las Emociones! En su extremo se plantea
que debemos preservar
únicamente la fibra más emotiva de cada individuo, abandonando los razonamientos
y yendo directamente al corazón.
Por lo que se puede inferir que emocionarse
es bueno, por el contrario razonar es perverso. De este modo, como señala Camp,
el gerente-empresario se preocupa por el clima emotivo que modela las actitudes
de sus trabajadores; el político se decanta con facilidad hacia el populismo y
la demagogia; los padres dan rienda suelta a los deseos de sus hijos; en la
escuela desaparecen las reglas porque la represión es
traumática. La
publicidad comercial, por su parte, vende «experiencia», «sensaciones fuertes»,
o directamente «emociones».
En fin, hay que sentir en lugar de
aprender a pensar.
Las emociones se convierten en un objeto
de culto, de adoración, de religión. Para Lacroix,
ese culto a la emoción «representa el apogeo del culto al yo», expresión manifiesta del fatuo individualismo que conduce al
hedonismo vulgar, al narcisismo ramplón. Tal culto es el clímax y zenit de un culto que ha
colocado al individuo en un podio que nadie «debe» derribar.
En el lenguaje de las emociones lo que
distingue a una persona de la otra es su sensibilidad, su parte emotiva, y no
la parte racional. Pues ésta tiende a unificarlo en el seno de un todo
despersonalizado, ésta tiende a generar juicios que ocultan al ser de la
persona, los cuales no lo dejan ser. Las emociones, según el discurso emotivo,
personaliza va tras la búsqueda del ser; por el contrario, la parte racional lo
des-personaliza.
El lenguaje de las emociones es la negación de la ética entendida ésta como algo que viene a ordenar lo
que de por sí es caótico y merece evaluaciones distintas. El ser humano está
dotado de razón y emociones. Y para llevar a cabo una ética de la existencia debe desarrollar la parte
contemplativa-emotiva, que consiste, entre otras muchas cosas, en «aprender» a admirar lo admirable y a rechazar lo que no lo es.
Para lo cual la persona debe tener razones
que le indiquen qué es digno de admiración y qué no es admirable bajo ningún
aspecto. La persona ha de aprender racional y emotivamente a sentirse afectado
por los aspectos nobles y valiosos, por los comportamientos
íntegros y justos. Para esto el sujeto tiene que
adquirir una capacidad de discernimiento para saber distinguir lo que vale de
lo que no vale. Una capacidad que no se puede dar por supuesta, ya poseída,
como si fuese algo natural. Pues tal capacidad se desarrolla a través de un largo e inacabado proceso aprendizaje que dura toda la vida.
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