En la vida terminamos por descubrir que
nuestro sentido como sujeto está encadenado a la temporalidad. Atados a un
presente que no puede prescindir de su pasado y anhela el futuro. Por ello, nos
vemos compelidos a asumir la tarea de indagar nuestra propia historia. De hacer
nuestra historiografía para poder tener plena posesión de las posibilidades que
nos pertenecen.
El problema de nuestro sentido de la temporalidad
es la posibilidad o no de llegar a comprendernos historiográficamente; esto es,
como sujetos históricos. Comprendernos como un relato conformado, a la vez, por
otros muchos microrrelatos. Para elaborar este problema que nos atañe debemos ver
si tenemos alguna experiencia de la nada; de la angustia de la vida.
La experiencia de la angustia se nos da
en un nivel emotivo, no de compresión racional. Ya que ésta nos abre a la
disposición fundamental, que es la apertura específica de nosotros como sujetos
en este mundo. Nuestra angustia, a diferencia del miedo que es miedo a algo, se
nos revela como miedo a la nada. Como persona que hemos padecido la experiencia
de la angustia, no tememos a esta o a aquella cosa; sino que más bien sentimos
que nos hundimos en la insignificancia de este mundo. Sin embargo, no podemos
indicar algo preciso que nos dé miedo.
Ante ese miedo a la nada debemos admitir que
nos sentimos amenazados ante la existencia misma. En cuanto al modo de existir
que llevamos en medio de la trivialidad cotidiana. En este sentido, nos
concebimos como un mero sujeto entre otros sujetos, y nos sentimos protegidos y
tranquilizados por los sujetos que nos rodean. Este miedo nos hace ver que
tener miedo de algo significa concebirnos como sujetos dependientes de algo.
Tal angustia nos coloca frente a nuestra propia
trascendencia, frente a nuestra existencia, frente a nuestra propia
responsabilidad. Porque nos abrimos y nos instituimos ante el entorno en que
nos desenvolvemos. Al buscar nuestra historia nos esforzamos por conformarnos
y, a la vez, alejarnos de nuestro entorno; esto es, tomamos el mundo como norma
a seguir o a romper.
Nuestro modo de relacionarnos con el
mundo presupone una apertura; ésta es un estar abierto a la gente, a las
situaciones, a las circunstancias que se nos presentan diariamente. Cuando
estamos de conformidad con el mundo, esto significa que tomamos a éste como
norma de nuestro juzgar y de nuestro decir, nos adherimos a él. No obstante, el
hecho de que haya una norma a la que nos podemos ajustar o no, significa que se
abre la posibilidad a nuestra libertad de elegir.
Pues abrirnos al mundo tratando de
adecuarnos o no a la norma es un acto libre. En este sentido, la esencia de la
vida es la libertad. Pero esta libertad como posibilidad que el hombre tiene de
elegir entre los entes presupone también ella que los entes sean ya accesibles.
De manera que no se puede pensar el hecho de que el ente se haga accesible, la
apertura originaria de la que depende la posibilidad de cualquier elección,
como un acto libre del hombre en este sentido.
Aunque abrirnos al mundo no es algo que podamos
elegir; porque cuando tenemos conciencia de nuestra existencia hace largo rato
que estamos en el mundo. La libertad de nuestra apertura al mundo no es una
facultad de la cual disponemos, más bien es ella la que dispone de nosotros.
Por esa razón, cuando nos damos cuenta de
nuestro existir ya estamos dominados por las opiniones corrientes y las
profesamos sin problematizarlas. Nos liberamos de ellas cuando asumimos nuestra
libertad de decidir sí o no; lo cual implica nuestra responsabilidad. Cuando nos
asumimos como un proyecto propio y no la copia de otro proyecto.
Al asumirnos como el proyecto de nuestra
existencia atendemos a nuestra historiografía. En este sentido, asumimos lo que
Heidegger denomina el «paso atrás», que consiste en un retroceder para tomar
distancia y colocarnos en un punto de vista que nos permita apreciar nuestra
propia historia como un proceso de devenir. En cuanto nos vemos como historia
nos ponemos en movimiento; esto es, por un lado, nos sustraemos a toda presunta
evidencia y, por otro, nos vemos en relación con un de dónde provenimos que
constantemente asumimos sin más.
Vernos como historia no significa que nos
adueñamos de la totalidad de nuestra vida ni de la verdad de ella. Significa más
bien vernos como la historia de nuestro pensar-hacer, que es un proceder que
tiene un origen, el cual nos permanece oscuro y que nunca lo resolvemos
plenamente. Tal oscuridad es la angustia de la existencia, lo que no podemos
asir y que, sin embargo, nos constituye.
Comprendernos como historia no significa
que descubrimos por fin la dirección y el sentido general de nuestro
desarrollo. Significa concebirnos, ante todo, como un ser en movimiento, como
un proceder de y hacia. Significa entender nuestro sistema de razonamiento y de
emoción como algo situado dentro de un ámbito que nos trasciende y que, a su
vez, podemos concebirlo como nuestro fundamento. En este aspecto, somos un acontecer,
un ocurrir, un hacer ocurrir. De este modo, al acontecer instituimos nuestra
apertura al entrar en relación con nosotros mismos y con los demás. Nos hacemos
presentes en nuestra temporalidad.
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